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crónicas desde una cárcel kurdo-iraquí

El imán del ISIS que leía a Milan Kundera

Así es la vida de los presos del Daesh encarcelados como Imad –un mulá del Daesh– en el Kurdistán de los Barzani y así son cazados como alimañas y confinados sin pruebas junto a ellos decenas de árabes inocentes por la dictadura de Erbil.

Imagen de una cárcel iraquí con presos del Daesh. Está mucho menos saturada que las de los Barzani, en Erbil. HUMAN RIGHTS WATCH
Imagen de una cárcel iraquí con presos del Daesh. Está mucho menos saturada que las de los Barzani, en Erbil. HUMAN RIGHTS WATCH

En la celda número 4 del centro de detención kurdo-iraquí de la Asayish Gisti, en Erbil, había una única novela y era propiedad de un clérigo del Daesh. Todo lo que el imán Imad sabía sobre Goethe se lo debía a esa edición británica del Inmortalidad de Milan Kundera. Irónicamente, se la regaló un recluso americano al que los matones de la familia Barzani encerraron, como a tantos otros, cuando regresaba de combatir en Rojava contra los hermanos de armas islamistas del mulá. Imad alternaba su lectura con la del Sagrado Corán. Debe ser una experiencia abrumadora imaginar a Bettina Von Armin coqueteando con el autor de Fausto entre las páginas de esa novela de Kundera mientras agonizas en uno de los peores presidios del planeta.

Nunca, que se sepa, mató el imán Imad a nadie. Al menos, con sus propias manos. A juzgar por sus palabras, lo suyo era arengar desde su mezquita del distrito iraquí de Tel Afar a otros piadosos musulmanes con soflamas incendiarias donde descargaba su odio contra sus compatriotas chíitas: "¿Perdonar a esas criaturas del infierno? Nunca", repetía a menudo en la prisión, sin cuidarse de que le oyeran un par de internos chabaquíes de la rama chiíta junto a los que dormía. En la celda había también media docena de traficantes persas de heroína. Pero "las criaturas del infierno" preferían no darse por aludidas.

Antes muerto

"Antes muerto que estrechar la mano de una de esas bestias chiítas

"Antes muerto que estrechar la mano de una de esas bestias chiítas. Son peores que animales; unos perros rabiosos e indignos de sus vidas", aseguraba Imad. Era su letanía. Pero lo verdaderamente singular es que lo decía con parsimonia, a menudo sonriendo y con el tono que alguien utilizaría para comentar las trivialidades del almuerzo, si en verdad se almorzara en el presidio, lo que, de alguna forma, insuflaba a sus palabras una carga más creíble de amenaza: la que produce un odio tan enquistado en las tripas que ya no precisa de aspavientos. Imad era lo contrario de esos yihadistas de ojos fieros del Asia central que encarnan el cliché del asesino islamista. Nunca empuñó las armas. Era la cara amable de la bestia que se extendió como un engrudo negro desde Raqqa hasta Mosul.

Pese a que no se le imputaban muertes directas, el mulá árabe era más odiado que los mercenarios con crímenes de sangre por los presos comunes y por los guerrilleros kurdos confinados junto a él en la cárcel, que gobiernan con mano de hierro el primer ministro kurdo Masrour Barzani y su lugarteniente Ismat Argoushi. Al menos en dos ocasiones, le molieron a palos los internos kurdos en el baño y le dejaron tirado junto a un inodoro, dando zarpazos sobre los orines. "Se lo buscó por abofetear a uno de los presos que se ocupan de la seguridad interna del presidio", adujeron. Pero no era cierto. Se lo buscó porque su apariencia inocua contradecía los estereotipos de los yihadistas implacables y crispados. De algún modo, les resultaba irritante que los malos no parezcan malos. Imad es alto y tiene un rostro muy redondo y caucásico; pelo cano y muy corto, fenotipo de mediterráneo, unos andares desgarbados y una sonrisa algo impostada. Imad es el vecino de tercero o el frutero de la esquina al que pedirías que pasara por el colegio a recoger a tu hija.

Menuda olla a presión la de las cárceles de los Barzani. El agua y el aceite. Los kafires socialistas kurdos del PKK y las YPG aplastados, a su pesar, contra algunos notorios sociópatas árabes sunníes del Daesh. Islamofascistas consumados junto a los milicianos de las unidades que les combatían en Siria, Irak y el Kurdistán. Por la noche se les obliga a yacer amordazados unos contra otros, de costado y de frente, pene contra pene, en posición inversa a la de la cucharita.

Para evitar las erecciones, los carceleros de Barzani administran un ungüento conocido como 'cafur'

Para evitar las erecciones, los carceleros de Barzani administran un ungüento conocido como cafur. Tiene un sabor inconfundible que no logra disimular ni el té ni el azúcar. Es la némesis del Viagra. Lo administran, obviamente, para evitar situaciones embarazosas. Las refriegas son comunes cada vez que apagan las luces de la celda. Es un sonido distintivo el del impacto de los rodillazos contra el tórax que se propinan a hurtadillas los reclusos para pelear por el espacio y liberar la bilis que produce sentirse estrangulado entre tus enemigos. O peor todavía que eso, abrazado a tu pesar por las zarpas afiladas de los osos a quienes deberías odiar.

Dudas insidiosas como prueba

Deliberadamente, los Barzani han concebido cien maneras de torturar a sus reclusos. Diferentes penas y a veces, diferentes modos de ser inocente, pero idénticos martirios. Es el igualitarismo de la antesala del patíbulo. "Al menos la mitad de mis supuestos compañeros del ISIS no tuvieron jamás nada que ver con el Estado Islámico", decía a menudo Imad. Y era cierto. Todo el mundo lo sabía allí. Hay varios informes de Human Rights Watch que acreditan la brutalidad con el que los árabes fueron tratados eventualmente en el nombre de la lucha contra la insurgencia yihadista, tanto por los peshmerga como por la Asayish, la Seguridad de la dictadura tribal de los Barzani. Hay una caza de brujas indiscriminada, respaldada tan solo por dudas insidiosas y por su propia inquina. Es todo cuanto necesitan para torturar a alguien.

Con Imad llegó a coincidir en esa celda un médico sexagenario de Mosul al que arrestó en el aeropuerto la policía del KRG -Gobierno Regional del Kurdistán- cuando se disponía a abordar un avión para ir a pasar sus vacaciones a Turquía en compañía de su familia. Su nombre coincidía con el de un asesino del califato. Se llamaba Mohammed, exactamente igual que el terrorista y varios millones más de árabes. Son los Juan Pérez de Oriente Medio.

Mezquita en Raqqa. FERRAN BARBER.
Mezquita en Raqqa. FERRAN BARBER.

Era tan inocente como un niño, pero los gorilas de Argoushi lo torturaron durante casi dos semanas para cerciorarse de que, en efecto, era el doctor inofensivo que parecía ser y que, en efecto, era. Ese es el, por así decirlo, juicio de Dios del inquisitorial orden penitenciario del Kurdistán. Tíralas al lago con un yunque amarrado a los tobillos y si no flotan, no son brujas. O algo así. Sistema judicial no existe porque todas las decisiones son arbitrariamente adoptadas por el conglomerado mafioso que gobierna ese pedazo del territorio autónomo kurdo-iraquí con capital en Erbil.

¿Inocente de qué?

Nadie es inocente en la Asayish Gisti salvo que se demuestre lo contrario. "Tú ya sabes lo que has hecho", repiten los carceleros a los recién llegados, convirtiendo de ese modo la sospecha en condena, y la condena, en un rompecabezas indescifrable para el reo. Al menos la mitad de los internos pasan meses, si no años, intentando averiguar por qué están en la cárcel o qué pena pesa sobre ellos.

"A mis hijos los crió una cristiana de Karakosh a la que aún vamos a visitar todos los meses", nos dijo en su tercer día de encierro el médico de Mosul. "Preferiría estar muerto antes que seguir aquí un mes más". Cuando le liberaron era ya otro hombre. Todo el mundo cambia. Si no es así, no eres humano.

"Ojalá nos llevaran a Guantánamo"

Aquel penal es tan inhabitable que los yihadistas que lo ocupan sueñan con Abu Ghraib. "Ojalá nos llevaran a Guantánamo", solía decir el imán Imad. "Al menos allí pueden jugar a voleibol y tienen una cama con vistas al océano". La absoluta falta de espacio –junto a la privación de oxígeno, comida y agua y el calor sofocante– puede llegar a ser tan agobiante que algunos internos comienzan a fantasear con golpear a un guarda para ser arrojados a una celda de aíslamiento y de ese modo ser capaces de estirar las piernas. Así rompe la psique la inmovilización del cuerpo.

A un muchacho árabe al que acusaron de pertenecer al Daesh tras regresar de Ucrania con su padre -con quien compartía celda- lo arrojaron como un saco en uno de esos agujeros. Hasta la celda 4 alcanzaban sus gritos cuando le propinaban las palizas. Todos los presos kurdos daban por cierto que esos dos sunníes iraquíes -el muchacho y su padre- no habían tenido jamás nada que ver con el Estado Islámico. Ese fue el veredicto de los reclusos kurdos.

Los carceleros tampoco reunieron pruebas de ello. Tres semanas después de que lo pusieran en aíslamiento le comunicaron a su padre que el muchacho había muerto de un ataque al corazón. Tenía una salud excelente y ninguna dolencia cardiaca congénita conocida. Lo que sí es bien conocido es el uso de electrodos y sofisticados aparatos de tortura durante los interrogatorios en estos pequeños nodos de las zonas de excepción que han establecido los Barzani, que son los kurdos buenos a los que los europeos palmotean en la espalda.

Otro de esos supuestos prisioneros del Daesh a los que la Seguridad kurda secuestró y encerró en Erbil -un muchacho muy joven, también árabe de Mosul- había conseguido acreditar mediante una prueba de identificación facial que combatió contra el Estado Islámico en las filas de las fuerzas chíitas y gubernamentales del Al Hashd Al Shaabi. Esto es, había peleado en las filas de los más encarnizados enemigos del Daesh. Alguna clase de entidad a la que los carceleros llamaban 'tribunal' le había absuelto seis meses atrás de que lo halláramos en el presidio, pero el alcaide, a las órdenes de Argoushi y de Masroud Barzani, determinó que era mejor que continuara confinado.

La policía Precrimen de los Barzani

Por establecer un símil, viene a ser una variante kurda de una distópica policía preventiva, el Minority report de los Barzani. No solo se anticipa a los delitos, sino a los futuros pensamientos criminales de los árabes a quienes tortura para mantener seguras las calles de Erbil. Es un desvarío cyberpunk. Mejor veinte inocentes en la cárcel que un culpable en la calle. A los occidentales que frecuentan el país les resulta una bendición providencial que se pueda caminar por el Kurdistán sin temor a ser hecho pedazos por las bombas, lo que granjea grandes simpatías a este dictadura tan querida por los gobiernos de Occidente.

Hace sólo unos días, Donald Trump se reunió con el presidente de esa región autónoma iraquí, Nechirvan Barzani. El mandatario norteamericano confundió al pequeño sátrapa corrupto y multimillonario con los kurdos de Siria y le felicitó, de hecho, "por mantener seguro" el corredor norte de Rojava cuya invasión patrocinó por omisión el propio Trump, al retirar las tropas estadounidenses y franquearle las puertas a Turquía. El patinazo resultaba tan grotesco -y tan habitual– que ni el propio Nechirvan se atrevió a enmendarle y puso su mejor cara de póker. No procedía aclararle que los kurdos con los que Trump creía estar son la clase de 'chusma' a la que su familia -estrecha aliada del turco Erdogan– gusta de torturar en sus prisiones. Kurdos buenos, kurdos malos.

El imán Imad –a punto de cumplir 41– predicó en la gran mezquita de una ciudad iraquí situada a cuarenta kilómetros al oeste de Mosul antes de ser detenido en un check-point por los peshmerga de Barzani. Mencionó el nombre de la población dentro del presidio y lo anotamos, pero el sudor emborronó la piel del antebrazo donde habíamos conseguido garabatearlo fabricando una especie de bolígrafo con un pedazo de cartón de cigarrillos de la marca Milano. A menudo, el mulá escribía cartas a sus hijos con uno de esos artefactos talegueros. Las escribía para sí, con una cuidada caligrafía árabe, repasando una y otra vez el trazo con un esmero de amanuense. Era un brindis al sol. Ni le autorizaban las visitas ni menos todavía, el envío de correspondencia. "Dime que me equivoco si no tengo razón -nos decía en el patio del presidio-, pero he dedicado muchas horas a pensar en ello y la Tierra no gira alrededor del Sol. Está en el Corán, en el Sagrado Corán".

Las epifanías de Imad

Todo lo anticipó, de alguna forma, el camellero analfabeto Muhammad. "Era Alá el Misericordioso quien se le revelaba. Si lo explicó tan llanamente fue para que lo entendieran los beduinos árabes", aclaraba Imad. Al clérigo le gusta especular acerca de las cosas de la vida, cosas como el Sol y el resto de los astros rindiendo pleitesía a Alá en los cielos y a los hombres en la Tierra.

¿También era del ISIS el que les servía en su comedor una chuleta?"

Como el profeta Mahoma, Imad vive en un estado permanente de epifanía. Cuando salía al patio, se acodaba en una esquina para entrever por encima de la cornisa opuesta el reflejo de la luna. Sentimentalismo wahabí. "Una vez regresaba hasta mi pueblo caminando y se paró un pick-up de Nissan junto a mí que conducía un mercenario uzbeko", nos contó. "Deberías unirte a nosotros, me sugirió, mientras se ofrecía a llevarme a casa, pero nunca tomé un arma. Había mucha gente como yo, gente que colaboró con el Estado Islámico y gente que les concedió durante mucho tiempo el beneficio de la duda, incluso después de comenzar las ejecuciones públicas. ¿También era del ISIS el que les servía en su comedor una chuleta?".

Pero Imad no era tan inocente como pretendía ser. Al cabo de algún tiempo, él mismo confesó que había alentado a los sunníes en su mezquita a vengar los crímenes cometidos por Al Hashd Al Shaabi contra las mujeres y los niños sunníes. "Esa gente enviada por Bagdad son peores que el ISIS", se justificaba. "Y los yazidíes, hay que aclarar, no son gente del Libro. Son adoradores del diablo".

Los límites al pensamiento libre que el mulá de Tel Afar se impone son los que el Corán fijó para los árabes. Lo leyó 114 veces en el poco más de un año que permaneció en el centro de detención de la Asayish Gisti, antes de ser transferido junto a otros yihadistas a un penal de Erbil. Se lo llevaron a raíz de un motín de los reclusos de la celda.

Los matones de Barzani y el alcaide del presidio llegaron a hacinar hasta 154 personas en un espacio útil de cincuenta metros cuadrados, lo que definitivamente resultaba incompatible con la vida y alentó a los internos a emprender una huelga de hambre el día 3 de septiembre del pasado año. La lideró un kurdo emparentado con los Barzani y conocido como Siwan a quien la dictadura de Barzani obligó a pasar más de dos años en un agujero de un metro cúbico por enfrentarse a su familia, a la Familia, el clan tribal que se reparte el poder mediante un rudimentario sistema de favores clientelares. Le robaron todos los bienes el mismo día en que le arrojaron en presidio tras acusarle de espionaje. Ahora es jefe de la celda 4 junto a varios kurdos más de confianza. A cambio de sus servicios, recibe algo más de espacio en la mazmorra.

Motín en el penal

La respuesta del siniestro personaje que se ocupa del sistema de prisiones –el mencionado Ismat Argoushi– al conato de motín fue transferir a treinta presos del Daesh en septiembre pasado a la cárcel de Erbil, un agujero todavía más inmundo que el de la Asayish Gisti al que suelen ser enviados los reclusos con delitos de sangre. Ni siquiera hay baño en la celda, así que los internos deben guardar consigo una botella para orinar en ella. Como los camioneros de la vieja escuela. El olor en la celda es insoportable. Fue a raíz de esa algarada cuando transfirieron al mulá del distrito de Tel Afar.

Había unas solas gafas de varillas retorcidas en la celda que los del ISIS se prestaban cuando leían las suras. Pasaban a veces hasta diez o doce horas con la mirada clavada en el Libro y farfullando con voz queda los versículos coránicos, provocando un murmullo angustioso que aún enrarecía más la atmósfera. Cada vez que hacían las ablaciones rituales y se tendían sobre el suelo para orar cara a La Meca obligaban al resto de los presos a apretarse todavía más en aquella sucia madriguera.

Había, como poco, dos imanes Imad en el centro de detención de Erbil: el tipo con aspecto de inofensivo vendedor de frutas que hablaba con nostalgia de su esposa y sus dos hijos y fantaseaba con volver a trabajar como profesor de inglés en la escuela de su pueblo del gobernorado de Nínive y el fanático que tiraba de la manga a los reclusos recién aterrizados para preguntar con impaciencia si Trump había destruido ya por fin Irán. Más que una pregunta, era un deseo que le corroía el alma.

Asesinos y más asesinos todavía

"¿Crees que me autorizarían a viajar fuera de Irak para perfeccionar mi inglés si alguna vez dejo este lugar?", preguntó en una ocasión. Le sugerimos que probara en la Nigeria de Boko Haram. Risotadas. "¿Sabes? –añadió para zafarse–. Este lugar es una fábrica de odio. El que sea inocente saldrá de aquí, si sale, convertido en un asesino; y el culpable será más asesino todavía".

Los carceleros le obligaron, como a todos, a afeitarse. A juzgar por el modo en que se palpaba la barbilla, se diría que aún sentía su barba cana rasurada como sienten los soldados mutilados la pierna que han perdido. Era como un tic que anticipaba siempre alguna larga perorata con la que trataba de exculparse. Vivía atormentado por la necesidad de contrición: "La culpa fue de los iraníes. Dimos la bienvenida a Al Bagdadí cuando tomaron Mosul porque Nuri Al Maliki hizo correr océanos de sangre sunní inocente con la excusa de luchar contra la insurgencia durante sus tiempos de primer ministro. Casi no hubo una familia sunní que no perdiera a alguno de los suyos, así que creció el odio y el deseo de liberación".

Un día antes de que le trasladaran al penal de Erbil donde le perdimos la pista, hace de ello cuatro meses, vimos abrirse paso a Imad entre el resto de los reclusos de la celda; se acercó hasta nosotros y se agachó a cuclillas, y haciendo una mueca de dolor reactiva a los calambres que producen las contracturas, dijo: "Kundera significa zapato de mujer en árabe, algo así como los estiletos impresos en rosa sobre la cubierta de la novela". Después, miró desenfocadamente a la pared de la celda para añadir a bocajarro, como si hubiera estado meses meditando sobre ello: "¿De qué inmortalidad habla el novelista en esta obra?".

La inmortalidad de Imán

Dicen que Milan Kundera comenzó a escribir en Mallorca su libro. La inmortalidad que mencionaba el título de la única novela de la celda 4 era la del propio autor del libro y la que buscó Bettina Von Armin a costa de frecuentar y acosar a Goethe. Hombres y mujeres que no desean morirse para siempre mendigando un mendrugo de aprobación y póstuma posteridad. De algún modo, el clérigo de Tel Afad se las ingenió para encontrar también entre sus márgenes a Alá. Nada que ver su Edén con el del novelista checo. La inmortalidad de Imad es un jardín surcado por arroyos de leche de camello a donde acuden a refrescarse las huríes mientras retumban en la Tierra las explosiones de los chalecos suicidas.

"No todo lo del ISIS fue tan malo", nos trató de persuadir. "Cuando llegaron a la ciudad en el verano de 2014, pensamos que venían a ayudarnos a librarnos del yugo de Al Maliki y sus sucesores. Dos días después de aquello se presentaron varios combatientes del Estado Islámico en la mezquita de mi pueblo. Les escuché de lejos preguntando por el imán, por mí, y me acerqué hasta ellos. Me pidieron que leyera un escrito e imploré tiempo para pensarlo. Consulté primero a mi padre antes de hacerlo. Uno de mis hermanos había sido asesinado años antes por Al Qaeda. Pero al final acepté. No era un sermón, sino una especie de edicto donde se anunciaba la instauración de la Sharia en su sentido recto. Estaba ilusionado; pensé que por fin íbamos a tener un Gobierno verdaderamente piadoso y puro, en un sentido islámico. Decidme, por favor, ¿creéis que soy tan malo?”.

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