Opinión
Los delitos y las penas: contra el discurso punitivista

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
La noche del 19 de mayo de 1983 un Nissan rojo se dirige a toda velocidad hacia el Hospital McKenzie-Villanette en Springfield, Ohio. Al volante se encuentra Diane Downs, e inconscientes en su interior yacen sus tres hijos: Christie, de ocho años, Cheryl Lynn de siete y el pequeño Danny de tan solo tres. La sangre cubre el interior del Nissan cuando Diane, entre lágrimas y sangrando por una herida de bala en el brazo, les explica a las enfermeras que la atienden que un joven desconocido ha disparado contra ella y sus hijos en mitad de una solitaria carretera comarcal. A pesar de la gravedad de las heridas los sanitarios lograrán salvarle la vida a Christie y al pequeño Danny, que quedará paralizado de por vida, pero nada podrán hacer por Cheryl, pues la niña había fallecido de camino al hospital. El 14 de junio del año 1984, un jurado compuesto por nueve mujeres y tres hombres declarará culpable a Diane Downs, que es condenada a cadena perpetua por el asesinato de Cheryl más cincuenta años por el asalto y el intento de asesinato de Christie y Danny. El caso Downs tuvo desde el principio los ingredientes y los excesos de todo telefilme de sobremesa que se precie: una madre joven, atractiva, sexualmente desinhibida y sin corazón, dispuesta a matar a sus hijos para volver con un amante que había dejado claro que no quería ser padre. Tal fue así que la historia de Diane acabó adaptándose a la pequeña pantalla para ser protagonizada por una Farrah Fawcett tan histriónica como hermosa. Pero el caso Downs visto de cerca es mucho más complejo que la simplona versión que la prensa y las televisiones machaconamente se empeñaron en transmitir. Pues Diane Downs era una joven que había sufrido graves abusos sexuales y psicológicos en la infancia que le habían provocado serios problemas de salud mental, problemas que, aunque que no justifican sus actos, sí nos abren una puerta hacia su mente que nos puede ayudar a detectar y prevenir casos similares.
Pero el circo mediático que se montó en torno a Downs, en el que no era posible distinguir las noticias de las especulaciones, los rumores de la información veraz, predispuso a la opinión pública desde el primer momento contra ella, por lo que fue imposible que se pudiera garantizar que las doce personas que formaron parte del jurado que la condenó fueran imparciales tras escuchar durante un año a la prensa y las televisiones nacionales describir a Downs como una obsesa sexual y una asesina. Además el fiscal del caso, Fred Huigi, adoptó a los dos hijos supervivientes de Diane, por lo que tenía interés personal en condenarla, y la relación tan íntima que estableció con unos niños traumatizados y desamparados -a los que visitaba sin supervisión- hace que algunos expertos todavía sigan poniendo en entredicho las declaraciones de los pequeños que señalaron a su madre como la autora del crimen. Y aunque es más que probable que Diane hubiera sido condenada igualmente si se hubieran respetado las garantías judiciales debidas -las pruebas circunstanciales apenas dejaban lugar a las dudas sobre su culpabilidad-, aun así la acusación decidió tomar la vía rápida ignorando, de esta manera, que las democracias y el Estado de Derecho son artefactos muy delicados construidos en torno a rituales que han de ser respetados al pie de la letra y escrupulosamente, sobre todo cuando afectan a quienes la sociedad considera como indeseables, pues es ahí, precisamente, donde se ponen a prueba su fortaleza y su razón de ser.
Es innegable que la pulsión por el castigo es una reacción natural y bastante comprensible, sobre todo cuando nos enfrentamos con crímenes tan aborrecibles como son los crímenes de odio, los de naturaleza sexual, los cometidos contra la infancia o aquellos que, por una u otra razón, acaban desatando la indignación popular. Es una pulsión que nace de las vísceras. Que se los encierre, que se tire la llave de la celda, decimos, el mundo será un lugar mejor con esta gente encerrada. Son palabras, pensamientos que consuelan; un bálsamo superficial que solo sirve para aliviar nuestro enfado y que hace que pongamos el foco en el perpetrador y nos olvidemos de la víctima. Porque castigar con largas condenas de cárcel al responsable de un delito no es lo mismo que proteger a la víctima de dicho delito, que aparece en estos discursos como objeto de lástima pero no como un sujeto con derechos y alguien al que se le debe justicia y al que hay que reparar, mientras se desatiende también la necesidad de que el perpetrador se haga responsable de sus actos de manera activa.
En un mundo poco dado al debate serio, en el que los posicionamientos simplistas más reaccionarios acaban copando todos los espacios, el dibujo caricaturesco que se hace del antipunitivismo juega a identificarlo con la impunidad o con la ingenuidad. Sin embargo, desde los planteamientos antipunitivistas nunca se ha negado la gravedad y el impacto social que tienen los delitos, tanto en la sociedad como en las vidas de aquellas personas afectadas directamente por ellos, ni tampoco se aboga por que estos queden sin castigar, pero sí que se exige una reflexión social sobre cómo debemos afrontar este castigo y sobre todo que se ponga el foco en la prevención del delito y en la protección, cuidado y reparación de las víctimas. El punitivismo, en contraste, obvia la prevención para centrarse principalmente en el castigo a posteriori, exige ejemplaridad social pero no entra en las causas y apenas presta atención ni recursos a la prevención. Se da la paradoja además de que la misma mentalidad patriarcal que está detrás de los delitos sexuales y contra la infancia, y que aun protege y ampara con su silencio cómplice a los abusadores, es la que todavía dicta la lógica de las actuaciones en la mayoría de los juzgados que, en su afán por condenar y castigar, se muestran implacables con las víctimas -cuya palabra es puesta en entredicho además por sistema-, especialmente con las infantiles. Esto provoca que las víctimas prefieren no denunciar antes que pasar por la experiencia de verse revictimizadas por aquellos que dicen protegerlas. La trampa punitivista en la que cayó el feminismo durante el debate de la llamada Ley del Sí es Sí, y que provocó una reforma exprés para endurecer la penas, ha hecho que olvidemos que sigue sin desarrollarse plenamente la parte de la ley que contempla el cuidado y la protección integral de las víctimas, lo que demuestra, una vez más, que las víctimas son la excusa para el punitivismo y no su razón de ser.
Un sistema que además contempla como normal que encerremos en el mismo lugar al monstruo que ha abusado de un bebé junto a la persona pobre y desesperada que ha aceptado pasar droga por una aduana, es un sistema inoperante, ineficaz y cruel. Las cárceles, para nuestra vergüenza, siguen siendo espacios deshumanizadores y violentos que pueden satisfacer nuestras ansias de venganza pero no el propósito final de toda democracia y del Estado de Derecho, que es el de reinsertar a los condenados y entender que todos los ciudadanos poseen los mismos derechos, garantías y consideración, incluidos aquellos a los que consideramos monstruos, porque como sociedad tenemos la obligación de ser mejores de lo que somos como individuos.
El populismo punitivista ha sido tradicionalmente uno de los ejes centrales del discurso reaccionario. Con él se pretende vender una falsa idea de seguridad y control apelando a la mano dura y al castigo ejemplarizante, pero su objetivo final nunca ha sido proteger sino disciplinar a la ciudadanía e infundir miedo y desconfianza. La evidencia demuestra además que el punitivismo es, ante todo, un sistema condenado al fracaso, pues el endurecimiento de las penas no provoca la disminución de unos delitos que, en muchas ocasiones, se vuelven incluso más violentos. La ineficacia y la trampa del punitivismo residen principalmente en que nunca van a la raíz del problema, ni cuestionan los fundamentos mismos del orden social que están en el origen de la mayoría de los delitos: la desigualdad, el patriarcado o el falso moralismo e hipocresía en torno a las legislaciones sobre las drogas... Es por eso que tenemos que tener especial cuidado en no caer en la trampa reaccionaria que trata de sacar partido de la lógica y natural indignación que algunos delitos y sus perpetradores nos provocan. Es fácil, como en el caso de Diane Downs o en el asesinato de Belén Cortés, convencernos a nosotros mismos de que hay delitos, y sobre todo personas, que son tan abyectos que no pasa nada si nos tomamos un atajo para encerrarlos. Pero una vez que aceptamos que existen zonas grises y que hay personas que no merecen que se respeten sus derechos, garantías y libertades, habremos abierto la puerta para que, a la mínima disensión, cualquiera pueda llegar a ser considerado un indeseable.
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