Este artículo se publicó hace 2 años.
Hopis, correr para que llueva
Las nubes llevaban unos días cubriendo el cielo de la Reserva Hopi ( Arizona, EUA) y, por fin, se decidieron a soltar un poco de agua. La llovizna, tímida, empezó a impactar en el parabrisas. "That’s good", dice Nixon Nicholas mientras el horizonte de desierto y mesetas se vuelve borroso. Y sonríe. La lluvia, en lugares como este, guarda capacidades insospechadas en otras latitudes.
Fernando Mahía Vilas / Luzes-Público
Estados Unidos-Actualizado a
A Nixon, 45 años, hopi y soltero, las inesperadas precipitaciones le cogieron camino a "casa", el término con el que define el remolque de una autocaravana que encontró abandonada en el desierto. Decidió adoptarla como casa e instalarla en Second Mesa, a unos metros del hogar de su hermano: también otro remolque abandonado y reciclado en vivienda. Ambos cubículos son ahora puntos metálicos en la planicie desértica.
— ¿Cuánto llevaba sin llover?
— No recuerdo –contesta Nicholas.
— ¿Más o menos?
— Hará cómo dos meses.
— ¿Llovió mucho aquel día?
— Sí… Como media hora o así.
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Al poco, cuando ya llovía de verdad, Nixon estaba resguardado en la cabina. Y en ella, sentado –sin agua, sin electricidad, sin espacio para nada salvo para una pequeña cama y un horno de leña–, comenzó a pensar en el invierno que se le venía encima. Las mínimas precipitaciones del verano habían hecho crecer sus plantaciones de maíz y habas con las que logra sobrevivir, pero, por otra parte, el frío del desierto trae a la vez muchos trabajos. "Tengo que apuntalar las ventanas", dice, en referencia a unos pequeños agujeros en la pared de la cabina. Y recoger leña para calentar el café y la casa. También para labrar las figuritas hopis con las que obtiene sus pocos ingresos.
Estas muñecas, las kachinas hopis, aderezadas con rayos, plantas y gotas de agua, son una forma de invocar la lluvia, explica Nixon. Las suele vender en la parte alta de Second Mesa, junto al Centro Cultural Hopi, el único lugar de la reserva por el que pasa algún viajero puntual, a un paseo de ocho kilómetros colina arriba. Cuando no tiene nada que vender, Nixon sale a correr antes de que el sol asome por las decenas de rutas que cruzan el desierto y las montañas del territorio hopi.
En esta reserva de 15.000 personas, casi todo el mundo corre como forma de vida desde hace cientos de años. La razón es la misma que la de los adornos de las kachinas: para que llueva. Porque todo en el mundo hopi se hace para que llueva.
La tradición
El territorio hopi abarca 6.500 kilómetros cuadrados en un árido punto del nordeste de Arizona, a una hora en coche de cualquier ciudad anglo –el término con el que los nativos se refieren a los estadounidenses–. Todo este espacio está rodeado por la enorme reserva de los navajos, otra tribu nativa y enemiga de los hopis durante siglos. La Nación Navajo es la más extensa, poblada –170.000 habitantes– y americanizada de los EUA, con sus KFC, Burguer Kings y competiciones de fútbol americano y baloncesto. Es como una copia de la bipolar sociedad norteamericana, pero replicando mayormente uno de los polos: el de los pobres.
Al contrario que en la tierra de sus vecinos y atávicos rivales, en la reserva hopi hay poco rastro de los Estados Unidos. La tribu se organiza alrededor de tres mesas, mesetas pedregosas sobre las que se asientan las aldeas, y en ellas no hay multinacionales, ni tiendas, ni edificios; sólo casas de piedra y ladrillo. Tampoco hay caminos asfaltados y las plazas de las aldeas son de tierra. Los perros andan sueltos y la gente se mueve con otro ritmo, pausado. Es como llegar a un mundo apartado y paralelo, en el que la conquista del oeste norteamericano por el anglo aún no se produjo.
Según el relato mitológico de los hopis, los primeros hombres y mujeres llegaron a esta tierra después de una odisea de siglos por toda América. Por lo visto, lo de recorrer kilómetros va en la sangre, y fue así que llegaron a América del Sur y Asia. Y tras tantas vueltas por tres mundos diferentes, llegaron al cuarto, el actual, lugar de poca lluvia y mucho espacio, que es su último paso en una odisea de miles de años.
Fue en la adaptación a esta escarpada y árida geografía que los hopis transformaron el acto de correr en un elemento fundamental de su existencia. Instalados en la parte alta de las mesas para defenderse de tribus invasoras y guerreras, como los apaches o los navajos, los hopis necesitaban marchar cada día hasta sus plantaciones en la planicie, a una distancia de ocho o diez kilómetros. Así, salían corriendo desde las mesetas antes de que el sol hubiera despuntado, evitando las altas temperaturas.
Luego, en la revolución contra los conquistadores españoles que llevaron a cabo junto a los pueblos de Arizona y Nuevo México durante el siglo XVII, los mensajeros corredores desempeñaron un papel fundamental. Así, lo de ser buen corredor acabó por significar ser un buen guerrero y el acto de correr, de paso, algo sagrado en la cosmogonía hopi.
En las ceremonias colectivas, la tribu organiza carreras con los más rápidos de la aldea como forma de celebración y ofrenda. Además, la forma de rezar de forma individual suele ser la de salir a correr antes de que asome el sol y ganarle la carrera. Por lo visto es un acto de purificación.
Por lo que se reza de forma colectiva e individual, claro, suele ser lo mismo: el agua, la lluvia. "Water is life", como canta el lema de una carrera comunitaria de la reserva. Ahí está el binomio sagrado de los hopis: agua y correr.
Este mundo sagrado sigue teniendo una presencia primordial en la reserva, que se divide en aldeas y clanes. Los líderes de los segundos tienen la misión de llevar a cabo los preparativos de los procesos sagrados, celebrados durante los doce meses del año. Por ejemplo, Lucas Namoki, del clan del Tabaco, tiene la tarea de suministrar este producto para todas las ceremonias religiosas de cualquier clan de su aldea. "Nuestra misión es recoger tabaco donde podamos o, si no, comprarlo", comenta Lucas desde su kiva –recinto religioso bajo tierra– en el alto de Mishongovi, una de las aldeas de Second Mesa.
Es uno de los líderes más jóvenes de la tribu y quizás, a veces, su efervescencia le hace tomar el mundo sagrado de forma demasiado estricta:
— Otros clanes tienen como misión evitar que lleguen a nuestras ceremonias nocturnas. Son los clanes de Un Cuerno y Dos Cuernos.
— ¿Y qué hacen?
— Proteger.
— ¿Cómo?
— Si te cogen fisgando, te matan y luego envían partes de tu cuerpo a cada punto cardinal.
"Nah", contradice el veterano Dennis Koeyahongva, líder del clan del Oso, el más importante de la tribu y, por lo tanto, "padre de toda la aldea". "Le damos mucha importancia a las ceremonias y son privadas, pero eso que dice son exageraciones", corrige Dennis, entre risas, desde la vecina aldea de Sipaulovi. Él, que cada mañana sale a limpiar la kiva de su clan, resume en su historia los desafíos a los que ahora se enfrenta la cultura hopi, tradicional y aislada en medio de un mundo caníbal y en plena expansión: "Yo me crié fuera de la reserva y fui por el mal camino; andaba con malas compañías, caí en el alcoholismo, fumaba cannabis hasta hace poco… Pero decidí convertirme a la hopi way".
Con 70 años y los brazos llenos de tatuajes –herencia, dice, de su "vida blanca"–, Dennis es de los pocos veteranos de la reserva que pueden entender el cruce de mundos en el que se encuentran las generaciones más jóvenes, sitiadas entre lo hopi y lo anglo. Él, un híbrido entre los dos mundos, es uno de los mejor posicionados para combatir las epidemias de alcoholismo y metanfetaminas que minan la reserva. También, para entender lo que supone para los jóvenes el choque de esas dos realidades: "Antes, triunfar en el mundo hopi era tener una buena plantación, cuidar de los tuyos, ser bueno para la comunidad; pero todo eso se fue perdiendo. Ahora, la vida es mucho más individualista". La vida es mucho más como la de los Estados Unidos.
El anglo
La influencia del mundo anglo sobre el hopi tiene un enorme efecto sobre la vida de la tribu. Las adicciones y la miseria económica golpean la vida de la reserva. Si el ingreso medio de una familia estadounidense es de 53.889 dólares, en la reserva desciende hasta los 37.754.
Y no todo se explica en estadísticas. El estrés que genera el conflicto entre los dos mundos es de gran importancia. En la Reserva Hopi casi no hay puestos de trabajo, mientras que las oportunidades laborales en ciudades mayoritariamente anglos como Flagstaff, Winslow o Tuba City no siguen el profuso calendario de las celebraciones religiosas de la tribu.
Además, estas urbes se encuentran a un viaje de hora y media por una carretera, por la que casi no circulan transportes públicos. Es por eso que muchos tienen que escoger entre ser repudiados por no estar presentes en las ceremonias o, por el contrario, mantenerse en la pobreza de la reserva.
Bruce Talawaima, otro miembro del clan del Oso y una de las referencias de la tribu en materia de carreras, también percibe esas contradicciones entre los dos mundos en la vida de su nieto, Tyrell. Miembro del equipo de cross del Hopi High School que se proclamó campeón del estado de Arizona durante 27 temporadas consecutivas, su abuelo Bruce se cansó de advertirle que cuando corre no lo hace para "sí mismo o para ganar títulos, sino que como hopi corre para todo el planeta, para toda la gente".
Bruce contaba desde la árida frondosidad de su casa que, tras participar en varias de las carreras sagradas, su nieto por fin había entendido el verdadero significado que, para él y los hopis, tiene el acto de correr. "Hace poco me contó que corría para la gente", comentaba con el pecho inflado de abuelo orgulloso.
Él, que como su compañero en el clan Dennis sale a correr cada mañana, explicaba a este respecto que los caminos por los que corren "son lugares espirituales, que llevan a un proceso que mantiene a la tribu en forma y que, quizás, no dé recompensa al siguiente día o o al siguiente mes, sino en años". Ahí explicaba la importancia de que los hopis mantengan esta tradición intacta: como un método para proteger su bienestar, al tiempo que intenta abrazar lo mejor del mundo que está "ahí afuera".
Quizás, las que más podrían sufrir el no abrazar partes de ese mundo anglo que está ahí afuera serían las mujeres. Al ser una sociedad matrilineal, la visión del mundo hopi considera lo femenino cómo algo sagrado. Las mujeres son, como se explica en la reserva, "las portadoras de vida" a las que hay que proteger. Pero esto implica una limitación de sus libertades. Por ejemplo, que no puedan participar en carreras sagradas, reservadas para los guerreros. Y, por la misma lógica, que esté mal visto por el sector tradicionalista de la reserva la participación de cualquier mujer hopi en el ejército de los EUA, como fue el caso de Lori Piestewa. Fallecida en combate en la guerra de Irak, siguen a veerla como el ejemplo de lo que las portadoras de vida no deben hacer. Un corte en la línea de supervivencia de la tribu.
De esa línea de opinión es Sarah, mujer de unos treinta años que trabaja como camarera en un restaurante hopi de Keams Canyon, donde se sirven los tacos de carne de oveja con chiles verdes típicos de la gastronomía de esta nación nativa. "¿Cuál es el sentido de participar en las carreras sagradas o ir al ejército?", pregunta, para luego contestarse a sí misma: "Eso no es para mujeres, nosotras tenemos que cuidar de la vida".
El limbo
El trato especial que reciben las mujeres también acaba por afectar a hombres como Nixon Nicholas, repudiado en su caravana porque en la ley hopi sólo las mujeres pueden ser propietarias de la tierra. Es por eso que tanto él como su hermano, solteros ambos, llegaron a un acuerdo con una sobrina dueña de estas tierras, en las que aparcaron las cabinas, para "cuidárselas".
Al margen de eso y de sus kachinas, la vida de Nixon, como la de muchos hopis, parece no tener más oficio o beneficio. Aboyan a la deriva entre dos mundos, esperando eternamente por un poco de lluvia. Un limbo donde sus valores tradicionales no encajan con el mundo que los conquistó; donde su sentido colectivo no casa con el capitalismo desmedido, ni su visión de la mujer con el imperante, por lo menos en parte, en el Occidente del siglo XXI. Quizás ahí se encuentra la razón de que algunos ahoguen las frustraciones en el alcohol y en las drogas. O que otros, directamente, escapen de esta tierra.
Nixon, por su parte, opta por pasar las tardes observando sus plantaciones a través de las pequeñas ventanas de la cabina. "A veces", dice, "vienen los conejos y se comen el el maíz".
— ¿Y qué haces?
— Les disparo.
Cuando ya no tiene nada más que mirar, Nixon comienza nuevamente a labrar las figuras de madera. Y cuando termina, regala una de buena voluntad, sin pedir nada a cambio. Es un gesto de agradecimiento. Y aunque no haría falta preguntarle para qué sirven esas pequeñas kachinas, él vuelve a explicarlo, como si no hubiera quedado claro ya: "Para que llueva".
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