Opinión
El fin del despotismo deslustrado

Por Oti Corona
Maestra y escritora
Si les soy sincera, no sé qué habría hecho el mes de febrero sin Rubiales. Sin el juicio a Rubiales, quiero decir. Qué horrible habría sido el 'runrún' de las noticias del telediario, entre malas y peores, sin la fiscala justiciera cuyas conclusiones finales deberían gritarse desde los altavoces de los centros comerciales, sin la abogada defensora que era la versión catalana de Cruella de Vil, sin el resto de abogados de la acusación que eran -o querían ser- Gregory Peck en Matar a un ruiseñor, Richard Gere en Las dos caras de la verdad y Juan Echanove en Turno de oficio, y sin el señor juez que cada diez o quince minutos los mandaba callar a todos. Living. Así me han tenido. Me he chupado el juicio dos veces. La gente mira La isla de las tentaciones porque no ha descubierto aún que la Audiencia Nacional transmite sus pleitos en directo.
El cortejo de testigos y acusados ha sido como ver desfilar a las dos españas del siglo XXI. Quienes creen que cualquier excusa es buena para acceder sin consentimiento al cuerpo de una mujer y quienes dicen que se acabó. Quienes gruñen porque a qué tanto quilombo por un beso y quienes se alegran de que por fin, diosita, por fin, haya una luz al final del túnel que pare los pies a estos abusones.
Las y los testigos que eran conscientes del mal trato que la Federación dio a Jeni tras la agresión mantuvieron un tono sosegado, sin aspavientos ni exageraciones. Rubiales y su séquito, en cambio, fueron engreídos y faltones, en especial con las mujeres de la parte de la defensa, alguno tan prepotente que el juez le reprendió por su mala educación a la hora de dirigirse a la fiscala, y otro con tal diarrea verbal que también el juez le exigió que al menos escuchara las preguntas antes de soltar el rollo que se había preparado. Por su parte, Jeni, oh, Jeni, dejó clarinete que divertirse y festejar la victoria que había conseguido no resta un ápice de gravedad a la agresión que sufrió. Rubiales, que aún no habrá conseguido regular el tránsito intestinal después de los sapos que se tuvo que tragar, fue falso y cobarde. Sobre todo cobarde, si recordamos que en los tiempos del "no voy a dimitir" hizo una acérrima defensa del masculino neutro para afirmar, mirando a su amigo Vilda, que eran “campeones” y no campeonas; en cambio, frente al juez solo habló del triunfo en femenino genérico. Los principios de los machistas es lo que tienen, que son tan frágiles como su masculinidad.
La casualidad ha querido que el juicio coincida en el tiempo con dos noticias que me sentaron como un masajito en las cervicales. Una es la dimisión de Carlos Palacio, exjefe de urgencias de la Fundació de l’Esperit Sant, tras las acusaciones de abuso de poder; y la otra, el despido de Juan Miguel González, exdirectivo de LifeWatch que se dedicaba a explicar a sus subordinadas, entre otras lindezas, lo duro que se le pone el pene y a preguntarles si querían tocarlo. ¿No iba siendo hora ya de que a estos personajes se les acabase el chollo? ¿Cuántos de nosotros hemos tenido que soportar a un jefe o a una jefa intratable? Y no me refiero a que un día se rebote y saque los pies del tiesto, eso le puede pasar a cualquiera. Me refiero a un mediocre acomplejado y caprichoso, a un tirano de baratillo que utiliza el cargo para maltratar a sus congéneres, al déspota deslustrado que abusa de los demás con plena conciencia del daño que hace y con la convicción de que el entorno mirará hacia otro lado y hasta le reirá la gracia. Al menos a estos la Justicia les ha dicho que hasta aquí. Que se acabó. Y además, en ambos casos ha sucedido la magia: quienes no se veían directamente afectados por los abusos de sus jefes se han solidarizado con sus compañeras (oh, casualidad, ambos se entregaban a fondo con las mujeres) y han testificado a su favor.
Que sí, que aún estamos lejos de cantar victoria. Que Rubiales y su camarilla se han librado, de momento, de una condena por coacciones. Que queda mucho por hacer. Pero es que hasta hace cuatro días si te gritaba tu jefe tenías que callarte porque para algo era el jefe y si te tocaban el culo te callabas aún más porque a saber qué andarías haciendo. Que en muchas empresas solo les faltaba colgar en la fachada el cartel de “Bullies Welcome”. Hoy vemos que por fin se les aparta de sus puestos de poder y se les desenmascara ante la opinión pública. Diría alguna cursilada como “estas noticias me dejan el corazón calentito de esperanza” pero lo cierto es que me dejan dando botes en el sofá mientras grito “te jodes, cabrón” entre sonoros y vistosos cortes de manga.
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