Este artículo se publicó hace 4 años.
Pateos literarios para transeúntes enmascarados
El paseo o caminata se ha convertido en parte central de nuestras desconfinadas vidas. Un atisbo de libertad que algunos autores han sabido convertir en literatura. De esos andares azarosos surgieron libros memorables.
Madrid-
Dijo en su día el poeta que "las ciudades son como libros que se leen con los pies". Desconocemos qué novela le ha tocado a usted, esperemos que sea de su agrado y que, en este desfase progresivo que habitamos, disfrute de sus renglones a buen ritmo, sin agobios. A muchos el desconfinamiento les habrá devuelto a las calles como a uno de esos toretes que clavan la pezuña en tierra antes de embestir. Conviene relajar, dejarse llevar sin rumbo por los caminos, entregarse a lo de la psicomotricidad como si fuera la primera vez.
Desde que uno en su más tierna infancia tiene a bien dejar de gatear cual chimpancé y se entrega de por vida –con quizá alguna que otra recaída etílica– al bipedismo, apenas intuye que con un gesto tan aparentemente prosaico como el de caminar está descubriendo el placer más barato que existe –también aquí introduzcan la salvedad que, a buen seguro, ya barruntan–. Los autores que les presentamos hicieron del caminar un arte, y en ese deambular creativo nos dejaron algunos libros que, pasado el tiempo, siguen interpelando a los caminantes contemporáneos.
En El paseo un poeta sale a pasear y ante su mirada se alternan la belleza de la vida y el absurdo de las convenciones de la sociedad, el sonido de una voz que canta y el espectáculo del gran teatro del mundo. La prosa itinerante de Robert Walser sólo pudo pasear entre los años 1904 y 1925, antes de sucumbir a una enfermedad mental de origen hereditario. Nos dejó, eso sí, un buen puñado de personajes e historias vistos a través de una mirada delicada e irónica. Este paseo es en realidad una metáfora de la vida, en su deambular nos topamos con el entusiasmo, pero también con la melancolía y la tristeza. Un camino de ida que se sabe finito y que el protagonista encara consciente de que no queda otra que seguir. Si usted es de los que tuvo a bien apearse del camino y animar a los viandantes desde la barrera, este libro es probable que se le atragante.
El aldeano de París (1926) está considerada la primera novela surrealista con permiso de Nadja, intento bretonesco dos años posterior. Lo que hace Louis Aragon con este libro es, en esencia, entregarse al dictado de los sentidos mientras se da un paseo por la ciudad. Escaparates, pasajes, parques y transeúntes son aquí escrutados desde lo puramente intuitivo, dejando a un lado el animoso y siempre dispuesto juicio del hombre moderno. "Esta manía controladora hace que los hombres prefieran la imaginación de la razón a la imaginación de los sentidos", censura el autor en sus páginas. En ese deambular sin principio ni fin, sin nudo ni desenlace que valga, Aragon erige un reproche a la Modernidad desde la Modernidad. Citando al propio autor en un pasaje del libro que uno no puede más que imaginar dramatizado con aspavientos: "Ya no quiero resistirme a los errores de mis dedos, a los errores de mis ojos. Ahora sé que estos errores no sólo son burdas trampas, sino también insólitos caminos hacia un destino que nada, salvo ellos, me pueden revelar".
Iain Sinclair lleva cuatro décadas pateando Londres (autovías incluidas). Su obra, casi inédita en castellano, no solo se ciñe a la narrativa –el galés también se ha prodigado en el cine, el ensayo y la poesía–, y va camino de convertirse en un constructo urbano-mitológico sobre la ciudad de Londres, una suerte de tratado topográfico delirante que rezuma bilis contra los políticos de turno y sus distópicos proyectos urbanísticos. Quizá una de las primeras piezas claves de ese imaginario sinclairiano sea La ciudad de las desapariciones, que editó en castellano hace cinco años Alpha Decay, y que nos presenta un cuadro viviente sobre la intensidad de la vida y la cultura a lo largo de dos siglos del barrio de Hackney, nordeste de la ciudad. No esperen aquí plácidas postales urbanas, Sinclair se bate en duelo frente a los Grandes Proyectos institucionales que arrasan con la historia de la ciudad, les hace frente con esa otra historia que, por lo que fuere, no cumplió con los requerimientos de la cultura oficial.
Hay paseos que dan para mucho. En Glosa, publicada originariamente en 1988, el escritor santafesino Juan José Saer reconstruye a través de una caminata entre dos amigos, Leto y el Matemático, una fiesta a la que no acudió ninguno de los dos ha asistido, pero de la que han escuchado distintas versiones, todas enigmáticas y un poco delirantes, que son revisadas, vueltas a contar y discutidas. Esquinas, pasos de cebra, comercios, semáforos, la vida en la ciudad bulle mientras ellos mantienen una larga conversación en la que tratan de desentrañar lo sucedido. Un ejercicio de precisión literaria que evidencia la imposibilidad de restaurar un relato. ¿Cómo narrar? ¿Cómo y qué narrar en una historia pasada? ¿Cómo contar la violencia, la locura, el exilio, la muerte? Un viaje irónico y sentimental, los núcleos básicos del mundo narrativo de Juan José Saer (1937 - 2005).
La escritora y profesora neoyorquina Lauren Elkin plantea en Flâneuse (Malpaso, 2017) un ensayo reivindicativo que reclama para las mujeres el derecho a pasear por la ciudad. Hace un recorrido literal y metafórico de las ciudades en las que ha vivido y, a través de sus paseos, nos descubre una nueva mirada reivindicando la experiencia singular de pasear siendo mujer. Parte del detalle más nimio a la observación más amplia, toma notas de su propia experiencia y las entrelaza con las de otras artistas, escritoras, cineastas y periodistas a las que admira y cuyas miradas han formado y transformado a la propia autora. Porque el paseo no entiende de géneros y porque, mientras ellos siempre tuvieron el privilegio de deambular a sus anchas por el espacio público, ellas tienen todavía que conquistar cada calle de cada ciudad.
Fisiología del flanêur, publicado en 1841, representa uno de los intentos más precoces de fijar su arquetipo. Louis Huart relata con gran sentido del humor quién era y cómo vivía ese hombre a quien Balzac definió como el único "verdaderamente feliz en París".
Buenas piernas, oído fino y vista aguda son sus cualidades, pero quizá el flanêur hoy represente algo más: un peculiar ejemplo de solitaria felicidad. Un tipo que vaga de forma azarosa por la metrópoli dejándose engatusar por cuanto encuentra a su paso. Quizá usted también lo sea, sólo tiene que preguntarse dónde se dirige. Si no tiene rumbo fijo, si lo que le mueve es la mera contemplación de un perrete olisqueando ojete ajeno, una trifulca callejera o el reflejo del atardecer en el cristal de la peluquería, quizá sea usted un flâneur. Si todavía no lo ha entendido, el bueno de Louis Huart se lo explica para dummies: «El verdadero flâneur camina en un sentido hasta que un coche que pasa delante de él, un apuro cualquiera, un escaparate que hace esquina, un empujón o un codazo le invitan a tomar otra dirección. De accidente en accidente, de empujón en empujón, el flâneur va, viene, vuelve otra vez y puede acabar encontrándose o muy cerca o muy lejos de su casa, según los designios del azar.» Pues eso, apague el localizador y láncese a los caminos.
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