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El marinero que se enfrentó a los narcos y a su destino

Montero Glez ambienta su nueva novela, 'Carne de sirena', en la Galicia del narcotráfico.

El escritor Montero Glez, autor de la novela 'Carne de sirena'.
El escritor Montero Glez, autor de la novela 'Carne de sirena'. Gonzalo Höhr / Temas de Hoy

Montero Glez (Madrid, 1965) regresa a la superficie. Allí habita Andrés Bouza, un marinero bronco y duro que sale a la mar, tiene un encontronazo con unos narcos y termina en una posada habitada por unos seres esperpénticos. Sin embargo, este aparente argumento de Carne de sirena (Temas de Hoy), su primera novela en seis años, se queda en la línea de flotación. "En realidad, la historia que subyace es la del ser humano cuando se enfrenta a su propio destino", advierte el escritor.

El narco es una excusa. La novela sabe a piratería. El regusto es romántico, de terror. Y huele a mar batido de la Costa da Morte, territorio mágico e Ítaca del protagonista. Sorprende, de alguna manera, el marco elegido por Montero Glez, madrileño con alma del sur, embarrancado en la costa gaditana desde hace décadas. Porque, hasta ahora, se había movido en los márgenes de la capital y de su tierra de adopción.

Él, sin embargo, no le concede importancia: "El escenario da igual. Uno escribe sobre un conflicto entre personajes que puede desarrollarse aquí o más allá". Pero la elección tiene sus razones. En 2015, tras la lectura de Fariña, de Nacho Carretero, desempolva unos viejos cuadernos donde años atrás había anotado algunas ideas inspiradas en los ambientes de Galicia, donde "las distancias están envueltas en la niebla", "un escenario muy novelesco", "una nebulosa gótica".

"Andrés Bouza no puede ser de otro sitio que de Galicia. Igual que el Chuqueli de Talco y bronce tiene que ser de Bilbao; el Charolito de Sed de champán, de Madrid; y el Roque de Manteca colorá, de Conil de la Frontera. Y es así porque no pueden ser de otros sitios", razona Montero Glez, quien a veces habla como escribe. Quizás con menos artificio, no tan manierista, pero igual de metafórico. Así, recuerda que, cuando su padre estaba ingresado en un hospital madrileño, solo pensaba en llegar a tiempo de ponerle una moneda bajo la lengua para que pudiese pagar el viaje al barquero Caronte.

Su fallecimiento lo sumió en una parálisis. Luego, fue motor. Y, uno tras otro, empezaron a sucederse los borradores de la novela. "Escribir durante su agonía fue un exorcismo. Y, cuando estaba a punto de terminar el texto definitivo, llegó la pandemia. Un trauma colectivo que, cuando se pone en contacto con nuestros traumas individuales, sigue los pasos de una danza macabra —como escribió Stephen King—, que es la literatura de terror".

El coronavirus postergó la publicación de Carne de sirena, pero a cambio la volvió más tétrica. Cargó las tintas —negras— en el último borrador, consciente del poder curativo del miedo. Pensó en el auge del cine de terror, véanse Drácula y Frankenstein, tras la crisis de 1929. E invocó a Poe y a Lovecraft. "Eso la hizo más tenebrosa y oscura, cercana al género gótico". Ya no era una novela sobre narcotraficantes: los narcos eran simplemente el paisaje —porque el paisaje, la Costa da Morte, más que fondo, es personaje—.

"El inconsciente busca sanarse con la literatura de terror", insiste Montero Glez, quien también ha bogado hacia la novela de piratas. Ahí está la posada, que lo lleva a las descritas por Daphne du Maurier o Pierre Mac Orlan, porque el escritor madrileño se siente más fascinado por los espacios de tierra firme que por los de alta mar. "Quise llevar esa atmósfera asfixiante al papel", explica. El resultado, una historia fantasmal.

Hace tres años que no sube a Madrid. Montero Glez concede, desde un pueblo de Cádiz, entrevistas con cuentagotas, aunque es un agua que no cesa, como la que moja una estalactita. La prensa le pregunta por Carne de sirena, pero también por Sed de champán, escrita hace 23 años y reeditada ahora por quinta vez. No le importa volver la vista atrás, saltándose novelas, relatos, ensayos, recopilaciones de artículos y un puñado de premios. "Mis libros son de largo recorrido", responde al teléfono fijo. "Yo soy un clásico". Un autor, añade, atemporal. "El tiempo es el juez y ha dicho que Sed de champán se quede ahí".

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