Opinión
No existió la mujer que cortaba cabezas

Periodista y escritora
A finales de junio publiqué una columna aquí mismo sobre una náufraga: Hallan una náufraga tras cuatro días a la deriva. En realidad, era una "fábula", como apuntó una lectora, para que existiera el femenino del término "náufrago". Me parecía que, por alguna razón, únicamente naufragan los hombres en este mundo. El uso de las palabras no sólo retrata realidades, sino que también puede crearlas. De la misma manera que, en cuanto las mujeres empiezan a ocupar puestos en la judicatura aparecen las "juezas" —o sea, el femenino de "juez"—, el hecho de crearle un relato a una náufraga permite que las mujeres empecemos a naufragar.
Estos días pienso a menudo sobre qué lugar ocupamos ante el genocidio que se está llevando a cabo en Palestina. ¿Somos inocentes o participamos de dicha barbarie? Podríamos describirnos como personas colaboradoras en tanto que quienes la están permitiendo con su inacción son nuestros propios representantes. También danza por ahí la culpa, como de costumbre. ¿Tengo derecho a disfrutar mientras sucede ante mis ojos el mayor ejercicio de exterminio retransmitido en directo? ¿Puedo crear sin aludir a ello? ¿Tienen las personas con perfil público obligación de posicionarse contra Israel? Llevamos tiempo dándole vueltas a estas cuestiones.
De alguna forma, ya escribí sobre ello, sobre nuestro estado de "desorientación". Pero al hacerlo, me he dado cuenta de que reaparece la pregunta de si, lejos de cualquier posibilidad de acción real y (de alguna forma) violenta, somos víctimas o verdugos. Y entonces, vuelvo a las palabras. No pregunto si somos víctimas o verdugas, sino verdugos. De hecho, para mi procesador de textos la palabra "verduga" ni siquiera existe. Sí aparece de vez en cuando en la Literatura como adjetivo, por ejemplo en un soneto de Miguel Hernández (de El rayo que no cesa): Si el tiempo y el dolor fueran de plata/ surcada como van diciendo quienes/ a sus obligatorias y verdugas/ reliquias dan lugar, como la nata,/ mi corazón tendría ya las sienes/ espumosas de canas y de arrugas. O en las "olas verdugas" de Alejandra Pizarnik. Se me ocurren, en fin, un buen puñado de verdugas en sentido figurado, también, pero buscando buscando, no encuentro ninguna mujer que haya desempeñado tal oficio.
De la misma forma que con la náufraga, podría crearle un cuentecillo a la verduga, y así hacer que al menos exista en la pequeñísima ficción que cabe en este espacio. Tenemos estas herramientas, divinas herramientas, y qué poco las utilizamos. Sin embargo, elijo no hacerlo. Elijo que siga sin existir la verduga. Porque nosotras, y esto es así le pese a quien le pese, no hacemos esas cosas. Entonces pienso en las brujas, en las madres protectoras encarceladas, creídas por nadie, y en las denuncias falsas. Entiendo cómo funcionan las cosas.
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