El reloj de un deportado y las tejedoras de memoria

Como supongo que habrá ocurrido con muchos bisnietos y bisnietas, siempre existió una noción superficial y casi implícita de que...

Santi Gimeno32 años

Como supongo que habrá ocurrido con muchos bisnietos y bisnietas, siempre existió una noción superficial y casi implícita de que alguien había sido represaliado, pero nunca hubo una conversación pausada y consciente sobre los detalles. Consecuencias del miedo, el silencio y el olvido en nuestro país. Hace algo más de tres años descubrí en un acto sobre deportados españoles a campos nazis la historia de Cayo Pelegay Villoque (Boquiñeni, Zaragoza, 1898), hermano de mi bisabuelo. La mayoría de mi familia sólo recordaba que había huido a Francia durante la Guerra Civil, pero no se conocía su final. Y eso que sólo había que buscar su nombre en internet, donde aparece en varias webs francesas, alemanas y también españolas. Cayo fue detenido en un pueblo al norte de París en junio de 1944, y enviado al campo de concentración de Neuengamme. Después sería trasladado al campo de Bremen-Farge, donde moriría en febrero de 1945 como consecuencia de los trabajos forzados en el búnker Valentín. No tuvo descendencia.

Este verano he visitado esos lugares, y además he tenido la suerte de recuperar el reloj de pulsera que tuvo que entregar a las SS durante su deportación. Este objeto pertenecía al archivo del International Center On Nazi Persecution (los llamados Arolsen Archives), una institución que trabaja desde Alemania para devolver a las familias alrededor de 3.200 pertenencias milagrosamente conservadas. Un viaje lleno de momentos intensos, en el que he podido comprobar cómo en la sociedad alemana todavía existen muchos tabúes, resistencias y debates acerca de su pasado. Allí me contaron que los institutos de secundaria siempre visitan este tipo de memoriales, que muchas veces reproducen barracones y estancias en las que se respira el horror de aquel infierno. Cuando algún adolescente se marea o vomita por la experiencia, le acompañan fuera durante cinco minutos. Tan pronto como se recupera, le vuelven a meter dentro para que termine de escuchar la visita guiada. Es extraño aquel equilibrio entre el sentido de la responsabilidad y el trauma todavía no superado. En cualquier caso, con sus matices, es una realidad de la que aprender si el Estado español quisiera abordar de manera rigurosa un proceso de verdad, justicia y reparación.

Encarna Almau y Santiago Pelegay (abuelos del autor) durante la Guerra Civil.- ARCHIVO FAMILIAR
Encarna Almau y Santiago Pelegay (abuelos del autor) durante la Guerra Civil.- ARCHIVO FAMILIAR

Durante esta búsqueda, la historia de Cayo me llevó a la de su hermano Marcial, alcalde socialista de Boquiñeni de 1931 a 1933, asesinado el 1 de agosto de 1936. Y a la de mi propio bisabuelo, Miguel, fusilado junto a otra veintena de republicanos del pueblo el 20 de agosto de ese mismo año. Cayo, que era militante de la UGT, escapó unos días antes temiendo represalias similares. Para alguien nacido a finales de los ochenta, resulta sorprendente la cantidad de detalles que se pueden conocer sobre estos acontecimientos. Ha sido posible con el apoyo de bibliografía y archivos, pero también de los testimonios de las personas más ancianas de mi pueblo que amablemente respondieron a mis preguntas. Y, sobre todo, gracias a la voluntad de las mujeres que sobrevivieron a las peores humillaciones, sacaron adelante a familias extensas, y, además, tejieron memoria. Las que quedaron viudas ya fallecieron, pero sus hijas y nietas han seguido cuidando del recuerdo de sus seres queridos para que las nuevas generaciones seamos conscientes de nuestro pasado, sepamos interpretar el presente y construyamos un futuro mejor. De momento, mi sobrina de seis años escucha con los ojos bien abiertos todo lo que hemos descubierto, mientras sostiene el reloj de Cayo entre sus manos.

Así, hemos sabido de la historia de mi tatarabuela Gregoria Villoque, que entre sollozos y completamente ciega aún se agarró a la vida hasta finales de los años 30. De los 11 hijos a los que parió, a la mitad se los había llevado la pobreza o la guerra. También me han contado sobre mi bisabuela Engracia Adiego, que sufrió la desaparición forzada de su marido y la humillación de la Comisión Provincial de Incautaciones por responsabilidades políticas. Algunos de esos expedientes están disponibles online en un archivo del Gobierno de Aragón. Estos procedimientos judiciales venían a complementar de manera oficial el saqueo de animales, alimentos y maquinaria agraria que sufrieron las familias republicanas.

Una dimensión más de la violencia, en muchos casos sexual, a la que hicieron frente las mujeres. Es espeluznante leer las decenas de folios y declaraciones, y su lenguaje supuestamente legal. Las viudas, totalmente sometidas, tenían que firmar escritos en los que suplicaban más tiempo para poder reunir las 200 o 300 pesetas a las que habían sido condenados sus maridos “como consecuencia de su oposición al triunfo del Movimiento Nacional”. Por si fuera poco, mi bisabuela tuvo que enviar a sus hijos Antonio y Santiago a luchar en el bando franquista. Una decisión difícil que les marcó para siempre, pero que les salvó la vida. Una estrategia para sacar adelante a su descendencia sin la que yo no hubiera llegado al mundo.

Al padre de Pluvia Coscolla, Benito Coscolla, lo fusilaron junto a mi bisabuelo. Esta valiente octogenaria me ha regalado todos los hilos de los que tirar para hilvanar esta búsqueda. En mi última visita le mostré el reloj de Cayo y nos pegamos un buen rato llorando, mano a mano. Precisamente el reloj de su padre también lo conservan porque él se lo entregó a su madre al ser detenido. “Allí donde me llevan no me hará falta”, le dijo. Hace un tiempo, Pluvia me narró cómo fue la exhumación de la fosa común de nuestros familiares, situada en el municipio de Mallén, a unos 20 kilómetros. En 1982, cuando nadie se atrevía a hablar del pasado y no se aplicaba la antropología forense, varias familias tuvieron la rasmia de excavar con sus propias manos la tierra donde se encontraban. No esperaron a ninguna resolución judicial. “Si no hicieron falta papeles para enterrarlos, tampoco serán necesarios para desenterrarlos”.

Los pocos restos que hallaron entre la cal viva los llevaron al cementerio de su pueblo natal, levantando una lápida por la libertad, la justicia y la democracia. Y ese mismo memorial me ha llevado a la prima de mi madre, María Antonia Pelegay. Todos los años se preocupa por limpiarlo y perfilar con pintura blanca los nombres y edades de la veintena de hombres asesinados. Ella pertenece a una generación que nació y creció durante el franquismo, obligada al silencio y al olvido. Aun así, ha mantenido viva la llama del recuerdo, defendiendo la verdad y la reparación. Además de a su abuelo paterno Miguel, también perdió a Ignacio Benedí, el padre de su madre. Ambos eran socios agrícolas, y habían conseguido ahorrar para una moderna trilladora. También fueron elegidos concejales por Izquierda Republicana en febrero de 1936, pero dicen que fue la envidia y no la política lo que los llevó a la tumba.

Como estos he conocido mil retales de memoria protagonizados por mujeres. Qué curioso fue descubrir un listado de militantes de la UGT del pueblo de 1933. Había nombres de decenas de chicas, incluida mi abuela, a las que hoy nadie imagina implicadas en política por cómo fueron su madurez y vejez. Cuánto nos hemos perdido al negarles el protagonismo que tuvieron, cuidadoras de la vida, pero también luchadoras por la libertad y la igualdad. A pesar de todas las humillaciones, nadie pudo arrebatarles ni un milímetro de dignidad.

Los procesos de Memoria Histórica están llenos de grandes desafíos como la exhumación del dictador o la Ley de Amnistía. Es importante abordarlos, sin duda, pero qué potente es acercarse a lo más local, a lo más íntimo. Si tienen cerca a una de estas mujeres, reserven una tarde y presten atención. En sus testimonios no encontrarán odio ni rencor, solamente el deseo de que se sepa y se recuerde lo que ocurrió.

Tarjeta de prisionero de Cayo Pelegay Villoque en un campo nazi./ AROLSEN ARCHIVES
Tarjeta de prisionero de Cayo Pelegay Villoque en un campo nazi./ AROLSEN ARCHIVES