Borbolandia
De campechano a campechano

Periodista y escritora
-Actualizado a
La historia nos confirma que los peores reyes de este país han sido los campechanos. El mastuerzo Fernando VII fue el primero de esta categoría, seguido por el golpista Alfonso XIII, que a su vez tuvo continuación en el defraudador Juan Carlos I. Los dos últimos previos al reinante –porque el actual tira más a desaborío– han sido los campechanos por excelencia. Las trayectorias de Alfonso XIII y Juan Carlos I son dos gotas de agua, y, por tanto, desastrosos sus reinados. Buena vida, comisiones, infidelidades a la vista de todos, esposas cornudas, consentidoras y reinas del disimulo, lujos descarados, golpes de estado, amantes faranduleras y pijas, casadas y solteras… Zorrilla, sin saberlo, les dedicó unos versos a este par de borbones:
Por donde quiera que fui
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé
y a las mujeres vendí.
Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí,
yo los claustros escalé
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí.
En eso se emplearon Alfonso XIII y Juan Carlos I aprovechando su impunidad: en donjuanear. Por cierto, el otro don Juan no fue a la zaga de padre e hijo en lides ligonas.
El exrey Juan Carlos debió de sentir tremenda admiración por su abuelo, aunque no lo recordaba porque Alfonso XIII murió cuando su nieto acababa de cumplir tres años. Pero, una de dos, o bien llevaba en los genes la campechanería y la desfachatez, o bien le contaron en casa lo mucho que el abuelo supo disfrutar de la vida que le puso en bandeja la Jefatura del Estado, y Juan Carlos quiso imitar sus correrías. O lo mismo no hay que optar por una u otra, porque son complementarias.
En la última entrevista que concedió la expulsada Victoria Eugenia, abuela de Juan Carlos, en 1969 en su casa de Lausana, justo un mes antes de morir, declaró al periodista Jaime Peñafiel: “Los españoles son muy malos maridos y, aunque se casen enamorados, enseguida son infieles. En el caso de mi nieto Juan Carlos, también por la genética de los Borbones”.
Qué atrevida la señora british Victoria Eugenia, intentando hacer creer que conocía a los maridos españoles y midiéndolos a todos por el rasero de su particular “sex machine” Alfonso XIII. Y qué indiscreta al declarar abiertamente que su nieto Juan Carlos, en aquel 1969 –Felipín tenía un añito–, ya se la estaba pegando a Sofía.
En anteriores artículos he venido compartiendo la desfachatez y la extrema habilidad de los borbones a la hora de hacernos pagar, no solo sus pifias y sus derroches en vida, sino consiguiendo que les costeemos sus muertes, sus funerales, sus entierros, sus exhumaciones, sus traslados, sus nuevos funerales, su vuelta a enterrar y el mantenimiento de sus sepulturas. Advertía en la segunda de las columnas que tenemos que estar muy atentos a las futuras muertes de Juan Carlos y Sofía. Cuidado, o lograrán que les paguemos toda la parafernalia funeraria con la complicidad del gobierno de turno.
Es fácil sospechar que Juan Carlos, antes de aquel nefasto 2014 en el que quedó como lo que era, un borbón, se las prometía felices creyendo que moriría en su tierra, con españoles pueriles banderita en mano despidiendo al mismo que les había robado y disfrutando de un funeral rimbombante que le pagaríamos entre todos, con la presencia carísima de primeras figuras internacionales y con la ciudadana Ortiz poniendo cara de compungida y haciéndole la peineta con la mano disimulada.
Y así lo soñó Juan Carlos porque esa es la que nos organizó en 1980 cuando montó la de dios para restregarnos el regreso de su abuelo Alfonso XIII. Aquel golpista, anticonstitucional, chulo, play boy, corrupto… volvió con todos los honores y a gastos pagados gracias a la connivencia del falsario Adolfo Suárez. Otro que pasó de falangista a demócrata en lo que tarda uno en cambiarse de chaqueta.
Hacía casi cinco años que había muerto el asesino dictador, abuelo putativo de Felipe VI, pero el féretro de su bisabuelo biológico lo cubría la bandera fascista con el aguilucho. Eso lo explica todo.
La repatriación de Alfonso XIII en aquella performance circense de enero de 1980 para darle un funeral de Estado en El Escorial solo fue el principio de las repatriaciones, porque enseguida continuó restregándonos, uno a uno, el regreso de sus tíos muertos en el extranjero, de su propio hermano, al que se cargó él mismo de un tiro, de su abuela y hasta de una tía tatarabuela. Aquello fue en escándalo y un insulto, con la presuntuosa prensa progresista cazando moscas. El despliegue en los medios de comunicación de aquel costosísimo regreso de Alfonso XIII fue, no solo una vergüenza, sino un insulto a los ciudadanos por no darles el contexto de lo que significaba todo aquello.
Con ese espectáculo ruidoso, Juan Carlos I estaba gritándonos en nuestra cara que los borbones habían vuelto, que ya estaban otra vez todos reunidos en España, que la endémica corrupción de esta familia volvía a estar legitimada. El agravio que nos infligió Juan Carlos con este regreso llevaba, además, el sello de su mala baba: Alfonso XIII volvió desde Italia en barco y entró por Cartagena, el mismo lugar por el que salió cuando la decisión demócrata de los españoles lo expulsó.
Fue tal el ansia por rentabilizar la ostentación de aquel retorno, y tanto el empeño de que todo el mundo se diera por enterado, que Juan Carlos se empecinó en que Alfonso XIII no pasara por el pudridero. Ordenó que lo encajaran directamente, a empujones, doblándolo, en el sarcófago de la cripta real del Escorial, excesivamente pequeño porque ahí solo se introducen los huesos mondos y lirondos de la fauna borbona.
Los técnicos de Patrimonio Nacional en El Escorial –y si conozco el dato es porque mi fuente es uno de aquellos testigos–, intentaban hacer entrar en razón a Juan Carlos diciéndole que eso no podía ser porque Alfonso XIII había sido embalsamado, estaba tieso, entero y ¡ahí no entraba!
“Lo metéis como sea”, me cuentan que más o menos vino a responder, porque el campechano, ya un déspota por aquella época,quería que su abuelo estuviera a la vista de todos, luciendo en su sarcófago del Panteón Real desde el mismo día de su regreso y con su nombre bien marcado en letras negras, para que a partir de aquel mismo enero de 1980 todo turista que pasara por la cripta viera que Alfonso XIII estaba allí. Como si nunca lo hubiéramos echado. Si al cadáver del borbón lo hubieran mandaban al pudridero no sería patente su regreso hasta pasados por lo menos 20 o 30 años, tiempo en el que los corruptos terminan de corromperse del todo.
Pero aún faltaban por llegar seis borbones más. Es decir, aún nos tuvimos que rascar el bolsillo otras seis veces para pagar las caras exhumaciones, las costosas repatriaciones y la utilización de recursos públicos, que incluía la movilización de funcionarios del estado, para colocar a cada uno de esos seis borbones en su sitio correspondiente.
Las ordenes de Juan Carlos para los siguientes cuatro traslados fueron en 1985. Hubo que exhumar en Lausana (Suiza) a la reina Victoria Eugenia y a su hijo Jaime de Borbón (presuntamente muerto en presuntas extrañas circunstancias, si consideramos extraño un presunto botellazo en la cabeza); en Miami al que fue príncipe de Asturias Alfonso de Borbón, destinado a ser Alfonso XIV pero que se quedó en infante gamberro y vividor; y exhumar también a Gonzalo de Borbón en Austria, el otro tío de Juan Carlos. En total fueron los tres tíos –Jaime, Alfonso y Gonzalo–, más la abuela Victoria Eugenia los que regresaron en 1985. Nos gustaría conocer cómo, cuándo y cuántos fueron los costes de aquellos traslados de cuatro muertos a los que nadie necesitábamos aquí.
Todos ellos fueron al pudridero, porque con ellos no tenía tanta prisa Juan Carlos para que estuvieran a la vista. La mala noticia con respecto a Victoria Eugenia es que ella nunca quiso volver con su marido, pero ahí está, otra vez frente a su marido, causante de sus desgracias y facilitador de su buena vida, desde 2011, momento en el que sus huesos pelados fueron trasladados a la cripta real tras 26 años en el pudridero.
Por supuesto, Juan Carlos no iba a dejar en Estoril enterrado a su hermano Alfonso, al que mató en 1956 de un disparo haciendo el gilipollas con su arma. También se lo trajo. Y, por cierto, pese a ese empeño continuado de la prensa cortesana y de los borbones en tomarnos por imbéciles y presentarnos siempre aquel “incidente entre niños” como un asunto de terrible mala suerte… ya vale. Juan Carlos tenía 18 años, no era un niño como para estar jugando con un arma. Era lo que es y ha sido toda su vida. Un irresponsable. El niño era su hermano, de 14 años.
Alfonso estuvo enterrado en el cementerio de Cascais, en Portugal, hasta 1992, cuando Zarzuela ordenó su exhumación y traslado. Un año antes, en 1991, como Juan Carlos y la manirrota Casa de Su Majestad habían cogido carrerilla con esto de traerse muertos… y visto que pagaban los españoles sin rechistar, pues también se trajeron de París a la princesa Isabel, La Chata, la hija mayor de Isabel II. A esta no la llevaron al Escorial. La enterraron también con toda su parafernalia en la colegiata del Real Sitio de San Ildefonso, en La Granja, con Felipe V, con el “pértur”… porque a ella le gustaban mucho aquellos palacios… y aquellos bellos jardines… y aquellos paisajes… y era su sitio para estar enterrada porque ese era su capricho.
Y aquí estamos los españoles, para que los borbones cumplan sus caprichos. Cueste lo que cueste.
No se relajen. Esto no acaba aquí. Hay mucha tela funeraria que cortar con Juan de Borbón, Mercedes de Borbón Orleáns, Juan Carlos y Sofía. Seguimos atentos.
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