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Écija Los Siete Niños de Écija, unos bandoleros que ni eran siete, ni eran niños, ni eran de Écija

Héroes durante su lucha contra las tropas napoleónicas, tras la retirada francesa hicieron de la guerrilla su forma de vida.

Los Siete Niños de Écija, protagonistas de un tebeo de Julián Caballero. / AMELLER
Los Siete Niños de Écija, protagonistas de un tebeo de Julián Caballero. / AMELLER

Fueron unos héroes contra los franceses e hicieron de la guerrilla su forma de vida. Espoleados por el asesinato de algún familiar, el sentimiento monárquico o cualquier causa que entendiesen como justa, acosaron a las tropas napoleónicas de modo anárquico, sin obviar la crueldad y con el objetivo de causar el mayor daño posible. Emboscadas de las que huían por caminos que conocían como la palma de su mano, ayudados por sus paisanos, quienes podían sentir admiración o temor. Un miedo compensado a veces por un puñado de monedas producto de un botín.

Los Siete Niños de Écija fueron unos bandoleros románticos que pronto adquirieron la categoría de mito, pero ni eran siete, ni eran niños, ni eran de Écija. Como en otras partidas, la autoridad del líder era incuestionable, lo que garantizaba la fidelidad de sus miembros, conocidos por sus apodos. Solo el jefe era llamado por su nombre, aunque Juan Palomo en realidad se llamaba Diego Padilla, quien en 1815 pasó el testigo a Diego Becerra. Entonces eran considerados unos asaltacaminos que actuaban en Lora del Río, Marchena, Osuna y Écija, donde habían nacido Mimos, Hornero, José Gómez y Juan Escalera.

El resto eran oriundos de otras localidades, si bien la leyenda quiso bautizarlos en el municipio sevillano, del mismo modo que los numeró con esa cifra cabalística. Cuando alguno caía en combate, era reemplazado por otro miembro, de manera que siempre parecían los mismos. Y no se puede decir que aquellos mozos que hicieron su propia guerra de la Independencia fueran unos niños, si bien en 1808 siguieron al capitán Luis de Vargas como a un padre en su enconada lucha contra los franceses. Sus motes: Malafacha, Satanás, Cándido, el Cencerro o Tragabuches, apodo heredado de su padre, quien supuestamente se había comido un feto de burra.

"Fue una de las partidas que más eco despertó en España como consecuencia del halo misterioso que los rodeaba. En el imaginario popular eran siete, pero a veces podían ser más o menos. Ese número contribuyó a su fama, aunque también su lucha contra las tropas napoleónicas, que comenzó por iniciativa de un capitán que se había quedado descolgado de su unidad y logró que lo secundaran unos cuantos hombres, quienes tras la guerra siguieron actuando fuera de la ley", explica Enrique Martínez, catedrático de Historia Moderna de la Complutense y autor de El bandolerismo español (Catarata).

Con el invasor en retirada, entre 1814 y 1818 cometen asaltos, haciendo suya la carretera entre Sevilla y Córdoba, cuya campiña también estuvo en su punto de mira. "El bandolerismo romántico tiene un comportamiento que lo singulariza: el jefe tiene fama nacional, mientras que a los demás apenas se les conoce. Asaltan diligencias y a caminantes, pero no secuestran ni torturan a las víctimas. Es más, incluso les dejan algo de dinero para que puedan continuar el viaje", añade Martínez, especialista en historia militar. "Hasta hay un punto caballeresco, reflejada por el artista Gustave Doré durante un viaje por España".

Bandolero con su maja. / GUSTAVE DORÉ
Bandolero con su maja. / GUSTAVE DORÉ

Uno de sus grabados muestra a un bandolero con su maja. "Subido a un caballo, con una montura excepcional y una bella mujer en la grupa, ahí está el líder al que sus hombres admiran por su osadía e ingenio para preparar los golpes", explica el catedrático de la Universidad Complutense, quien recuerda que las clases populares nutrieron principalmente la resistencia guerrillera contra Napoleón. Aunque tras su marcha se produciría un fenómeno conocido como el bandolerismo de retorno, donde dejan de ser unos héroes para convertirse en unos forajidos.

"Muchos de los guerrilleros regresan a sus casas y las encuentran destruidas, han perdido a miembros de su familia y no acaban de adaptarse a la vida común. Añoran vivir a salto de mata y sin freno, por lo que deciden seguir en el monte, porque son unos inadaptados", añade Martínez, quien explica que ambos tipos de bandolerismo se mezclan, si bien algunos románticos no se batieron contra los franceses. "Es el caso de Diego Corriente, generoso por antonomasia, sin delitos de sangre y condenado a muerte". Otros, como el Tempranillo, comienzan siendo unos patriotas y terminan formando grupos militares que persiguen a sus antiguos correligionarios.

"Son contraguerrilleros o antipatriotas, como Jaime el Barbudo. Persiguió a partidas liberales y colaboró con los Cien Mil Hijos de San Luis, enviados por Luis XVIII para reponer en el trono a Fernando VII. Se posicionó en el ala más a la derecha de la política española y contactó con una sociedad secreta absolutista, El Ángel Exterminador, que lo traicionó al tenderle una trampa. Su pasado le jugó esa mala pasada y terminó ahorcado", explica Enrique Martínez, quien describe un tercer tipo más complejo, el bandolerismo organizado, que vivió su esplendor en 1870.

"Como consecuencia de la implantación del ferrocarril, la mayor seguridad en los caminos y el desarrollo de las fuerzas de seguridad, adaptan su procedimiento. Es un fenómeno bastante más duro que los anteriores porque no dudan en recurrir al secuestro, a la tortura y al asesinato con tan de conseguir su objetivo, fuese el robo o el cobro de un rescate", apunta el autor de El bandolerismo español, quien estructura su jerarquía en tres categorías: los cerebros del golpe, que eran personajes bien posicionados socialmente y con influjo local; los caballistas o ejecutores, protegidos por los anteriores para eludir la Justicia; y los informadores, unos pobres diablos que facilitaban datos a cambio de dinero.

Contrabandistas en la Serranía de Ronda. / GUSTAVE DORÉ
Contrabandistas en la Serranía de Ronda. / GUSTAVE DORÉ

Pero volvamos a los Siete Niños de Écija, quienes pese a sus correrías entraron en la leyenda por sus iniciales hazañas patrióticas. El Cojo, Pancilla, el Portugués, el Fraile, el Rojo, el Hornerillo, el Manco, el Granadino, Candil y, claro, Juan Palomo, cuyo dicho yo me lo guiso, yo me lo como supuestamente responde a su egoísmo a la hora de repartir el botín. Él llegó a dirigir la partida, como también Pablo de Aroca, conocido como el Ojitos, aunque la cruenta biografía de Tragabuches desvela cómo se hizo bandolero.

Cantaor y banderillero, contrabandeaba en Ronda cuando se encontró a su mujer, la bailaora María la Nena, con un sacristán. A él lo degolló y a ella la tiró por la ventana. "Para no purgar sus crímenes, se echó al monte", comenta Enrique Martínez, quien recuerda que su rastro se perdió después de que la Audiencia de Sevilla emitiese en 1817 un edicto contra los Siete Niños de Écija. Tragabuches no fue capturado, pero sus miembros corrieron peor suerte, pues fueron ahorcados, descuartizados y expuestos en los caminos. Un año después, la partida era desmantelada por completo.

"En su origen fueron unos patriotas, porque llevaron a cabo una guerra de guerrillas contra los invasores napoleónicos. Tras su muerte, permanecieron en el recuerdo, hasta el punto de que Fernando VII, durante el trienio liberal, se refería a los gobernantes como los Siete Niños de Écija, porque los aborrecía", afirma el catedrático de Historia Moderna de la Complutense, quien deja claro que aunque la imagen del bandolero andaluz ha sido la que más ha trascendido, el fenómeno también se dio en otras regiones españolas. Un mito sujeto a desmitificaciones. "Pese a que a veces repartían el dinero entre los pobres, no eran unos Robin Hood. Lo hacían a cambio de información y de refugio, así como para que no los delatasen".

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