Este artículo se publicó hace 4 años.
Tren AVE España ruralEl ferrocarril Astillero-Ontaneda y los trenes que abandonaron a la España rural
En las últimas décadas España ha perdido miles de kilómetros de vías férreas. Casi todos prestaban servicio al medio rural. Esta es la historia de uno de ellos, el tren que comunicaba, y ya no lo hace, las localidades cántabras de El Astillero y Ontaneda.
Puente Viesgo (Cantabria)-Actualizado a
Hace sol en Puente Viesgo. Sol de esos que salen en Cantabria a final de verano. Acaricia como si rozases la piel de un melocotón, pero no llega a picar. Cae la tarde, además, así que todo tiene un toque de color pastel. Allí, casi tan cerca que pareces poder tocarlo con la mano, está el Monte Castillo. Pirámide casi perfecta. Tiene las tripas arañadas con signos rojos y negros. Puntos, manos, bisontes, ciervas. Incluso una piedra que refleja formas con aire a misterios. Dicen que algunas de esas pinturas las hicieron neandertales, dicen que otras tienen más de 40.000 años. El arte paleolítico más antiguo que conocemos. Aquí, a principios del siglo XX, estuvieron excavando (y de excursión) Obermaier o Alberto I de Mónaco.
Llegaron en tren, claro.
La estación se conserva (casi) como estaba entonces. "Un empeño de Fernando Calderón, prohombre del valle", me cuenta Pedro de la Vega. Pedro conoce bien la línea férrea (llegó a escribir un libro titulado El ferrocarril del Astillero a Ontaneda, publicado por la editorial Librucos) y especialmente este edificio. Todo lo que se puede conocer algo, vaya, porque nació en él. "Mi padre trabajaba en esta estación. Empezó como meritorio en la de Castañeda, a unos kilómetros, y después nos mudamos. En aquel entonces servía también como vivienda para el jefe. Y mi madre a veces vendía los billetes. Aquí me crié y viví muchos años". Mira en derredor, buscando algo que ya no es. En la actualidad, el inmueble sirve como centro de interpretación de la naturaleza, y está lleno de fotografías, maquetas y mapas. A veces también hacen conferencias.
Por fuera sigue igual. Bueno, faltan las vías, claro. Pero está el resto. El andén, por ejemplo, con sus banquitos donde hablan tres o cuatro ancianos. Como hace un siglo, pero llevando mascarillas. Y el reloj, que es el mismo de entonces y sigue marcando las horas con seriedad de quien hace bien su trabajo. Incluso una garita de época repintada que parece icono de arte pop.
Caminamos un poco. Alrededor hay movimiento. Niños jugando, familias que pasean y toman el sol en un espacio que el verde ganó a los grises. Me fijo en una locomotora antigua presentada a modo de monumento (como los de las rotondas, pero con más clase) y pregunto a Pedro. "Fíjate, es de gasoil, esta línea nunca se electrificó, jamás hubo catenaria. Pasaron de las primitivas máquinas de vapor a otras más modernas como esa que ves. Ésta la encontramos abandonada en unos almacenes de FEVE, en Torrelavega". Hago memoria, reconozco el lugar. Son dos enormes cobertizos, situados justo enfrente de donde viví durante toda mi infancia. A veces, de chavales, íbamos allí para escarbar entre la mugre, para buscar tesoros olvidados. Herramientas extrañas como animales del trópico, traviesas comidas por la humedad.
El mundo es un lugar muy pequeño. Y extraño, también extraño.
En España hay casi cinco mil kilómetros de vías ferroviarias abandonadas. Cinco mil. Algo así como la distancia entre Torrelavega, mi ciudad, y Bahrein. Para que se hagan una idea. Existen, también, unos 3.400 kilómetros de trenes de alta velocidad. Los AVE, vaya. Ir a Moscú, por seguir con la comparativa. La cosa es que de los segundos ustedes están perfectamente informados a diario. Por reivindicaciones, por alguna inauguración grandilocuente, por noticias que nos cuentan lo bien o mal que funcionan. No importa, no es el lugar. Pero los otros… nada. Pequeñas menciones solo cuando pensamos en las taras. Lo del despoblamiento rural y esas cosas. Unas líneas no pueden sustituir a las anteriores, porque la alta velocidad comunica el punto A con el punto B, obviando todo lo que hay entre medias. Y eso, claro, aísla.
La pescadilla que se muerde la cola. La mayoría de estos kilómetros que ya no son se corresponden a trenes que atraviesan zonas rústicas, pueblos cada vez más y más despoblados. Eso hace que los servicios sean deficitarios, el mantenimiento menor, el abandono palpable. Hasta que cierran. Y los pocos vecinos que no se fueron tienen la (casi) obligación de irse.
Problema irresoluble.
Fue un proceso rápido. La construcción del tren, digo. Compañía constituida en marzo de 1898, expropiación de terrenos para 1899, inauguración el 9 de junio de 1902. Entre 500 y 600 tíos trabajando día tras día.
Treinta y cinco kilómetros, uniendo la localidad de El Astillero (cuna de galeones durante la Edad Moderna) y Ontaneda, ya casi en la parte más alta del Valle de Toranzo, rozando con la punta de los dedos misterios de niebla y petricor que bajan desde el Pas. Tres locomotoras de tipo Baldwin sirvieron para el bautismo. Las llamaron Sarón, Puente Viesgo y Ontaneda.
Tren de balnearios. Como en los años veinte, cuando se reunía allí la flor y nata de la gente bien madrileña. Aguas termales en Alceda y Puente Viesgo. Hasta la inauguración del ferrocarril ambos establecimientos ponían coches de caballos para traer a sus distinguidos clientes desde la estación de Renedo. Pero aquello… bueno, aquello era mucho mejor, porque te bajabas a pocos metros del alojamiento, vaya. Señoronas bien vestidas, tipos con bigotes imponentes, bisbiseos en las tardes, no se va a creer usted quién es la amante de ese ministro en el que ambos estamos pensando, sí, sí, la misma… Proyecciones de cine, obras de teatro, conciertos más o menos decorosos. Un barrio de la corte, solo que con menos calor y más color. Puntito bohemio, además. Qué tiempos. Lo cuenta muy bien Pilar Ruíz en una novela recién publicada, por título El Jardín de los Espejos. El jardín en cuestión está en Puente Viesgo, claro.
Pues eso, que vida social y cultural. Impulsos que se pierden cuando el tren no llega. Ojo, no todo eran pisaverdes contando frivolidades, que los vagones también proporcionaban otros servicios. Había viajes especiales para ganado, también otros bajando manzanas desde los pomares de Hijas o Castañeda. Solo en 1904 el ferrocarril llevó unas 540 personas diariamente, repartidas en seis trayectos desde Astillero hasta Ontaneda, y vuelta. Ocho de cada diez iban en tercera clase, para que se hagan ustedes una idea. Ah, también teníamos otros dos trenes todas las jornadas, dedicados solo a mercancías.
Trasiego constante.
Hay casos y casos. Trenes que jamás llegaron a funcionar, como ese Santander-Mediterráneo que está a pocos kilómetros e iba a aprovechar la infraestructura del Astillero-Ontaneda. Otros vieron cómo cesaba su actividad, descomunicando sitios que antes estaban a tiro de raíles. Madrid y Burgos, por ejemplo. O el de la Ruta de la Plata, que unía Huelva y Sevilla con Gijón. En Andalucía, en Aragón, ambas Castillas. Caminos de hierro pasaban por zonas apartadas, tendiendo un hilo de color metal entre pueblos con un puñado de habitantes. Cercanías, tan lejos del confort y la sofisticación que supone el AVE. Tan poco, sí, fotogénicos.
Postal que no quieres enseñar a los primos que viven en Francia o Chicago.
Quizá es eso.
En Ontaneda ya no existe estación. O, mejor dicho, existe pero en nada se parece a la idea que tenemos sobre estos edificios. Queda algo feo, lleno de carteles chillones y letras de colorines. Justo aquí terminaba el tren, en este pequeño pueblo de Toranzo. Durante un tiempo se pensó llevarlo más allá, mucho más allá. Hasta el Mediterráneo, nada menos. Incluso llegaron a excavar un túnel de casi siete kilómetros, pero esa es otra historia.
(Junto a lo que fue estación en Ontaneda está el cuartel de la Guardia Civil. También abandonado, como si el olvido fuera contagioso, que quizá lo es. Allí hay una higuera enorme, cargada en frutos verdes y otros que ya amarillean llenando el aire con olor dulzón. Alrededor revolotean moscas de zumbar grave).
Los antiguos raíles iban paralelos al río Pas. Recorrido rectilíneo, siempre en pendiente que subía mansa. Hoy eso es una vía verde, utilizada por paseantes y ciclistas. Delicia de silencio y árboles.
No siempre, ojo. Vuelve a escucharse el tren, toneladas de hierro que rutan, enfadadas, sobre los rieles. Es cuando cruzas el río por un antiguo puente. De primeras impone. A la vista, digo. Algo parecido a Los Puentes de Madison pero sin sexagenarios encantadores, más o menos. Metal de color verde, aire casi marcial. Descascarillado aquí y allá, remaches gordos como huevos de gallinas. Las tablas del interior tienen pequeños resquicios entre una y otra, y puedes ver, unos metros más abajo, el cauce. Baja casi seco, piedras pulidas que no se ponen morenas aunque sea verano. En las orillas, bárcenas. Hasta hace unos años, el Pas, hoy perfectamente encauzado, provocaba inundaciones casi cada invierno. Las fincas llanas se llenaban entonces de charcos, convirtiéndose en huertas fértiles, con tierra de color marrón oscuro rezumando vida.
Pasar el puente es, dijimos, una pequeña aventura. Las maderas suenan como traviesas gimientes, y es difícil no imaginar una locomotora apareciendo a lo lejos que te obliga a tomar alguna mala decisión. En realidad, todo lo magnifican los sentidos, que vienen preparados para ello, pero aún así impresiona tanto que resulta imposible no soltar un poco de aire cuando vuelves a sentir asfalto bajo las ruedas.
Puente de La Esperanza, se llama.
Hay opciones, claro. Convertir las antiguas infraestructuras en vías verdes. Es lo que se ha hecho con este Astillero-Ontaneda, y con muchos otros en España. Más de mil kilómetros tenemos ya. Alternativa de ocio ecológico, búsqueda del viajero sostenible.
No son las únicas. "Yo creo que podría tener salida como un tren de tipo turístico, explotando el lado romántico y sentimental de la zona y su propia historia", dice Pedro. Algo parecido a lo que hace el antiguo ferrocarril de La Robla, hoy rebautizado como Expreso. Una especie de Orient Express que lame la Cordillera Cantábrica a golpe de lujo y glamour. Uno que pasa, en ocasiones, junto a pueblos que enseñorea el silencio.
Aquí y allá hay restos. Del ferrocarril, digo. Recuerdos de algo que fue y ya no es. Algunos abandonados, como esa garita comida por las hierbas a la que le asoman ladrillos por entre su revestimiento grisáceo. Otros aún sirven para algo. Importante, además, en estas tierras. Los apeaderos, por ejemplo, que paseantes y vecinos aprovechan para el asubio cuando la tarde se pone tontorrona y empieza a chubasquear un ratito sí y otro no. Imagen extraña, con la joroba que le sale al terreno recordando el antiguo andén y esa construcción de piedra que aguanta cumpliendo a la perfección su trabajo.
También hay más visiones que surgen al borde de donde antes hubo traviesas y mezclan ese antiguo tren con el día a día de los barrios. Fuentes, barbacoas. Bañeras llenas de agua, verdín amusgado en los bordes, para que el ganado abreve. Y los arcos, enormes, de piedra, un pequeño acueducto en mitad del Valle de Toranzo. Preguntamos a una señora que está recogiendo tomates en su huerta. ¿Tiene algo que ver con el ferrocarril? Ella se ríe. No, no, eso forma parte de la antigua traída de aguas de Santander. La que llevaba rumores frescos del Pas hasta las casas del Sardinero. Y sigue a lo suyo. Han venidos buenos este año los tomates.
Salida insuficiente. ¿Compensó la mejora de la red viaria este abandono de la vía férrea? Hay quien piensa que no. Que cercenar comunicaciones termina por condenar a los pueblos. Un medio sostenible que se fue, justificado por la potenciación de otro que no lo es. Sobredimensionar cabeceras de comarcas, incluso la capital. Y lo otro. La pérdida de opciones, de atractivos. Esa vida cultural y dinámica que no puede volver.
Y que, si lo hace, no vendrá montada en AVE.
Crónica de una muerte anunciada. FEVE había dejado languidecer ese ferrocarril entre El Astillero y Ontaneda. ¿Quieren un dato? Durante los últimos años, ya en los setenta, la velocidad estaba limitada a veinte kilómetros por hora (se llegaron a alcanzar, en tiempos, más de sesenta). Por encima de eso hubiese sido peligroso, con las infraestructuras tan deterioradas. El trayecto, que fue relativamente rentable para las dos anteriores empresas que lo gestionaron (para Astillero Ontaneda y para Explotación de Ferrocarriles del Estado) empezaba a ser un problema. Hasta que cesó. El uno de abril de 1973 pasó el último tren por aquellas vías. El día dos, solo veinticuatro horas más tarde, se empezó a desmantelar la línea.
Pregunto a Pedro cómo fue aquello. Porque a él no solo le quitaban el tren, sino que le arrancaban un cachito de su vida. Me cuenta. El Estado les permitió seguir habitando en lo que ya no era estación de Puente Viesgo. Pero con una condición: no podían tocar nada. Ni arreglos, ni reformas… nada. Así que el edificio fue enflaqueciendo hasta que debieron abandonarlo, ya en los años ochenta.
Y qué pasó con lo otro. Lo otro. Todos los kilómetros de vía férrea, de maderas, los muebles en estaciones y apeaderos. FEVE remató terrenos y se los vendió, vía justiprecio, a aquellos ayuntamientos por cuyos términos pasaba el tren. Luego algunos municipios decidieron especular y revendieron a particulares. Por un montante mucho mayor, claro. "Las traviesas aún puedes verlas en algunos casos", dice Pedro. "Si excavas. Están debajo de la vía verde. Todo lo que no era sencillo de retirar se dejó donde estaba, aunque parezca increíble". Arqueología industrial. Vuelvo a mirar aquella lengua de gris por la que dos niños están haciendo una carrera (bicicleta de montaña, casco, mascarilla sobre las bocas como si fueran rufianes del antiguo oeste). Imagino lo que tiene debajo y la fotografía cambia.
El reloj de la estación sigue allí, preciso. Un tipo se para delante, lo mira, examina el suyo de pulsera, como buscando que coincidan ambos.
A veces el tiempo no existe.
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