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Los Isleños: la historia de los canarios que poblaron parte de Luisiana para evitar la invasión británica
A finales del siglo XVIII, un gran número de hombres, mujeres y niños fueron trasladados desde Canarias a los bayús de Luisiana. Hasta hace pocas décadas, todavía se hablaba español en esta comunidad, pero ya quedan pocos hablantes, y ninguno joven.
San Bernardo (Luisiana, Eeuu)-Actualizado a
When the levee breaks, I'll have no place to stay
(Una vez se rompa el dique, no tendré lugar donde quedarme)
When the Levee Breaks - Kansas Joe McCoy y Memphis Minnie
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Hace 30 años, todo esto era plería.
Bill H. señala hacia lo que parece un enorme estuario. Tiene el cuerpo ancho, la cara bondadosa y el pelo negro, sin entradas a pesar de rondar la cincuentena. Me ha traído a ver La Isla, como los locales todavía llaman al pueblo pesquero de Delacroix. O a lo que queda de él. Huracán tras huracán, proyecto fallido tras proyecto fallido, cada vez es menos una isla y más una carretera, algunas casas, un muelle lleno de trampas para cangrejos, algún barco destrozado y mucha agua.
Porque esta región está azotada por un clima duro y agresivo, pero los desastres naturales han sido, en los últimos años, agrandados por la mano humana. El dique, el famoso levee sobre el que van tantas canciones, cedió durante el huracán Katrina en 2005, lo que causó la inundación de Nueva Orleans y las parroquias cercanas al delta del Mississippi, y provocó la pérdida de cientos de vidas.
Años antes, se había inaugurado un MRGO (Mississippi River Gulf Outlet) lleno de problemas. Era un sistema que se suponía que iba a permitir la entrada de tráfico de cargueros al río Mississippi, pero que en su lugar contaminó de agua salada los pantanos y bayús, mató cientos de árboles y animales, y destruyó un enorme ecosistema. Además, colaboró a empeorar el impacto de los diferentes huracanes que han entrado a esta región por el golfo de México, hasta el punto de que las inundaciones, antes temporales, se han convertido en enormes lagos salados.
Los habitantes de La Isla, casi todos de origen canario, son, en su mayoría, pescadores. Es cierto que cada vez tienen más sitio donde pescar, pero el agua está más vacía, igual que la tierra.
Las casas de los pescadores, baqueteadas por la lluvia, se elevan sobre altos pilones de madera. La parte habitable de las casas flota a unos diez metros de altura, conectada a la carretera por largas escaleras blancas. Incluso con el agua en calma, la amenaza sigue ahí, siempre visible.
Todo esto estaba lleno de ganado. Vacas. Por ahí corríamos los niños, por la plería, arriba y abajo.
Aunque hablamos en inglés, Bill introduce de vez en cuando, de manera natural, palabras en español. Una de ellas es plería, que es la forma en que se dice pradera en el habla isleña. Será una deformación, imagino, de prairie, el vocablo inglés. Utilizaban, cuando el idioma todavía era de uso diario, otras palabras diferentes al español peninsular moderno, como hacina en vez de granja, o peje en lugar de pez.
La gente de Nueva Orleans se piensa que esto es Mongolia Exterior. Cómo me encantaría que lo viesen. Todo esto. El cambio... Antes, el agua estaba a muchos metros de la carretera, te podías tirar rodando por la ladera y echar a correr, y cazar por el campo rata, tejón o nutria, para después vender las pieles. Ahora ya...
Su cara es de pena mientas mira el agua. Parece que, de fondo, en el horizonte, los rascacielos de la ciudad de Nueva Orleans flotasen sobre el lago. Está a poco más de 30 minutos en coche de la parroquia de San Bernardo, donde nos encontramos, pero da la sensación de ser otro mundo, con preocupaciones muy distintas.
Piensan que es un problema de los pobres españoles paletos con sus acentos raros, pero si nosotros desaparecemos, ¿quién evita que la ciudad se inunde? Después de nosotros, el agua se los lleva a ellos.
Nos montamos en el coche. Bill es el historiador de la parroquia de San Bernardo, en Luisiana, y miembro de la comunidad isleña, instalada de manera continuada en el delta del Mississippi desde finales del siglo XVIII.
En 1763, tras el tratado de París que puso fin a la Guerra de los Siete Años – quizá la primera de las muchas guerras globales que lucharía la humanidad – todos los territorios norteamericanos al este del río Mississippi más la isla de Nueva Orleans pasaron de manos francesas a españolas. Los franceses, temerosos de la derrota en la guerra ante Gran Bretaña y de la inevitable expansión de ésta por el continente americano, decidieron en un pacto secreto – ya que las cosas en familia siempre son más sencillas – entregar este territorio a la otra familia real borbónica: la española.
Los gobernadores españoles se encontraron, de rebote, con un territorio rico pero no demasiado poblado, rodeado de unas colonias británicas dinámicas que ansiaban su puerto, la salida al mar del principal sistema de transporte de la época, el Mississippi.
Bernardo de Gálvez, uno de los gobernadores de la Luisiana española, y Francisco Bouligny, su mano derecha, se dieron cuenta de que el problema demográfico era grave, y que las colonias británicas invadirían con facilidad la Luisiana si no lograban solucionarlo. Para ello, decidieron llevar colonos de tierras españolas, sobre todo de Canarias y de Málaga, además de aceptar a los acadianos huidos de los territorios que Francia acababa de perder en el norte, cerca de Quebec.
Los acadianos, de lengua francesa, se asentaron en los bayús que unen Nueva Orleans con Lafayette y, gracias a una lenta variación morfológica –con pronunciaciones erróneas y propias es como se acaban formando los idiomas – acabaron siendo conocidos como el pueblo cajún. Se casaron y mezclaron con los colonos españoles, hasta el punto de que hoy en día, salvo en San Bernardo, estos dos grupos son difíciles de distinguir.
Bouligny y Gálvez trasladaron a la población recién llegada de Europa a varias parroquias que aún existen hoy en día, como San Bernardo –donde se encuentra La Isla–, Nueva Iberia, Valenzuela, o Barataria. Esta última fue fundada, o así lo cuenta la leyenda local, por un pirata francés aficionado a Cervantes y, en particular, a Sancho Panza.
Los colonos canarios pasarían a ser conocidos como Isleños. Con su modo de vida tradicional, basado en la pesca, la caza de pequeños mamíferos para la venta de sus pieles, y el desplazamiento por los bayús en cayucos, fueron capaces de sobrevivir a muchos huracanes y desastres naturales. Pero las últimas tormentas han logrado hacer mella, y son cada vez más los habitantes que abandonan sus casas altas y se desplazan a Texas, Florida, o Baton Rouge para no volver.
Ir por aquí es inquietante para mí. Bill clava los ojos en la lluvia ligera que repiquetea en la ventanilla. Todos mis puntos de referencia han desaparecido. Los edificios que reconocía, los árboles... Ahora hay lagunas que antes no existían.
Ríe con pena. La laguna está bordeada por una hilera de palos secos, árboles muertos consumidos por el agua salada.
Mira esto. Una apertura al mar. Esto también era plería. Al menos, ahora pescan jaiba, jaiba momia, y camarrón.
Pronuncia algunas palabras, los vocablos españoles con las que salpica su inglés, con erres arrastradas. Camarrón. Como reafirmando algo, o defendiéndose del inevitable avance uniformador de la erre inglesa, tan suave y nasal y corta. Lo cierto es que el habla isleña, salvo en el caso de un par de octogenarios que aún la recuerdan, está cerca de desaparecer como lengua de uso diario.
El sistema educativo de la joven nación estadounidense, una vez alcanzó a todos sus habitantes a principios del siglo XX, dedicó sus esfuerzos a conseguir una lengua nacional unificada, prohibiendo y castigando el uso de otras. El español en particular se consideraba una lengua de pobres y analfabetos. Acelerado por este estigma social, el idioma fue poco a poco dejando de usarse por los miembros de la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Sólo se mantuvo en algunos pequeños núcleos más aislados, de más difícil acceso. La parroquia de San Bernardo, a la que se llega desde la ciudad por un hilo de tierra que penetra mar, laguna, jungla y bayú, fue uno de estos núcleos.
En Nueva Iberia, sin embargo, donde se instaló la comunidad conocida como Los Malagueños, ya no quedan restos del idioma al estar mejor conectada con el exterior gracias a los canales del Bayú Teche. Hay un par de celebraciones con vestidos flamencos, un callejón cubierto con mantones de Manila y unos San Fermines sin toros, pero es más probable oír francés con acento cajún que una frase con deje malagueño por sus calles.
En la parroquia de San Bernardo hay programas en marcha de recuperación del habla isleña, de los que Bill es uno de los principales impulsores, pero en el día a día el idioma que se habla es sólo el inglés. Curiosamente, los más jóvenes de la comunidad están volviendo a aprender a hablar español a través del contacto con niños latinoamericanos, además de en el colegio como segundo idioma.
Bill me lleva al centro cultural isleño, un complejo museístico que conmemora esta historia casi desconocida incluso en Nueva Orleans. En este centro puedo conversar con Wimpy S., uno de los pocos octogenarios que aún puede hablar con fluidez el dialecto isleño. Es amable, tiene un bigote lustroso y blanco que acompaña con sus vaivenes su expresión pilla, y habla un español alegre, con dejes, como es lógico, caribeños. Le pregunto por qué cree que su generación es la última que habla el idioma.
Eso es una historia muy larga. La educación fue... Los estadounidenses no querían que hablásemos español en la escuela.
Me sorprende que use la palabra "estadounidenses" para referirse a un "ellos" en lugar de a un "nosotros". Lleva una gorra con una bandera de barras y estrellas, es indudablemente americano y así lo siente, y en la comunidad parece haber varios veteranos de las muchas guerras que ha luchado su país. Las identificaciones grupales son, en un mundo globalizado, cada vez más complejas.
A la generación de los más viejos que yo los castigaban. A mí no me castigaban, pero los profesores decían "don't speak that, don't speak that". Los chicos tenían vergüenza de hablar por culpa de los profesores y porque la gente se burlaba de nosotros, por nuestro acento. Pero aquí en Luisiana, en inglés, en cada sitio se habla con un acento diferente. En el sudoeste son cajún, franceses. Si vas al norte, hablan como tejanos, como en Mississippi... Usan las vocales largas... En fin, por esto se empezó a ir perdiendo el idioma. Cuando me casé, la madre de mi mujer hablaba español, pero ella no, aunque lo entiende. Por eso mis hijos no lo hablan. Aunque ahora es verdad que tengo un nieto que lo habla un poco. Trabaja para la Policía y cuando hay muchos mexicanos y latinos y los paran y no saben hablar inglés, lo llaman a él. No lo aprendió de mí, lo aprendió de sus amigos latinos. Ya habla como mexicano, no como español. Dice cuate en vez de compadre.
Se ríe.
Pero ahora no tengo con quién hablar. Nosotros, hasta que contactamos con las islas, no sabíamos que éramos canarios. Sabíamos que éramos españoles y ya. Allá, en Canarias, sabían la historia y hablaron con la organización de aquí. Pero ya quedamos sólo unos cinco que todavía hablamos español... Y nunca los veo.
Le pregunto si hoy salió a pescar. Ambos comemos gambas fritas mientras charlamos, rodeados del bullicio de otros miembros de la comunidad, hablando y poniéndose al día en un evento mensual en el que se reúne gran parte de la comunidad.
Ya no hay peces. Demasiados pescadores.
Ya nada, sobre todo para su generación, es como era. Plerías, árboles y peces. Ya todo va siendo agua y sal. Es posible que él y los otros octogenarios sean los últimos hablantes reales del dialecto isleño, pero quizá los miembros de la siguiente, la generación que ya no lo habla, sean los últimos habitantes de algunos de esos pueblos viejos, poco a poco mordisqueados por el agua.
Me despido de Wimpy. Doy las gracias a Bill por el día, por mostrarme su mundo. Sus ojos tienen un brillo alegre.
¿Sabes? Yo estuve en alguno de los barcos que salieron después de Katrina para ayudar. Déjame que te cuente una historia. Una de nuestras isleñas, cuando murió su marido, se compró un muñeco de tamaño real, le puso una peluca blanca y la ropa de su marido fallecido. Hacía reservas para los dos, conducía con él a todos lados... "La mejor cita que nunca tuve", decía cuando alguien le veía con su muñeco. Todos lo sabíamos y hacíamos como si nada. Bueno, varios días tras el huracán Katrina, estábamos conduciendo en una furgoneta, a ver quién podía necesitar ayuda. Todo era destrucción. Serpientes, hierbajos, casas destrozadas... Llegados a un punto de la carretera, nos encontramos un coche parado. Sobre el volante había un cuerpo inmóvil. Una voluntaria que iba conmigo, de Baton Rouge, se puso a gritar "ah, un cadáver, pobre hombre". Yo y los otros isleños no podíamos parar de reír. Le dijimos a la voluntaria: "Es sólo un muñeco, es falso, no te preocupes". "¿Cómo llamas muñeco al pobre hombre?", dijo y se desmayó.
Se ríe. Ambos nos quedamos callados. Recuerdo el agua que sube, los árboles secos. También el orgullo por pertenecer a algo tangible, el sentimiento de comunidad.
Hay que sacar lo bueno siempre, ¿no?
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