Este artículo se publicó hace 14 años.
Tráfico de órganos en una central nuclear británica
Los cuerpos de los trabajadores de la empresa fueron manipulados para investigar la radiación durante 30 años
Con la misma dedicación que el doctor Frankenstein, los responsables médicos de la central nuclear británica de Sellafield se sirvieron de los órganos de los trabajadores fallecidos para sus investigaciones durante décadas. Lo hicieron violando la ley y sin pedir permiso a sus familiares, como acaba de certificar una comisión de investigación al presentar sus conclusiones.
Órganos y huesos eran extraídos de los cadáveres para ser analizados y descubrir posibles efectos de la radiación. Los restos eran después incinerados. La ceniza era examinada con la intención de hallar restos de plutonio. Los órganos más solicitados eran corazón, hígado, pulmones y lengua.
El jefe del equipo médico de Sellafield, Geoffrey Schofield, contaba con la complicidad del tanatorio del hospital de West Cumberland. Schofield se desplazaba allí y hacía el pedido. A veces, solicitaba que los patólogos extrajeran un hueso del cadáver.
“Chapman (un funcionario del tanatorio) sacaba un hueso después de la autopsia y recomponía la pierna utilizando un palo de escoba”, dice la comisión en su informe. De otra manera, los familiares descubrirían en el funeral que el cuerpo había sido manipulado.
Era una práctica habitual porque Chapman contó que compraba los palos en una tienda y luego pasaba la factura al hospital.
La comisión ha descubierto 65 casos comprobados de este tráfico de órganos en Sellafield entre 1961 y 1992, a los que hay que sumar otros doce ocurridos en otros centros.
El ministro de Energía, Chris Huhne, presentó los resultados en el Parlamento y pidió disculpas a las familias de los trabajadores.
Dado el tiempo transcurrido, no se llevará el caso a los tribunales. Los hechos investigados son constitutivos de delito desde 2004, aunque en los años 60 ya era imprescindible pedir el permiso de la familia para cualquier análisis del cuerpo del difunto.
El doctor Schofield, fallecido en 1985, trabajaba en la más completa impunidad y no precisamente en secreto. Sus jefes sabían lo que hacía y gozaba de la colaboración del hospital.
Hasta los forenses de la provincia le hacían favores. Llegaron a ordenar autopsias en casos de muerte natural sin que estuvieran justificadas. Schofield podía ordenar así que abrieran el cuerpo y le entregaran los órganos.
Los familiares han quedado horrorizados al confirmarse las sospechas que originaron la investigación hace tres años. “Enterramos una carcasa”, dijo el hijo de Stan Higgins, un trabajador de la central que murió con 50 años.
“Después de un accidente en la planta de Sellafield, mi padre fue posiblemente la persona del mundo que más radiación había soportado. Entró en el edificio para ayudar a sacar a los compañeros”, explica ahora el hijo de Higgins.
Al morir, Schofield se ocupó de que le sacaran todos los órganos principales. En el informe de la autopsia, se dijo: “No hay pruebas de que el hombre falleciera a causa de la radiación”.
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