Opinión
Columna de humo

Por Silvia Nanclares
Escritora
-Actualizado a
No, no le he pedido a Chat GPT que me escriba esta columna. Aunque tengo que reconocer que llegada esta época del año la posibilidad se presenta como toda una tentación. El fin de curso, la ola de calor inminente con temperaturas propias del mes de julio… Escenario donde se cuece con antelación el agobio de los malabares de la conciliación veraniega que tenemos por delante —solo es posible salir airosa gastando pasta a espuertas o con abuelos con buena salud, tiempo y/o casas en la playa-pueblo—. Pasar dos meses y medio de vacaciones escolares con hijos pequeños, siendo de clase trabajadora y viviendo en una ciudad cada vez menos habitable tiene que ser, por narices, un fuerte factor de estrés. Otro. El sobadísimo cortisol sí que se nos disparará a unas cuantas familias este próximo viernes 20 de junio. "Os jodéis", parece decir el mundo. Mientras, en el interior de cada piso bien caldeado se celebra la ceremonia del encierro. Ni las casas, ni las ciudades están preparadas para el rigor de los calores modernos, el Ayuntamiento no oferta plazas suficientes de campamentos urbanos y las famosas ocho semanas del permiso por cuidado de hijos tiene un apellido muy feo: no remuneradas. Ups.
En una de esas casas, en la puerta del frigorífico, está pegado e impreso a color el calendario escolar. En violeta, un recuadrito con una sentencia: último día lectivo para el alumnado. El 21 de junio, día del flamante (nunca mejor dicho) comienzo del verano, mucha gente traga saliva. ¿Y ahora qué? "Pero para qué tenéis hijos, si no los podéis cuidar, si os vais a quejar todo el rato". Gracias por tu comprensión, compañero. Quítate un poco del adultocentrismo que se te ha quedado en la comisura. Los niños no son tus hijos, son hijos de la vida, como rezaba aquel póster que regalaba, junto con la lámina del Guernica, cualquier Caja de Ahorros o el mismo Interviú —qué obsoleto todo ya—, y se podía encontrar en todas las casas progres de los 80-90. Como obsoletos son aquellos largos veranos que todo el mundo idealiza. Tramposa nostalgia. Pamplinas. Mis hijos son mis hijos. Y poco de estampa estival tiene un verano en la ciudad sin perrito que te ladre. Así lo quiere el Estado entre junio y septiembre de cada año. El que tiene hijos que se los coma (y esto quiere decir: que se organice su cuidado pagando), parece espetarnos, mientras nos ve derretirnos en estas ciudades con largas avenidas de asfalto con árboles escuchimizados y sin piscinas municipales suficientes, sin parques umbríos. Sin ir más lejos, en la reforma del parque de la Cornisa, el que está más cerca del colegio de mis hijos y que ha sido recientemente reformado, han dejado con más sombra a la zona de crossfit que a la de los columpios. Así están las cosas. Es el tiempo de la automejora personal, no del crecimiento y del juego en libertad. La fresca para el que se la trabaja. Y todo el mundo sabe que los niños en verano son la media pura y universal de la improductividad.
Pero va, salgo de mi casa, salgo de este agujero de apatía. No me queda otra. Es imperativo entregar esta columna, ganarse el jornal. El desgaste es un tema como cualquier otro. Estoy agotada y no me quedan ideas pero hago de ello el propio contenido de la columna. Anatomía del burnout. Esta sensación de peso en los brazos, en el ánimo, en los pies. Hoy no consultaré datos, no haré relaciones críticas. Solo os ofreceré mi cansancio. Como el que trae una res al matadero y la planta en la mesa de aluminio para ser despedazada. Ofrecida al altar de la productividad. Qué imagen fea, pero igual de feo es el desgaste laboral. Estoy que echo humo. Pero no un humo enfadado. Un humo triste. Wikipedia (no me pidáis hoy mucho más allá de lo descriptivo) define el burnout como una neurastenia relacionada con lo laboral. Neurastenia laboral. Qué decimonónico. Pero a la hora de comer, la Coca-Cola Zero te la ponen a tres euros. Y esto en el único bar que no es franquicia de la calle en la que trabajo, y en la que aún quedan árboles. Los miro como lo que son, una anomalía, una especie en extinción. Desde cada cabeza de trabajador que, como yo, ha hecho una pausa para comerse un pincho, veo salir colas, columnas, hilillos de humo. Personitas quemadas por toda la ciudad. Fundidas, por la precariedad o la falta de sombra. Poco más que escribir, voy terminando esta columna, una columna de humo, ni siquiera denso, de los que anuncian una quema de rastrojos. No, un humo blancuzco, que avisa de que no hay más leña en esta cabeza que la que arde, que la que ha ardido. Quizá sea tiempo de rastrojar las malas hierbas para después tumbarnos en un buen suelo amarillo a echarnos la siesta. Siempre nos quedará el horizonte. Por ejemplo, el del parque de las Siete Tetas.
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