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El hospital de campaña del padre Ángel

La iglesia madrileña de San Antón "cura las heridas" de los necesitados 24 horas al día.
Al frente de ella, el fundador de Mensajeros de la Paz, que ha visto su sueño cumplido.

El padre Ángel, fundador de Mensajeros de la Paz, en la iglesia madrileña de San Antón.

A las puertas de esta iglesia no hay mendigos. Todo quisque está dentro. “La gente viene aquí a curar las heridas”, susurra el padre Ángel. Ha comenzado la misa de siete y él atiende en una mesa camilla que hace las veces de confesionario. “Ésta es la iglesia de todos, la de los que están bautizados y la de los que no”. Un templo atípico que acoge almas descarriadas al reclamo de un luminoso con forma de cruz, similar al de una farmacia pero con luz azul. Reza: “Iglesia de San Antón. Abierta 24 horas. Paz”.

Ubicada en Hortaleza 63, entre Malasaña y Chueca, a pie de calle luce como un santuario pop. Incluso podría parecer, por su ubicación fronteriza y el señuelo de los neones, una parroquia gay. No conviene quedarse en la superficie: tras la apariencia de congregación tecno se erige la última obra de Ángel García Rodríguez (Mieres, 1937), fundador de Mensajeros de la Paz. “Queremos que sea un hospital de campaña para curar las heridas”, explica mientras el padre Carlos, recién llegado del campamento de refugiados jordano de Zaatari, oficia.

Los feligreses comparten espacio con los necesitados. Los carteles y letreros indican que esta congregación no es como las demás. Sobre un cepillo: “Deja lo que puedas, pide lo que necesites”. En una mesa con paquetes de garbanzos y lentejas: “La Virgen María agradece tus flores, pero aún más alimentos no perecederos para los pobres”. Junto al altar: “El papa Francisco pide que la Iglesia tenga ‘los templos con las puertas abiertas’ en todas partes, para que el que busca a Dios no se encuentre ‘con la frialdad de las puertas cerradas”.

Los bancos carecen de rótulos, pero los mullidos cojines que los cubren invitan a conciliar el sueño. El del padre Ángel era precisamente éste: “Una iglesia abierta día y noche en la que entran los unos y los otros. La iglesia de la misericordia”. Tardó en cumplirse, pero hace un año Mensajeros de la Paz desempolvó el lugar, que permanecía cerrado, y logró erigir un proyecto social dentro de una basílica. “No hay que buscar a una oveja perdida sino a noventa y nueve”, se propuso el pastor, hoy satisfecho con la iniciativa.

“Recibimos más cariño del que damos”, afirma el padre Ángel, que contó con la bendición del arzobispo Carlos Osoro para su apertura. Con Rouco Varela, su antecesor en la curia madrileña, este cura al borde de los ochenta era un marginado. “Aquí vienen gais, lesbianas y prostitutas, pero también médicos e ingenieros”, presume. “Ricos y pobres”. También quien reniega de Cristo. “Si consultas el libro de las reflexiones, podrás leer cosas como soy ateo, pero creo en una iglesia como ésta”.

Aquí, la iglesia son las personas que la habitan, no una obra barroca de Pedro de Ribera, ni el santuario del patrón de los animales, tampoco el contenedor del esqueleto de san Valentín. “Hay que abrir los brazos a la gente, procurar que sea acogedora”, subraya el padre Ángel, consciente de que había que ir con los tiempos. Así, además de dar la bienvenida a los perros, hay tabletas para que los sordos puedan confesarse, enchufes para cargar el móvil, pantallas para seguir las misas del Vaticano o las propias y wifi gratuito. Bueno, en realidad, todo es gratuito. También los desayunos y cenas que sirven a diario, así como el café, siempre humeante.

Quien no viene a recibir y puede ofrecer cuenta con una máquina expendedora en la entrada. Parece de tabaco, pero es de donativos: un euro, arroz; dos euros, verduras; tres euros, aceite; cinco euros, carne. “El primer derecho es comer”, afirma el padre Ángel, que nació en La Rebollada, un pueblo asturiano que lleva la minería y la siderurgia en los genes. Madre gallega y padre vasco. Él, trabajador de Hunosa, minero. Allí empezó todo: don Dimas atendía a las viudas de la guerra y a él le preguntaban qué quería ser de mayor. “¿Futbolista? ¿Médico? Qué va, yo quería ser el cura del pueblo”. A los once entró en el seminario de Oviedo, a los veinticuatro se le metió en la cabeza fundar Mensajeros de la Paz y antes de los treinta ya se había venido a Madrid.

¿Cómo eligió su camino? “Eso no se sabe nunca”, responde en voz baja, la misa sigue. “Viendo la realidad”, matiza. Esto es: la fábrica, la mina, los que se quedaron abajo, sus huérfanos, las mujeres de luto… Lleva décadas en la capital, pero allá lo siguen llamando el Mierense Universal. Basta un dato: Mensajeros de la Paz está presente en cincuenta países. Él un día está en Lesbos, otro en Mafraq, siempre en Madrid. Vive en el centro y se deja caer cada tarde por la parroquia de San Antón, cuyo belén no tuvo niño Jesús sino niño Aylan. Es su penúltima lucha, encarnada en los Reyes Magos, que en el nacimiento eran refugiados en busca de la tierra prometida.

Sonrisa pícara, viste traje y corbata, pero si hace falta se cuelga la estola o se enfunda el mono de minero, como hizo anteayer para bajar a la mina Sotón, cuya décima planta no debe de quedar lejos del infierno. “Ahora bien, cuando celebro misa me revisto como Dios manda”, aclara el padre Ángel, que ha acercado la realidad a la iglesia. Ahora ya sólo falta que la Iglesia se acerque a la realidad. Afuera ha empezado a enfriar y la cola del bocadillo da la vuelta a la manzana.

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