Una ZBE insuficiente, mal planteada, pero bienvenida

"Hará falta mucho más para llegar a una situación aceptable. Empezando por una Administración más autoexigente y una ciudadanía que entienda que ello implicará renuncias en nuestro día a día"

El 1 de enero se estrenó en Barcelona la Zona de Bajas Emisiones (ZBE) con el objetivo de mejorar la calidad del aire. Hay que celebrar la iniciativa teniendo en cuenta que hace más de 20 años que la ciudad supera los límites de contaminación atmosférica que recomienda la Organización Mundial de la Salud y que la Unión Europea ha amenazado reiteradamente con aplicar multas millonarias por este motivo. Si la medida ha tardado tanto en llegar no ha sido por ninguna dificultad técnica o porque el establishment político no fuese consciente de la gravedad del problema. Desde que Londres creó en 2003 un peaje urbano, aquí se debate sobre la posible implementación de una medida similar. El motivo del retraso es que los distintos gobiernos han temido la reacción ciudadana: no es lo mismo pedir medidas contra la contaminación que estar dispuesto a hacer sacrificios o cambiar rutinas para lograr un aire más limpio. Por eso es de aplaudir que las instituciones hayan decidido por fin ponerse manos a la obra.

El proyecto, sin embargo, nace con muchas carencias. Por un lado, y más allá de la amenaza de sanciones, las Administraciones deberían ofrecer alternativas e incentivos potentes a la ciudadanía para el cambio de hábitos. En este campo, la lista de incumplimientos es larga. El transporte público para los desplazamientos internos de Barcelona es de gran calidad, pero no se puede decir lo mismo del transporte interurbano. Si se quiere que los ciudadanos abandonen el coche en favor del transporte público, este debe ser capaz de absorber el incremento de la demanda resultante. El caso de Rodalies es flagrante, dada la crónica falta de inversiones por parte del Estado. En el caso de Ferrocarrils de la Generalitat, la ampliación de las líneas de Sabadell y Terrassa, la compra de convoyes y las obras previstas de interconexión entre Plaça Espanya y Gràcia suponen una gran mejora en las conexiones con parte del Vallès, pero no dan respuesta a las necesidades de los ciudadanos del Maresme o el delta del Llobregat.

No todas las inversiones requeridas son inasumibles: la creación de grandes parkings en la periferia, en los que los ciudadanos aparcarían el vehículo privado y seguirían en transporte público –park & ride–, hace años que se plantea, con pocas concreciones.

Otro aspecto a destacar es que la medida está pensada desde la óptica de confrontar vehículo privado y transporte público. Es muy necesario reducir la cantidad de vehículos que circulan –y ocupan espacio– en la ciudad, pero plantear la mejora de la calidad del aire solo desde esta óptica es muy limitado. Debemos recordar que el agente contaminante no es el vehículo, sino el motor de combustión.

Sorprende que en Barcelona no se planteen medidas contundentes de promoción del vehículo eléctrico. En pleno conflicto del taxi por la competencia de las VTC, la Generalitat pudo haber planteado al sector la necesidad de renovar y modernizar la flota para aumentar el porcentaje de vehículos eléctricos. De forma similar, las flotas de reparto de mercancías y paquetería son una parte no pequeña del problema: con el auge del comercio electrónico, el número de vehículos que circulan con este fin se ha disparado. Es justo exigir a las empresas distribuidoras que hagan un esfuerzo contundente para limitar los efectos contaminantes de sus flotas.

Vehículos eléctricos para la Administración

La Administración utiliza cientos de vehículos de combustión. El caso de los autobuses es el más significativo. No solo los de TMB, sino también los interurbanos, escolares, turísticos... Como son vehículos pesados ​y de uso intensivo, un número pequeño de vehículos es responsable de un porcentaje relativamente elevado de emisiones. Múltiples gobiernos regionales y locales en Europa y Asia han empezado a hacer grandes inversiones para adquirir vehículos eléctricos. La inversión es significativa, pero es una medida muy efectiva en cuanto a la calidad del aire. Se podría, al menos, establecer la obligación de que un porcentaje de las compras de nuevos vehículos fueran de vehículos eléctricos. Y fijar por ley la obligación de que todas las nuevas plazas de aparcamiento estén ya preparadas para la recarga de baterías eléctricas.

Otra carencia de la ZBE es que es poco ambiciosa dada la gravedad de la situación. Es comprensible que la normativa plantee numerosas excepciones a fin de no perjudicar a ciudadanos vulnerables, como los que tienen movilidad reducida o ingresos más bajos, pero esto no deja de implicar que su eficacia se reduzca. Más incomprensible es que las restricciones no afecten a vehículos como las grúas, o que solo se apliquen los días laborables de 7.00 a 20.00 horas, como si las colas de coches que vuelven a Barcelona cada domingo por la tarde no contaminaran. Se puede sospechar que el motivo es que, en este último caso, se trata de ciudadanos que en las elecciones municipales votan en la capital, mientras que los que entran y salen los días laborables residen –y votan– en otras ciudades.

Solo partiendo de un optimismo voluntarista es posible creer que esta medida reducirá de forma suficiente los niveles de contaminación. Bienvenida sea la ZBE por la mejora que supondrá, pero seamos conscientes de que hará falta mucho más para llegar a una situación aceptable, tanto a nivel de calidad del aire como en la lucha contra la crisis climática. Empezando por una Administración mucho más autoexigente y continuando por una ciudadanía que entienda que ello implicará renuncias en nuestro día a día.