Este artículo se publicó hace 16 años.
La visitación

Ocurrió algo espantoso durante la noche.
Soñé que me despertaba, y que a los pies de la cama había una niña, una criatura pequeña y rubia de aspecto frágil. Estaba sentada en una silla, una de esas sillas de niños, y frente a ella había una mesita baja y una máquina de escribir. La niña escribía, el rostro grave, concentrado en el teclado, enteramente ajena a mi presencia.
Por la mañana, mientras tomaba mi desayuno, el recuerdo del sueño me dio escalofríos. Mi mujer bebía su café de pie mientras recogía platos y cazos, y me miraba de reojo, porque se daba cuenta de que yo estaba ausente, absorto en esa imagen inofensiva y terrible. Pero no dije nada, como si temiese que los pensamientos, al tomar contacto con el aire a través de las palabras, se volviesen ciertos.
Soñar que se despierta de un sueño, esa prueba de la misteriosa doblez de nuestro espíritu, es por sí solo algo que debería infundir temor
Confieso que a la noche siguiente me acosté con algo de inquietud. Pero no soñé nada, ni durante la noche que vino después, ni la otra. Por eso al cabo de unos días me olvidé del sueño.
Entonces volvió a suceder. Me desperté de golpe, sin que nada lo justificase. Soñar que se despierta de un sueño, esa prueba de la misteriosa doblez de nuestro espíritu, es por sí solo algo que debería infundir temor. Pero además estaba ella, con la espalda bien recta, frente a la pequeña mesa, golpeando las teclas con sus finos deditos, los labios fruncidos y la mirada fija en la tarea. Escribe, escribe sin parar, no está copiando un texto, al menos no se ve al lado de la máquina un libro o un cuaderno, escribe algo que brota de ella misma, algo que fluye de prisa y sin pausa, como si sus manos estuviesen animadas por una soberana inspiración u obedecieran al dictado de una voluntad divina. Parece un ángel, un ángel diminuto y sin alas, que escribe a máquina. El óvalo de la cara es tan perfecto que recuerda a una pintura de Boticcelli, y los rizos dorados caen a los lados reflejando la tenue luz de neón que se filtra por las persianas.
Yo estoy sentado en la cama. Junto a mí duerme la mujer que duerme conmigo desde hace varios años, y no sé qué debo hacer. En el silencio sólo se escucha el clic clic de la máquina de escribir. Creo que voy a incorporarme y preguntarle quién es, qué escribe, qué hace aquí, a los pies de mi cama, este súcubo que ha entrado por la puerta de la noche.
Entonces desperté otra vez del sueño en el que despertaba. Iba a hablarle a ella, a la visión, iba a extender mi mano para tocarla, rozarla apenas con la punta de los dedos, pero no pude. El sueño no quiso prolongarse más allá, y se deshizo en la penumbra de la habitación.
Es tan real que necesito aclarar mis ideas. No sueño con otro cuarto, otro espacio, otra cama y otra mujer a mi lado que duerme e ignora lo que está ocurriendo. Sueño exactamente lo que soy y lo que me rodea, todo es igual, la habitación, la ventana, la luz intermitente del cartel de neón en la calle, los muebles, la mujer que duerme siempre conmigo. Lo único que cambia es que está ella, la veo a los pies de mi cama pero ella no me ve a mí, es como una burbuja, como esos pisapapeles que al agitarlos dejan ver un paisaje nevado, un pequeño mundo cautivo en una esfera de cristal.
Todavía no le he contado a nadie mi sueño. Confío en que no vuelva a repetirse, en que se desvanezca como el aire viciado de la habitación cuando abro las ventanas de par en par.
Estoy en el trabajo, rodeado de mis compañeros. Hablan entre ellos, me hablan, les respondo, nadie puede advertir que estoy en otra parte, lejos de todo aquello, estoy completamente solo al borde de un acantilado que da al mar y observo el cielo de acero que está a punto de romper aguas. Al atardecer, vuelvo a casa.
Ahora sé que las pesadillas pueden tener formas inocentes. No hay nada tenebroso en la visión, es tan sólo una niña, una criatura de rostro hermoso que escribe a máquina, ocupada en su labor. Su mirada es limpia y clara, no hay en ella ni una mínima sombra de peligro, no va a atacarme ni a causarme ningún daño, pero a pesar de eso no puedo soportarlo, y me despierto con el corazón desenfrenado de pavor.
Ahora sé también que no existe ningún temor que permanezca invencible. Una noche me acosté con miedo, como tantas otras, porque temía volver a soñar, y eso fue lo que sucedió. Ella estaba de nuevo en la penumbra de la habitación, con su máquina de escribir sobre la mesa, sentada en esa sillita que casi parecía de juguete. Entonces me sobrepuse a todo, me incorporé de un salto y la atrapé con mis manos. No hizo ningún movimiento, no se resistió ni emitió ningún sonido. Abrí la ventana y la arrojé al vacío, y luego hice lo mismo con la mesa, la silla y la máquina de escribir, y por último cerré la ventana, apoyando todo el peso de mi cuerpo sobre el picaporte.
Pero esta última precaución fue innecesaria, porque jamás he vuelto a verla. Sólo me preocupa no poder recordar en qué momento me desperté.
> RELATO: Gustavo Dessal
Gustavo Dessal nació en BuenosAires, en 1952. Ha publicado recientemente la novela ‘Principio de Incertidumbre' (Editorial RBA). El autor utilizasu doble condición de escritor
y psicoanalista para poder dentrarse en lo más profundo de la mente humana.
Diego Bianchi (Bianki), La Plata (Argentina), es diseñador, ilustrador y editor . Publica semanalmente sus ilustraciones en la revista de cultura ‘Ñ' del matutino ‘Clarín' de Buenos Aires.
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