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La última derrota de la moral victoriana

Hace 50 años, un jurado autorizó la publicación en Gran Bretaña de 'El amante de Lady Chatterley'

IÑIGO SÁENZ DE UGARTE

Los nueve hombres y tres mujeres del jurado no tardaron más de tres horas en decidir su veredicto. El juicio de la Corona contra Penguin concluyó con la victoria de la editorial. 'El amante de Lady Chatterley' no era una obra obscena, según los términos expresados por la ley, y podía venderse en Gran Bretaña 32 años después de su primera publicación en Florencia.

No fue un desenlace inesperado. Penguin tenía preparados 200.000 ejemplares, que se vendieron casi de forma instantánea. Hace 50 años, la puritana moral victoriana tuvo que aceptar la última de sus derrotas. La novela de D.H. Lawrence dejó de circular en forma de miles de copias piratas que se leían de forma discreta en el hogar.

La historia de los amores de una aristócrata con el jardinero de su mansión desafiaba la moral establecida de un país conservador, aunque la intención de su autor nunca fue la de escribir una obra pornográfica.

Varios escritores declararon en el juicio a su favor y otros dejaron clara su postura. “Me parece absurdo que esta novela haya sido clasificada como obscena. Diría que la intención de Lawrence era tratar el aspecto sexual de una historia de amor de una forma adulta”, dijo Graham Greene en una carta enviada a los abogados de la defensa.

Para Aldous Huxley, era 'el colmo del absurdo' que se prohibiera una “obra de arte seria y hermosa”.  Entre los escritores conocidos, sólo Evelyn Waugh, autor de 'Retorno a Brideshead', apoyó la censura con el argumento de que era una novela de 'escasas dotes literarias'.

El juicio había sido posible por la aprobación un año antes de la Ley de Publicaciones Obscenas. La reforma abría la puerta al hacer una excepción con aquellas obras que tuvieran mérito literario.

Los censores tendrían por tanto la obligación de convertirse en críticos literarios, una situación ridícula que permitía a Penguin recurrir a los tribunales.

El fiscal no lo tenía fácil y él mismo cavó su propia tumba con un alegato propio de décadas anteriores. “¿Aprobarían que sus jóvenes hijos o hijas leyeran este libro? ¿Les gustaría que su mujer o sus criados lo leyeran?”, preguntó al jurado Mervyn Griffith-Jones.

En 1960, pocos tenían ya criados a menos que fueran aristócratas millonarios, entre los que no había muchos en el jurado.

Tras el veredicto, la mayor librería de Londres vendió los 300 ejemplares que tenía en 15 minutos. Si bien algunos quemaron la novela en Edimburgo poco después, se vendieron tres millones de ejemplares en los primeros tres meses.

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