Opinión
Buñuel gran reserva
Por David Torres
Escritor
Se me ha pasado por dos días el treinta aniversario de la muerte de Luis Buñuel, olvido que al genio de Calanda le hubiese dado igual, ya que era hombre muy poco aficionado a efemérides, reconocimientos y demás gaitas. Una vez le ofrecieron un homenaje en México con premio incluido y él no quería ir, pero los amigos le insistieron tanto que al final acudió, todo para que al final le regalaran una estatuilla churrigueresca donde alguien había esculpido en letras doradas: “A Luis Buñuelo”.
Me he acordado de Buñuel porque estos días circula un video donde se ve a un funcionario mexicano que, en plena calzada, le quita tres paquetes de cigarrillos a un crío y luego le obliga a tirar al suelo las chucherías con las que se gana la vida. El niño, llorando con la cabeza gacha, es sólo una de las tres millones de criaturas que en México viven a la intemperie, a salto de calle, exactamente igual que aquellos chavales olvidados con los que Buñuel levantó hace más de medio siglo el monumento a la piedad más grande del que el cine guarda memoria.
Por algo el primer plano de su filmografía, la mítica secuencia gore de El perro andaluz, es el de una navaja de barbero cortando un globo ocular, como anunciando que lo que iba a hacer con sus películas era abrirnos los ojos. En realidad se trataba del ojo muerto de una vaca, una imagen que todavía inquieta, repugna y mantiene intacta su fascinación única; un plano que el propio cineasta no pudo filmar porque amaba demasiado a los animales, ya fuesen perros, gatos o caballos. En México, por ejemplo, llegó a amaestrar docenas de ratas y siempre tuvo el proyecto, que no llegó a cuajar, de filmar una especie de documental donde los seres humanos serían contemplados como insectos.
Nada menos que Alfred Hitchcock dijo de él que era “el más grande y el más sencillo de todos los autores cinematográficos”. En la fabulosa reunión que mantuvieron en Hollywood, junto a John Ford, Billy Wilder, George Cukor, Robert Mulligan, William Wyler, Robert Wise, George Stevens y Rouben Mamoulian (media historia del cine de una sentada), Hitchcock le golpeaba de vez en cuando en la rodilla para recordarle aquel plano de Tristana en que la mujer desnuda su pata de madera. “Esa pierna” le decía el gordo magistral, “no puedo quitármela de la cabeza”. Buñuel, modesto como siempre, repuso que se limitó a filmar lo que Galdós había escrito en la novela.
En la que tal vez sea su película más original, y ya es decir, un grupo de la alta sociedad mexicana se queda atrapado un año entero en el salón de una casa sin que nadie se explique por qué razón, tabú o embrujo no pueden atravesar la puerta. La película se iba a llamar Los naúfragos de la calle Providencia, pero Bergamín le comentó que iba a escribir una obra titulada El ángel exterminador y entonces Buñuel se quedó estupefacto: “Yo veo ese título en un teatro o en un cine y entro inmediatamente”. Bergamín le dijo que podía usarlo, que lo había sacado de un versículo del Apocalipsis, y así Buñuel pudo viviseccionar su fábula inmortal de un puñado de burgueses regresando a la selva.
Antes de El ángel exterminador, Buñuel retornó brevemente a España donde filmó Viridiana, otra obra maestra inclasificable donde se mezclan la necrofilia, la violación, la teología y la blasfemia. Con el escándalo que se formó y las protestas de la Santa Sede, el propio Franco, aficionado al cine, pidió verla y al final se levantó de la proyección con uno de sus dictámenes terminantes: “Bah, son chistes de baturros”. El chiste final fue obra de la censura, que le prohibió a Buñuel filmar la referencia explícita de Viridiana entrando en el dormitorio de su primo y entonces se le ocurrió la idea de acabar con la escena del trío jugando a las cartas: “Prima, ya sabía yo que tú y yo terminaríamos jugando al tute”.
En su hermosísimo libro de memorias Mi último suspiro, Buñuel concluye que no teme a la muerte ni a la nada, pero que le gustaría levantarse cada diez años después de su defunción para ir al quiosco más cercano, comprar los periódicos y regresar después al consolador refugio de la tumba. No creo que le gustara nada descubrir buena parte de sus peores sueños estampados en las páginas de sucesos.
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