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“Me da rabia que todos los avances dependan de las familias”

Esta es la historia de Guille, un niño con síndrome de Wolf-Hirchhorn. Sus padres cambiaron de residencia y tuvieron que hacer frente a esta enfermedad en mitad de la crisis económica.

Guille, afectado del síndrome de Wolf-Hirchhorn, protagoniza el cartel sobre el día internacional de las enfermedades raras

ANA I. BERNAL TRIVIÑO

CÁDIZ.- Guille tiene sólo siete años, pero ha vivido en ese tiempo más experiencias que otros niños de su edad. Su madre, Celia; y su padre, Fran, han visto cómo el síndrome de Wolf-Hirchhorn cambió sus vidas. Esta dentro de las consideradas como “enfermedades raras”, que padecen unos tres millones de personas en España. Entre esos números están unas sesenta personas con este síndrome.

Celia habla con seguridad, sin abatimiento. Es fuerte y decidida, no se da por vencida. Tampoco su hijo Guille. “Como ha salido de todas las intervenciones y estancias hospitalarias, nuestros amigos lo llamaban Lobezno”, comenta como anécdota. Las risas dan paso a la incertidumbre. No sólo de la enfermedad, sino de la situación económica y laboral que llegó en los últimos años. “La crisis nos pilló de pleno y ha sido como un tsunami”, comenta. Pero antes de llegar a esta etapa, Celia me lleva a un recorrido por la vida de Guille. Y, como toda historia, tiene un principio… Desde que estaba dentro de ella.

Embarazo y parto

En la semana veinte de gestación, Guille no tenía el tamaño propio de esta etapa. El embarazo pasó a ser considerado de alto riesgo. No había malformación. Incluso realizaron una amniocentesis y un cariotipo. No se descubre nada. Celia tampoco le da importancia: “Yo misma pesé muy poquito al nacer y luego, en la incubadora, empecé a crecer”.

En un caso de genética como el suyo, el problema no es qué detectar, sino qué buscar. “Un médico me dijo que desde el espacio se ve la Giralda, pero si enfocas a Moscú jamás podrás ver la Giralda, a pesar de que la herramienta esté. Esto es lo mismo. La genética es un mundo y hay que saber buscar”, relata. Desde Granada, la pareja se traslada a Cádiz. Allí viven sus padres y quería estar con los suyos para el nacimiento. Llega al mundo en la semana 37 de gestación. “Tengo la imagen de mostrarme a mi niño, que era casi todo ojos, y de llevárselo a la incubadora”. Lo alimentaban por sonda. Después vino una infección. Y la UCI. A los dos meses, Guille pesaba dos kilos. Celia recuerda que cuando abandonaban el hospital le dijeron: “’El niño cuando nació tenía rasgos dismórficos, pero ahora ya no los tiene. Ahora es hasta bonito’… Me lo dijeron así, pero no fue una frase apropiada”. Ese verano vivieron en Cádiz, con su brisa que aliviaba el calor. En septiembre, la pareja y el pequeño regresan a casa, en Granada.

Los primeros síntomas

La falta de crecimiento de Guille fue la primera señal para el pediatra. En octubre, un día, no paraba de llorar. En urgencias descubren que tiene una hernia en el diafragma y que lo deben operar. A los diez días de la recuperación, el pequeño vomita de forma continua y no tolera nada. “Pasamos una noche entera en la planta sin saber qué ocurría. Éramos padres primerizos, y era una maternidad un poco robada porque los dos primeros meses se crió en un hospital. Por mucho que yo estuviese con Guille en el hospital, me iba a casa sin él”. Recuerda la locura de esos días. Todo se precipitó. Le localizan un vólvulo intestinal. Desde los pasillos del hospital escuchaban las voces de los médicos, los protocolos y las urgencias. Revive la conversación con los anestesistas y la frase más dura: “Hay un 90% de riesgo de que no salga con vida de la operación. Fue un bofetón. No lo esperas porque en el hospital confías en que los médicos lo salvarán. El miedo llega cuando ves que a los propios médicos se les va de las manos”.

El pequeño Guille sobrevive. Al mes, Celia detecta unos movimientos extraños de ojos, “como unos espasmos de unos microsegundos. Tengo siempre miedo de que se ahogue con un vómito, así que suelo mirarlo muchas veces”. En esta ocasión, fue a su cuna. Estaba despierto, rígido y con espasmos. Eran las epilepsias. Los médicos valoran. En urgencias, el historial de Guille ya era demasiado extenso.

Celia abraza su hijo Guille, afectado del síndrome de Wolf-Hirchhorn

Celia abraza su hijo Guille, afectado del síndrome de Wolf-Hirchhorn

El diagnóstico

Empiezan las pruebas. A estudiar los diferentes síntomas. Y justo el que Guille padecía, fue descartado en un principio. “Tiene algunos rasgos de la enfermedad, pero otros no. Guille no tiene microcefalia. Por eso la neuróloga sospechaba más de una enfermedad degenerativa.” Después de varios exámenes negativos, la casualidad se cruzó en su camino. En una de las esperas de consulta, coincidieron con un laboratorio que realizaba, de forma gratuita, la prueba que Guille necesitaba, la Array. Eso aceleró un diagnóstico que, en estas enfermedades, se puede retrasar hasta cinco años. Resultado: faltaba un trozo del brazo corto del cromosoma 4. Algo tan minúsculo pero tan mayúsculo como para cambiar el desarrollo de una persona.

La enfermedad dio la cara y tenía nombres y apellidos. “Eran rarísimos: Wolf-Hirschhorn. Ni lo sabíamos pronunciar y hoy día hay médicos que ni lo conocen. Dije a la neuróloga que yo estaba preparada para todo, menos para que me dijera que era una enfermedad degenerativa y que la vida de mi hijo iba a acabar en un año. Poner un nombre al diagnóstico ayuda a evitar machacar al niño con pruebas, aunque los síntomas se tratan por separado”. Celia admite que salieron de la consulta con alivio. Preguntaron por las esperanzas de vida y no había nada que lo comprometiese. “Sí estarían las infecciones respiratorias, el retraso de peso y crecimiento, la epilepsia y la falta de desarrollo muscular. Pero Guille vivía. Y eso, ya era mucho”.

Enfermedad y crisis

Como padres aprendieron a afrontar una enfermedad prácticamente desconocida.

Como personas, tuvieron que moldearse a las circunstancias y a la crisis.

Celia rechazó su trabajo de Granada. “En los primeros años, con las continuas hospitalizaciones, no podía”, asume. “Los hombres tienen mejores trabajos que nosotras y mejor pagado. Así que Fran continuó. Pero después del diagnóstico, me surge un empleo en Cádiz. Podía dejar al niño con mis padres e ir al trabajo. El núcleo familiar se rompió, aunque Fran iba y venía todos los fines de semana, incluso cuando le llamaba por hospitalizaciones de Guille”.

Al final, Fran abandonó su trabajo. No puede dejar sola a su mujer y se está perdiendo la vida del pequeño. Encuentra trabajo pero, a los pocos meses, “la crisis empieza y nos pilla de lleno. Fran pierde su trabajo y mi proyecto también finaliza”. Han vivido desde 2010 a 2015 en casa de sus padres, con todo lo que ello conlleva. Sólo hace seis meses se pudieron independizar. La precariedad laboral, y aún más en Cádiz, es la tónica del día a día. Después de unos meses de autónomo, Fran tiene la prestación por desempleo, que ha estirado durante todo este tiempo.

Ayudas

Celia juega con su hijo Guille

Un tribunal reconoció a Guille un 75% de discapacidad. Recibe 1000 euros al año. “Cantidad que no da para casi nada, porque suma la comida, pañales y terapias. A pesar de la atención del colegio, hay terapias que él necesita y que no se cubren. Por ejemplo, la hipoterapia es estupenda para los sentidos y el tono muscular”. A ello se suma la cuota de 100 euros mensuales del colegio concertado de Guille. “Se supone que el estado del bienestar está para eso, para ayudar a los que lo necesitan, pero se ve que no”, apunta Fran, que apenas quiere hablar. Dice que Celia tiene más capacidad para hablar de estas cosas.

Con sus pocos ingresos, viviendo en casa de sus padres y sin empleo, solicitaron una ayuda por dependencia que se paralizó. Tres años de preguntas y de esperas. “Cuando entró el PP en el Gobierno, no entraba ningún dependiente nuevo. Está muy enfocada a personas mayores y a potenciar las residencias. Pero lo nuestro era una ayuda al entorno familiar. En Andalucía se desbloqueó por los menores y tardamos tres años en recibirla”. Otro de los escollos económicos es el pago de los medicamentos. “Él está conmigo en Seguridad Social. Pagamos un 40% de la medicación. Aunque sea menor, su medicamento debería estar cubierto al 100% y no depender de la situación del padre o de la madre. Tenemos medicinas para la epilepsia, para la bronquitis y, ahora, para una cardiopatía”. Como presidenta de la asociación del síndrome Wolf-Hirschhorn reconoce las diferencias entre comunidades para el diagnóstico, el acceso a la atención temprana, la escolarización o las ayudas de dependencia.

Futuro

A las nueve menos cuarto, un autobús lleva al pequeño a un colegio de educación especial en San Fernando. “Me da rabia que todos los avances dependan de las familias, que nos asociamos para dar un servicio”, admite Celia. “El cole de Guille existe porque antes unas familias lucharon por él. Estamos aquí por esas familias. Tenemos la responsabilidad de que esos recursos se mantengan y se amplíen, y alcanzar derechos que quedan por conquistar. El asociacionismo es el que fomenta la investigación, localiza a los especialistas y da visibilidad, a costa de mucho tiempo y trabajo de las familias y con cero apoyo institucional. La administración se desentiende porque somos una minoría”.

Como asociación, buscan ayudas económicas y recaudar fondos a través de su web wolfhirschhorn.com. Como padres, Fran y Celia buscan estabilidad laboral. Él, en Ciencias Políticas. Ella, como psicóloga. Piensan poco en su vida. Lejos quedaron las salidas al cine o las cenas. Celia le resta importancia. “Todo es relativo. Depende de con qué lo comparas. Y yo pensaba que se moría. Lo peor fue ver a Guille hospitalizado, lleno de cables, con las crisis, la bronquitis, enganchado a una maquina de respirar, dejarlo en la UCI por la noche, la impotencia de verlo y no poder hacer nada. Se ha perdido muchas cosas, de salir y entrar en la calle, y de estar con su familia. Con gusto me hubiese puesto yo en la cama, en vez de él”.

Nos reímos porque no sabe qué responder cuando le pregunto por su fortaleza. A Celia nunca le tiembla la voz. Resta drama al dolor. Relativiza todos los problemas. “Es que también hubo cosas buenas. Lo mejor es tenerlo. Nos da muchas alegrías. Disfrutamos de él y me ha puesto en el mundo, me cambió la escala de valores.” Y Fran, que no quiere hablar, recalca que el pequeño es “ma-ra-vi-llo-so” y que casi hacen una fiesta cuando empezó “a reír a carcajadas”. Las carcajadas de un hijo.

Esta es la historia de Guille. Lo mejor, es que no tiene la palabra FIN porque se agarra a su vida.

-¿Alguna vez apareció la pregunta de por qué… ‘por qué a mí’?

No. ¿Por qué pasó? Pues porque se fue el cachito del cromosoma 4. Y se asume. Y se mira para adelante. ¿Por qué a mí? Lo pienso ahora que me lo preguntas pero, ¿sabes? No me lo planteo porque tampoco me imagino a Guille de otra manera. Él es así. Sin síndrome… Guille no sería mi Guille.

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