Opinión
Derechos universales o barbarie

Por Guillermo Zapata
Escritor y guionista
El Ministerio de Sanidad ha anunciado que a partir del próximo curso los menores de 16 años que necesiten gafas las tendrán pagadas hasta un límite de 100 euros. Si las gafas costaran más, tendrían que abonar la diferencia. La medida no distingue entre menores de 16 años de familias más acomodadas o menos. Cualquier joven sin importar los recursos de su familia podrá solicitarlas. Sólo necesita que el médico le extienda el equivalente a una receta, nada más. Es decir, es una medida de carácter universal. Es cierto que para serlo del todo no debería segregar tampoco por edad, pero el objetivo expreso del ministerio es ir incorporando capas de población. Algo parecido sucede con la renta de crianza: una cantidad de dinero al mes para cualquier persona con hijos e hijas a cargo. Aunque se empezara en el rango de cero a tres años la medida sería universal al garantizar el acceso de cualquiera y luego se incorporarían otros rangos de edad.
La medida ha abierto de nuevo el debate sobre la universalidad de los derechos. Un debate importante y que lo será cada vez más. ¿Por qué es importante, por tanto, que en la medida de lo posible tendamos a que los derechos sean universales? Hay varios argumentos, pero querría empezar por el menos concreto. Es importante que los derechos sean universales porque la forma de los derechos describe la idea de sociedad detrás de ellos.
El planteamiento de izquierdas que defiende que estos derechos no deben ser universales es el siguiente: hay gente que tiene mucho y gente que tiene poco. Esa diferencia es injusta. No podemos tratar igual (dar gafas a cualquiera que lo necesite sin importar si se las podría pagar o no) a quién es distinto porque entonces estaremos perpetuando esa diferencia. Quién ya podría seguirá pudiendo y le sobraría dinero para otras cosas. Es un buen argumento.
La idea de derecho universal se sitúa, sin embargo, en otro lugar.
Ese lugar lo que dice es que lo que define formar parte de la sociedad tiene que ver con los derechos que se tienen y cómo las instituciones los protegen. Defender que quien más tiene y quien menos tiene forman parte de la sociedad en los mismos términos, es decir, tienen derecho a lo mismo. Eso dibuja una idea de sociedad que incluye a todo el mundo sea quién sea, venga de dónde venga. La segregación por renta dibuja un modelo social en el que ricos y pobres son esencialmente algo distinto a ciudadanos, los derechos universales dicen que todos somos igual de ciudadanos y aparte somos ricos o pobres.
Pero claro que hay diferencia entre ser un ciudadano rico y uno pobre, por ese motivo las obligaciones (no los derechos, las obligaciones) de las personas de esa sociedad de iguales no son las mismas. Las obligaciones de una persona rica consisten en dedicar una parte de su patrimonio a través de unos impuestos lo más distributivos posibles a financiar los derechos universales de la sociedad: la sanidad, la educación… Las gafas o el cuidado de los hijos/as.
Eso marca también, por tanto, cuales son las cosas que como sociedad consideramos que deben garantizarse de manera profunda. Que la sanidad esté garantizada a través de los servicios públicos es una decisión política. Hay otros sitios dónde no es así. Incluir, por tanto, unas gafas o los cuidados en ese pack de lo que garantiza lo público, igual que se incluyen los Bomberos o la Policía o la educación, nos dice qué es lo que esa sociedad considera esencial.
Vayamos ahora a lo práctico.
La segregación por renta funciona de la siguientes manera: usted tiene que probar que es pobre. Lo suficientemente pobre como para no pagar estas gafas (o para recibir el Ingreso Mínimo Vital o para tener una renta de crianza). Probar que usted es pobre es un examen de pobreza. Es, por tanto, estigmatizante. Además, la estructura creada para comprobar si usted es pobre no se fía de usted, por tanto, parte de que usted quiere engañarla. Quiere quitarle a lo que es de todos una parte para usted. La forma de abordar esa desconfianza es que usted tiene que someterse a un infierno burocrático. Un examen permanente sobre su pobreza.
Incluso en esa sociedad en la que los ricos pagan impuestos de manera redistribuida, como la imagen social de las ayudas no es la de que usted tiene derecho a esas gafas, sino que usted necesita ayuda para tenerlas, lo primero siempre será comprobar si sí o si no. En torno a esa idea de sí o no se generará un aparato burocrático y ese aparato supondrá tiempo y dinero, que muy seguramente podríamos estar usando en muchas otras cosas.
La universalidad no necesita preguntar. Igual que no te preguntan si eres rico o pobre en la puerta de una biblioteca, al denunciar en comisaria o al entrar en un hospital. Entras y ya. Y las instituciones se encarga de que ese servicio esté bien financiado. De nuevo, la redistribución se hace sobre los impuestos y no sobre los servicios en si.
La universalidad acaba con el estigma, acerca a las instituciones a la población y, por tanto, fortalece la democracia. Rompe con el discurso de la extrema derecha de las paguitas, porque para que haya una paguita tiene que haber una distinción entre quién la recibe y quién no. Los derechos universales parten de una confianza profunda en que cualquiera, sobre las mismas posibilidades, puede desenvolverse socialmente y, por tanto, no necesita tutelas.
La universalidad otorga mayor poder social a la ciudadanía y más libertad a la misma. La Renta Básica Universal o la herencia universal parten de esa misma idea. Consideran el acceso al capital mínimo para la reproducción de la vida un derecho de cualquiera.
De momento, hemos empezado por las gafas, y es una gran noticia.

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