Opinión
Dejadnos adoctrinar a vuestros hijos

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
En octubre del año 2018, Lori Vallow asiste por primera vez a una charla del autoproclamado profeta y escritor Chad Daybell, a quien admira desde hace años. Convencidos ambos de que el mundo se va a acabar el 22 de julio del 2020 y de que son capaces de comunicarse directamente con Dios y Jesús, la pareja contrae matrimonio en Hawai, el 5 de noviembre del 2019, mientras se preparan para liderar a los supervivientes del Apocalipsis que dicen está por llegar. Sin embargo, el pasillo nupcial de la pareja ha sido pavimentado con los asesinatos del cuarto esposo de Lori, Charles, y de la mujer de Chad, Tammy. Mientras los novios se dan el sí quiero, los hijos menores de Lori, Taylee —de dieciséis años— y JJ —de tan solo siete— se encuentran en paradero desconocido. En febrero del año 2020, tras meses de presión mediática y familiar, las autoridades detienen a Lori acusada de negligencia y abandono de menores, y el 9 de junio la Policía descubre los restos de JJ y Taylee en una parcela propiedad de Chad —que no tardará en ser detenido también y acusado de ocultación de pruebas—. Juzgados por separado, ambos son condenados por los asesinatos de Tammy, JJ y Taylee. Lori, a cadena perpetua y su esposo Chad, a la pena de muerte, porque todo sistema incompetente trata de disimularlo siendo cruel.
Apenas tres meses después de que Lori Vallow fuera condenada, el 30 de agosto del 2023, un pequeño de 12 años llama a la puerta de su vecino y le pide que le lleve a la comisaría más cercana. Visiblemente desnutrido, cubierto de heridas y con marcas de ligaduras en tobillos y muñecas, el pequeño le cuenta a su vecino que se ha escapado de casa, donde su hermana pequeña y él están siendo maltratados por su madre, la conocida youtuber Ruby Franke. Franke y su socia Jodi Hildebrant son inmediatamente arrestadas, ambas mujeres se declaran culpables y son condenadas a 30 años de cárcel. Sin embargo, ni Ruby, ni Jodi se habían tomado muchas molestias en disimular lo que se traían entre manos; a pesar de ello las autoridades, pese a las múltiples denuncias, prefirieron ignorar durante años los avisos de los miles de personas —incluidas la hija mayor de Ruby— que contemplaban a diario como esta hacía alarde en su canal de Youtube de un estilo de crianza en el que la privación del sueño y la comida, el maltrato psicológico y las amenazas eran la norma. Una situación que se vuelve insostenible cuando esta conoce a la terapeuta Jodi Hildebrant, con quien monta un negocio de pseudoterapia con el que gana dinero haciendo apología del maltrato infantil —disfrazado de maternidad responsable—, cristiana y estricta, mientras sus dos hijos pequeños malviven maniatados y desnutridos en su mansión de Utah.
Y en el mes de abril de este año, apenas a media hora de distancia de mi casa, en Fitoria, Uviéu, la policía liberaba a tres menores de edad, dos gemelos de ocho años y su hermano de diez, a quienes sus padres —él de origen alemán, ella estadunidense— mantenían encerrados en casa rodeados de basura y excrementos desde el año 2021. Gracias a la denuncia de una vecina la policía pudo descubrir lo que ocurría en la ya conocida como la “casa de los horrores”. El padre y la madre de los pequeños —que están detenidos y han sido despojados de la patria potestad— han alegado que mantuvieron a sus hijos secuestrados por miedo a la COVID. Sin embargo, puede que lo que más llame la atención es el hecho de que nadie en un pueblo tan pequeño, salvo la mujer que puso en alerta a la Policía, reconozca haber sabido o haberse percatado de la existencia de los pequeños.
Estos tres casos —que son sin duda tres ejemplos extremos y dramáticos— son sin embargo el síntoma que nos advierte de que estamos padeciendo como sociedad una enfermedad grave. Y es que las cifras de maltrato infantil solamente en España superan el 25%, un dato escalofriante, sobre todo si tenemos en cuenta que la mayoría de los abusos se dan dentro del entorno familiar. Desde pequeños nos han asustado con los extraños, nos han gritado que viene el lobo y que desconfiemos de los desconocidos cuando el verdadero peligro se encuentra en el interior de los hogares. Niños, niñas y adolescentes que no están atados a los barrotes de la cama como los hijos de Franke; ni encerrados en habitaciones sin ventanas como los pequeños de Uviéu; sino que cada día van a la escuela, salen a la calle, acuden a los cumpleaños de sus compañeros o se cruzan con nosotros por las escaleras, mientras son maltratados y abusados por aquellos que deberían amarles y protegerles. El maltrato infantil es, además, como la violencia de género, transversal, pues se da en todo tipo de hogares y familias; sin embargo, al contrario que la violencia misógina, es un maltrato silencioso al que le damos la espalda y del que apenas hablamos.
Muchas son las causas de este maltrato silenciado y tolerado por la sociedad: unos servicios sociales infradotados en personal y financiación con ciertos dejes caritativos y poco empáticos que pone el foco casi exclusivamente en las familias con menos recursos; un sistema educativo y sanitario en el que los protocolos no acaban de funcionar como deberían; y un sistema, el de los menores tutelados, que está fallando de manera estrepitosa y escandalosa en todas las CCAA y en el que los abusos y las desapariciones no son una excepción sino la norma, a pesar de que ninguna institución está dispuesta a aceptar su responsabilidad.
Sin embargo, la violencia hacia la infancia hunde sus raíces en unos prejuicios mucho más antiguos y todavía arraigados en parte de la sociedad, en torno a la propia existencia y realidad de los menores, que son vistos como seres de segunda categoría y cuya palabra es puesta en entredicho. Esto es fruto de la mentalidad patriarcal tradicional, que entiende a los hijos como una propiedad de sus padres y, por ende, que solo las familias han de tener la potestad de influir y decidir en qué y cómo se les educa. Una mentalidad que se sustenta en fundamentalismos religiosos —tanto Vallow como Franke son mormonas—, pero también en convicciones políticas extremas y reaccionarias que no acaban de desaparecer, pues las constantes guerras culturales de la extrema derecha la mantienen siempre viva y acechante. Bajo estos postulados los hijos acaban siendo apenas meros instrumentos políticos para sus padres, sin derechos ni autonomía.
Al mismo tiempo, los pánicos morales de las extremas derechas religiosas y políticas cristalizan en las burlas a la educación respetuosa, ridiculizando otras formas de ejercer los cuidados y la educación, caricaturizando a las familias y a los menores y propagando bulos, mientras performan de cara a la galería una imagen de familia nuclear perfecta, de niños conjuntados con sus camisitas y sus canesús. No es casualidad, por tanto, que la mayoría de las mamás influencers sean conservadoras, pues la reacción está aprovechado de forma magistral las redes sociales para expandir este mensaje tradicionalista, mientras vocifera sobre el supuesto adoctrinamiento que el Gobierno y la izquierda tratan de imponer a sus hijos. Del pin parental a la escolarización en casa, lo importante es aislar a los menores de toda influencia externa, de toda educación y contacto con lo distinto. Estos defensores de los valores tradicionales y la familia nuclear, sin embargo, no pestañean mientras Israel abrasa vivos a niños y niñas palestinas, porque esto nunca ha ido realmente de defender o de proteger a la infancia.
Por eso mismo, es necesario recalcar que la educación de los menores no es una responsabilidad exclusiva de las familias sino una responsabilidad de toda la sociedad. Porque politizar los cuidados es esto: compartir y asumir nuestra responsabilidad en el cuidado y el respeto por los menores. En una época en la que impera el individualismo y que no disimula su niñofobia, recuperar la preocupación por el bienestar de los demás, incluidos los niños, es un arma política infalible para luchar contra la reacción, el atrasismo y el egoísmo. Dejad que adoctrinemos a vuestros hijos, dejad que les demos herramientas para ser libres, felices y estar seguros.
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