Opinión
Bienvenido, Mr. Expat

Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
Todos tenemos algún placer medio culpable, y el mío es ver vídeos de expats que se han instalado en la ciudad en la que vivo, Madrid. La palabra expat la he aprendido de ellos, que ponen un tierno empeño en distinguirse de los simples guiris, término que también usan para recalcar la distancia que les separa. Ellos no son guiris –aunque su pasaporte indique Estados Unidos o Australia– porque viven aquí y se están esforzando en desentrañar nuestras costumbres. Un guiri no escucha a Bad Gyal; un expat sí.
Me hipnotiza su genuina ilusión explicando que han estado de fiesta hasta las seis de la mañana o que las aceitunas que les han puesto con la cerveza son gratis. Me enternece cómo advierten a los recién llegados de que ahí el pescado en el súper se lo encuentra uno con cabeza, su sorpresa ante el escaso hielo con el que aparentemente enfriamos las bebidas o cómo celebran el primer bocado a una torrija ['tʃow rja].
De tanto verlos en las redes sociales ya les distingo de los meros turistas, incluso rodeados de compatriotas suyos que solo estarán aquí unos días, lo cual no es fácil para el ojo no entrenado. Como ya tengo un nivel experto, soy capaz de discriminar expat de simple visitante incluso en la cola del puesto de tartas de queso que han abierto en el mercado, al lado de mi frutería de confianza.
Cantan estas personas las alabanzas de España, que encuentran divertida, estimulante y, en palabras de Naty Abascal, muy humana. Se sorprenden con agrado al comprobar que pueden andar a cualquier lado, que la prisa es un concepto elástico y que todavía quedan niños jugando en ciertas calles. Su mirada de safari nos devuelve un reflejo de lo que somos que en ocasiones se acerca más a lo que nos gustaría ser, y eso siempre suena a halago.
No dan tantos detalles, sin embargo y salvo excepciones, sobre su relación económica con el Estado de esa España que adoran, en la que han descubierto su hábitat natural pero no tanto su domicilio fiscal. No encuentran tiempo para explicar esos empleos que les permiten trabajar a diez mil kilómetros y en otro huso horario, atareados como están en alabar una croqueta o haciendo un ranquin de cafés con encanto.
Me pregunto cuántos de estos expats –palabra sofisticada cuya agresiva pronunciación le contagia algún relato– se reconocen como inmigrantes. Aunque lo sean en términos estrictos, instalarse en un lugar con mejor clima y precios más baratos no es lo mismo que llegar como sea a un país del que a veces se sabe muy poco como mano de obra. Entre Vente a Alemania, Pepe y los alemanes instalados desde hace décadas en Mallorca, creo que estos modernos expats son una versión más joven y mejor vestida de lo segundo.
Es este fenómeno una capa más de la subasta permanente en la que se ha convertido la vida, y Madrid se está poniendo las pilas para hacer crecer la puja con la que se está vendiendo al mejor postor. Está mi ciudad empeñada en equiparar su coste al de ciudades que le llevan la delantera en esto de ser una capital internacional –pienso en Barcelona y en Lisboa–, que no quiere decir otra cosa que inventar nuevas facilidades para quienes puedan costearlas. ¿Para qué conformarse con que los turistas se queden solo una semana, pudiendo seducirles para que se instalen aquí, sin necesidad de aprender el idioma o de cambiar sus costumbres?
Reconozco que probablemente hay trazas de envidia en mi ironía. Durante algún tiempo pareció que los nacionales aspirábamos a la vida que llevan estos expats. Quienes no hemos conocido más que un neoliberalismo en aceleración infinita, a pesar de aquella crisis que se dijo iba a refundar el capitalismo, teníamos unas aspiraciones de progreso que están en el mejor de los casos estancadas y en el peor destruidas. Un progreso problemático y egoísta a muchos niveles, sin duda, pero que ahora nos limitamos a contemplar por la mirilla de las redes, encarnado en alguien que se esfuerza mucho en pronunciar la zeta.
Y así nos encontramos agotado el primer cuarto del siglo XXI. Rodeados de colonos con mucho estilo y fantaseando con los momentos de la historia en los que los colonos tenían nuestro acento. Sirviendo de fondo a las stories de quienes entran en los bares a los que hemos dado vidilla e imponiendo la fuerza de sus dólares nos obligan a buscar el siguiente, hasta que también lo descubran y todo vuelva a empezar.
Si la globalización era esto, en realidad se parece mucho a lo de siempre. El dinero crea nuevos cauces y riega a unos mientras a otros los arrasa o los deja secos. Quizás este fenómeno de migración premium es un buen recordatorio de los movimientos internos que sin salir de Madrid también se han dado, en barrios de moda por los que han pasado personas mucho más parecidas al que escribe, (quizás hasta me incluyo), encareciéndolos con un estilo de vida que se ha preocupado más por la individual que por lo colectivo.
Es probable que casi todos seamos el expat de alguien. No está de más que eso sea un recordatorio de que vivir en un lugar no quiere decir necesariamente habitarlo y de que lo segundo, más que por tener todos sus locales puntuados en Google Maps, pasa por juntarse con la gente que nos rodea. Por dedicar más tiempo a la asociación que a la disociación.
Comentarios de nuestros socias/os
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros socias y socios, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.