Opinión
Comprar, usar, matar

Periodista
-Actualizado a
Hace unos cuantos años, trabajé durante nueve días exactos en una conocida tienda de bolsos, maletas y complementos de una de las principales calles de Madrid. La marca, de nombre español y fabricación supuestamente española, hacía creer a sus clientas que los sombreros y zapatos que compraban estaban manufacturados en nuestro país y construídos con materiales nobles. Mi cometido como dependienta eran mentir todo el rato: tenía que decirle a cada señora que entraba por la puerta que estaba divina y guapísima aunque no lo estuviera ni lo fuera en absoluto, y después de haberla convencido para comprarse algo que seguramente no necesitaba, meterme en el almacén con unas tijeritas que llevaba ocultas en un bolsillo y cortar las etiquetas de aquellos sombreros y bolsos que reclamaban de la exposición y cuyo origen real era China. La encargada también nos mandaba arrancar la pegatina de la composición de las botas y zapatos y hacerlos pasar por piel, tanto en su parte externa como interna. Todos estos embustes me mantenían en un estado de alerta y miseria moral permanente en plena campaña de Navidad del 2009, mientras pensaba en cómo iba a decirle a mi padre que había fracasado, nuevamente, en mi intento por ganarme el pan. Yo tenía 23 años y había ido a estudiar, pero estaba dispuesta a aprender a eliminar cualquier rastro del origen y la composición de las prendas si me daban los 900 euros prometidos al final de la campaña. El entusiasmo me duró poco. El octavo día, domingo, apareció una señora muy pija y muy clasista que me preguntó si unas botas marrones que se estaba probando eran de piel de conejo o de vaca. Como buena gallega yo solo conocía conejos y vacas en su versión premium y le dije que no sabía de qué clase de piel eran exactamente, pero que eran de una calidad buenísima y por supuesto, española. Entonces, la señora pija se acercó el zapato a la nariz e inhaló todo el material plástico del que estaba compuesto aquella mierda envuelta en lujo, y me tiró el calzado al suelo con tanto desprecio que se los hubiese hecho comer si no fuese porque yo era una pringada con ganas de abrirme puertas hasta en el infierno. La pija mandó llamar a mi encargada que me echó la bronca del siglo por no saber interpretar que aquello era una piel sintética buenísma y supongo que españolísima. Al día siguiente, presenté mi renuncia voluntaria en el mundo de la moda con una puerta cerrada para siempre.
Sirva este ejemplo bobo para entender brevemente cómo funciona la industria de la moda. Tal como escribe Tansy E. Honskins en su libro Manual anticapitalista de la moda lamentablemente “la moda ha quedado destruída por el capitalismo, y ahora existe como una excusa para que los ricos exploten a los pobres”. Tendemos a creer (o nos han hecho creer) que la fast fashion es el gran virus de la moda, pero resulta que casi toda esta industria está infectada por los mismos parásitos: las grandes corporaciones propietarias de un puñado de milmillonarios que se reparten el pastel con multitud de marcas, supuestamente enemigas entre sí, pero que en realidad atienden a los mismos intereses y que operan con los mismos patrones de crueldad, violencia, y acumulación de delitos contra las personas, los animales y el planeta. Las víctimas son casi siempre las mismas: mujeres, niñas, migrantes y ecosistemas sometidos a prácticas machistas, racistas y coloniales. Las personas que elaboran las prendas que vestimos a diario de multinacionales españolísimas o europeas, están fabricadas en países en donde la legislación de los derechos laborales brilla por su ausencia. En Pakistán, India o China y también en pequeñas islas de antiguas colonias americanas o inglesas, las trabajadoras permanecen hacinadas en enormes talleres de confección bajo condiciones insalubres mientras son traficadas y abusadas por encargados de fábrica. Al tiempo que las habitantes del Norte Global resolvemos nuestros problemas emocionales comprando compulsivamente ropa que no necesitamos, las del Sur pierden la salud y la vida entre toneladas de tejidos y productos químicos tóxicos.
En este sistema, todas somos culpables y todos somos víctimas, pero unas más que otras. Ni la dependienta obligada a mentir para ganarse un sueldo tiene la misma responsabilidad que las grandes corporaciones que han reventado la industria local y nacional para comerse los recursos humanos y ecológicos de países en desarrollo, ni las trabajadoras mileuristas deben cargar con las mismas obligaciones morales que las influencers que se enriquecen blanqueando a marcas que venden prendas por menos del jornal de una trabajadora. Sin embargo, en este sistema, la alienación sí está garantizada para todas.
La pregunta, que también se hace la autora, es para qué sirve la moda a día de hoy. Está claro que su objetivo ya no es proveernos de ropa duradera y de calidad para vestirnos elegantemente y protegernos de las inclemencias climáticas. La moda, en este contexto neoliberal, solo busca demenciarnos con compras absurdas y continuadas en un scroll de infinitas posibilidades. Como todo el capitalismo de consumo, la fast fashion promueve en los consumidores la insatisfacción permanente que será resuelta momentaneamente acumulando montones de prendas fabricadas con sangre, sudor y lágrimas.
Ojalá el problema de la industria de la moda se resolviese únicamente reciclando o comprando en tiendas de segunda mano. Pero las soluciones más importantes tienen que darse en origen. La industria de la moda jamás podrá ser medianamente justa sin un subida de salarios masiva para las trabajadoras textiles, control de horarios y adaptación de las condiciones laborales a las de los países importadores, impuestos a las corporaciones internacionales en los lugares de fabricación para mejorar la calidad de vida de sus habitantes y devolver una mínima parte del expolio humano y ecológico, sindicación laboral, prohibición de materiales altamente tóxicos, coto a las influencers que promueven un consumo desaforado y tasa ecológica al envío online de unas bragas a la puerta de tu casa. No estaría mal volver a las colecciones por temporadas, que son un puñado por estación y no 300 al año. Pero además, nuestra responsabilidad individual debería pasar por comprar de manera sensata, por acudir siempre que podamos al comercio local y por apoyar iniciativas de diseñadoras y empresas locales. No comprar en domingo ni festivos y estar dispuestas a pagar más a cambio de justicia social. Porque la moda rápida y sus réplicas en el sector del lujo debería poner en sus etiquetas bien grande “el consumo de esta prenda mata” y no me refiero solo a las vidas humanas y animales, sino que se mata a si misma cuando olvida que la moda también fue un arte desde el primer patrón.
Comentarios de nuestros socias/os
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros socias y socios, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.