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Chascarrillos y bufonadas con un pie en la cámara de gas

La historiadora Antonella Ottai pone el foco en los comediantes judíos en 'La risa nos hará libres. Cómicos en los campos nazis', un libro que nos habla de cómo siguieron produciendo espectáculos y actuando para sus verdugos en el corazón del abismo.

'La vida es bella'
Un instante en 'La vida es bella'.

Antes de que la risa del criminal de guerra Adolf Eichmann –responsable directo de la llamada Solución final– encarnara su versión más execrable con aquella infausta declaración: «Saltaré a la tumba riéndome, porque el hecho de tener cinco millones de judíos sobre mi conciencia me da una enorme satisfacción», hubo otras muchas risas. Risas desde el corazón del abismo que encontraron en la distancia y la excepcionalidad de la comedia un modo de sobrevivir a la barbarie.

El nutrido panorama teatral y cabaretero berlinés de los años veinte y treinta vio cómo en apenas unos años buena parte de sus más insignes integrantes eran deportados. Como si de una siniestra agencia de viajes se tratara, muchos de ellos fueron embarcados a la fuerza en extenuantes transbordos y destinos intermedios con parada final en Dachau, Treblinka o Auschwitz. Un aciago desfile que investiga en La risa nos hará libres. Cómicos en los campos nazis (Gedisa) la historiadora Antonella Ottai poniendo el foco en los comediantes judíos que, una vez deportados, continuaron produciendo espectáculos y actuando también para sus verdugos.

En algunos campos los artistas siguieron actuando, representando su repertorio con la regularidad propia de una «temporada teatral» metropolitana. Estos campos fueron principalmente Westerbork o Theresienstadt, destinados respectivamente al tránsito y al «asentamiento», aunque puntual y excepcionalmente hubo también actuaciones en los campos de exterminio.

En aquella suerte de resiliencia judía hecha de comedia y risa, triunfó como no podía ser de otra manera el teatro del absurdo y las situaciones kafkianas. Como aquella función representada en el campo de Theresienstadt en la que se abría el telón y se podía ver a tres tipos sentados alrededor de una mesa mirándose en silencio. El tiempo pasa; en vano, el público espera el primer movimiento, cualquier palabra; los tres continúan mirándose fijamente entre sí, inmóviles. Finalmente, el telón se cierra sobre un cuadro desolador, y en la sala el público se ríe.

Sirva esta escena y el beneplácito del público subsecuente para entender hasta qué punto lo cotidiano había superado lo real para ahondar en la nada, en lo inconcebible. Cuando el absurdo es la propia vida de uno, la representación, como la risa, no necesita de razones para estallar. Una risotada inicial que da paso, como un resorte, a una mueca sombría previa a lo imprevisible. El show no necesita ya de intérpretes, porque no necesita de interpretación. El último teatro posible se había consumado en esa tierra de nadie camino de Auschwitz.

Una realidad paralela, demasiado espantosa para ser creída, que el filósofo judío Leo Strauss supo condensar bajo la fórmula del como si, donde "la vida se vive como si fuese vida"; donde "los hombres van corriendo por la calle y, aunque no tienen nada que hacer, se comportan como si lo tuvieran; donde "hay incluso un café como el Café de Europa, donde con el acompañamiento musical la gente se siente como si"; donde "se soporta el propio destino como si no fuera una carga tan pesada, y se habla de un futuro mejor como si ya fuera mañana".

Humor y holocausto

El cine no ha sido ajeno a esta relación simbiótica entre la risa y el luto. Una tradición nacida del desasosiego que ha contado con contribuciones notables como La vita è bella de Roberto Benigni, magistral a la par que controvertida –hubo quien se preguntó si el humor era el vehículo más adecuado para retratar el horror– y que se alzó con el Oscar al mejor filme extranjero con una película que, si bien algunos tildaron de ejercicio de resignación ante la barbarie, también podría ser leída en términos contrapuestos, a saber; como un modo de amar lo dado sublimándolo hasta extraer la belleza que pueda haber en lo más atroz.

Otras aproximaciones han optado por revisitar los símbolos de terror y odio del poder nazi evidenciando a través del absurdo su banalidad inherente. Es el caso, por ejemplo, de la cinta El gran dictador (1940), protagonizada, escrita y dirigida por Charles Chaplin, y Ser o no ser (1942), a cargo de Ernst Lubitsch. Dos abordajes satíricos que atisban la oscuridad del momento, pero que aún no podían medir las hechuras de la hecatombe que se avecinaba. Chaplin dijo más tarde que, de haber sabido la magnitud de los horrores de los campos de concentración nazis en ese momento, no habría hecho la película.

“Si puedes reducir a Hitler a algo que provoca la risa, tú ganas, dijo Mel Brooks, autor de la exitosa sátira sobre el nazismo Los productores (1968). Otra vuelta de tuerca en esa ardua y necesaria empresa que consistente en denunciar el horror a través de la comedia. Una tradición –siempre al filo de lo hiriente– que ahora, con el resurgimiento de la extrema derecha y la dictadura de lo políticamente correcto, no pasa por su mejor momento. El reciente estreno de Jojo Rabbit, del director neozelandés Taika Waititi, es el último capítulo –y quizá uno de los más inocuos– de una historia que lucha contra la intolerancia y el autoritarismo echando mano del ingenio.

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