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Terrazas Madrid Terrazas llenas con lista de espera y fuertes medidas de seguridad: así es la noche madrileña en plena desescalada

La noche madrileña ha cambiado. Un arranque a medio gas consigue que las terrazas se llenen mientras decenas de personas esperan su oportunidad. Menos ruidos y más ganas es el resumen de la capital bulliciosa que vuelve a las andadas.

Terraza Madrid
Una terraza en Tirso De Molina (Madrid) durante el primer fin de semana de la desescalada. Guillermo Martínez.

La primera noche del primer fin de semana de la primera fase de la desescalada en Madrid ha corroborado las ganas de los capitolinos por salir a tomarse una cerveza o brindar con un tinto de verano en primavera. El centro madrileño sigue cobijando diferentes idiomas que se confunden en las colas para pillar una mesa de algún bar, lugares de recreo y mascarillas, de risas y videollamadas, de brindis y curro, otra vez, a destajo.

La plaza de Tirso de Molina estaba llena de flores, como de costumbre. Como de costumbre, también, las terrazas ocupaban gran parte del lugar, ubicadas de tal forma que en todo momento se respetaba la separación homologada tanto para el divertimento y disfrute de los consumidores como para el negocio de los hosteleros. Sillas y mesas que de forma pretérita habían aguantado los pesados brazos de quien se sentaba en y alrededor de ellas, ahora inútiles, miraban con resignación a sus iguales, preguntándose cuándo volverán las borracheras, llantos, cánticos y citas al cien por cien.

El parque para los niños, en la misma plaza, aparecía enjaulado. Unas vallas lo guardaban de los pequeños depredadores del columpio y el tobogán. Bajando hacia Cascorro, los pantalones cortos de la gente auguraban una noche tórrida. En las mesas, sobresalían las parejas y las parejasdeparejas, es decir, la moda en el centro más castizo de la ciudad era encontrarse a la gente de dos en dos o de cuatro en cuatro.

Los usuarios, con su típica verborrea cervecera, presagiaban que el sábado había llegado para quedarse. Mientras, viandantes esquivaban unas mesas demasiado espaciadas para la antigua normalidad y, en algunos casos, poco distantes para lo establecido como lo nuevo y normal. Los perros también tenían su espacio, acompañando a sus dueños, o viceversa, se sentaban en las mesas de las terrazas sin necesidad de silla. Se constituían como los únicos seres que iban por la calle sin mascarilla, exceptuando a unos infantes que seguían apoyados en la verja que les impedía acceder a su anhelado tobogán.

Ojos contra ojos. Una sola parte desnuda del semblante, compartida por camareros y consumidores, es suficiente para saber que ahí, en la mirada, se ubica el cansancio, el enfado y la sonrisa, y el pedir la cuenta y el devolver las vueltas, en este caso. Como un antifaz, pero al revés. La Latina entra de lleno en la movida. Terrazas llenas, de nuevo; grupos de familias, amigos, conocidos y desconocidos esperan a ver si alguno de los grupos que ya tienen mesa cede el trofeo. Cualquier gracioso les diría que pueden esperar sentados, para que no se cansen, claro, pues la empresa va para largo, pero sería hurgar más con el dedo en la herida, porque tampoco hay suficientes sillas.

Por eso, la juventud se une en la plaza Puerta de Moros. En el centro del lugar, una pequeña fuente con algunos chorros controla a las personas que prefieren desafiar la ley y echarse unas latas tranquilamente en la plaza dejando para otro momento lo legalmente establecido. Con todo y con eso, la distancia se continúa respetando. La verdad es que cumplir con la medida de seguridad cuesta mucho menos que una caña en una terraza del centro de Madrid, y así pasa.

Minutos después la Policía Municipal hace su trabajo. Son tan eficaces que tan solo su presencia consigue movilizar a la veintena de jóvenes que se apostaban en la Puerta de Moros. A los pocos segundos, los recién exiliados transitan sin rumbo, sabiendo que volverán cuando los otros se hayan ido. Es el juego del gato y el ratón, un pilla pilla eterno en el que la imposibilidad de tocar al otro hace que siempre se la ligue el mismo.

Las banderas de España con crespones negros vigilaban desde algunos balcones. En cambio, otros barrotes sujetaban pancartas a favor de la sanidad pública en las alturas. Abajo, en las callejuelas, en el empedrado y el asfalto, empezaba a oscurecer. El alumbrado se encendió a las 21:40 horas. Una luz amarillenta iluminó las terrazas cuyas mesas seguían lejos entre ellas y atestadas de gente esperando la oportunidad de que sus posaderas pudieran descansar en alguna sillita bonita de madera.

A todo esto, los patinetes eléctricos deambulaban entre las mesas ocupadas. Esquivando transeúntes llegaban hasta el semáforo en rojo, convertido en nexo de unión entre estos nuevos pseudopatinadores y los ya archiconocidos ryders. Esta noche, no todo el mundo estaba dispuesto a salir a la calle, pero no por ello iban a dejar pasar la oportunidad de que les hicieran y llevaran la cena hasta sus hogares.

La vuelta terminó en la plaza de Lavapiés. Retornando por Tirso de Molina, donde el parque infantil seguía con una frontera de alambre maleable, las estrechas e inclinadas calles no dejaban lugar a dudas: algo había cambiado. Las terrazas llenas, ningún camarero cantando sus ofertas a los paseantes y mesas vacías porque "está reservada, lo siento", conformaban una estampa a la que muchos le querrían rezar. Menos gente tuvo su consiguiente reflejo en el ruido, en el alboroto, la algarabía sencilla y alegre de este barrio multicultural.

Cantando el cumpleaños feliz desde un par de ventanas a algún agraciado, la noche madrileña se despedía. Una noche tenue, a medio hacer, un quiero y no puedo y, sobre todo, no debo; una amalgama de sentimientos encontrados en momentos en los que no está permitido el abrazo. Las terrazas llenas, algo menos de ruido, gente esperando para cervecear y muchas mascarillas desubicadas del rostro en cada sorbo son la síntesis de la nueva movida madrileña. A ver hasta cuándo.

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