Opinión
Las identificaciones

Escritora y doctora en estudios culturales
-Actualizado a
El escritor Isaac Rosa, en su novela Lugar seguro (Seix Barral, 2022), cuenta la historia de Segismundo García, un emprendedor de poca monta que se dedica a vender bunkers low cost a una clase baja obsesionada con salvarse del colapso. Que muchos multimillonarios se encuentran construyéndose los suyos, caros y sofisticados, en distintos lugares del mundo es algo que el teórico y también escritor Douglas Rushkoff ha contado en varias ocasiones. Así, el libro de Rosa partiría de una realidad tangible para después imaginar el negocio que alimenta la trama, teniendo en cuenta la tendencia por la cual los pobres siempre emulan –o intentan emular–, las prácticas de los ricos. Compran marcas falsificadas en el mercadillo fingiendo un poder adquisitivo que no tienen; se entrampan para conseguir lujosos coches; o se van de crucero porque eso es lo que ha de hacer un ciudadano de bien; es decir, de cuenta bancaria abultada, independientemente de que se efectúen los pagos con deuda.
Hace unos meses, una amiga de la familia ofreció un ejemplo claro de este fenómeno analizado en profundidad por el sociólogo Pierre Bourdieu. Acababan de abrir un restaurante carísimo en Badajoz: ella reservó una mesa, fue a cenar tranquilamente, se hizo mil fotos que después colocó en sus redes sociales, y cosechó sus respectivos likes. Lo que no apareció en las imágenes públicas fue la conversación que la señora mantuvo con el camarero: amablemente, le rogó que la cuenta se la pusiese a plazos, porque, si la saldaba de una vez, le sería imposible ese mes pagar la hipoteca. La mujer, mileurista, imitaba a los de arriba; pretendía aparentar una posición social diametralmente opuesta a la real; en el ilusionismo de ese comportamiento algunas encontrábamos rasgos grotescos.
Este tipo de mascaradas quizá haya constituido uno de los problemas más graves de la humanidad, con consecuencias nefastas para todos que el capitalismo ha sabido explotar diligentemente. Ahora bien, cuando lo que se consume es política, la identificación con las altas cumbres del poder no sólo propulsa un daño ecológico de obscenas dimensiones y construye una alienación por la cual las biografías de mucha gente se convierten en farsas, sino que, además, se van destruyendo derechos, individuales y colectivos, una privación que afectará también a las generaciones futuras, incapaces de elegir hoy.
Así, en las estimaciones de voto que recientemente se han publicado se constata la tendencia general de muchas personas a apoyar a partidos cuya agenda es sobradamente conocida: privatizar la sanidad y la educación; especular más si cabe con la vivienda; rebajar los impuestos a quien más tiene; en definitiva, aniquilar los consensos sociales que han posibilitado, para empezar, el sufragio universal, y eliminar los mecanismos redistributivos que condujeron a la formación de las clases medias y los Estados del bienestar. Si, en algún momento, se fomentó pasar de "una España de proletarios a otra de propietarios", ahora la intención de las élites tal vez sea crear una de desarrapados, desprovistos de lo más básico –médico de cabecera, techo–, y en ese proceso de despojamiento está participando la mismísima ciudadanía que sufrirá las peores secuelas.
Una maestra jubilada cuyas hijas son funcionarias quiere recortes en el empleo público; un médico que ha desarrollado una exitosa carrera en la sanidad pública vota para desmantelarla; un camarero agotado tras jornadas laborales de diez horas por las que cobra una miseria grita que la culpa es de los inmigrantes y, cuando se abran las urnas, emitirá su papeleta por el grupo que lleve el odio y la xenofobia en su programa. Me topo con situaciones parecidas cada día, escucho sus argumentos. A veces, respiro en silencio y dirijo mi mirada consternada al vacío; otras veces, si me pilla con fuerzas, contraargumento: ¿sabías que en EEUU más de medio millón de personas al año se declara en bancarrota por no poder pagar sus facturas médicas? Pero mis esfuerzos pedagógicos –al igual que los de tantos compañeros y compañeras– se desvanecen entre oleadas de bulos y ejércitos de bots configurados para reorientar la opinión pública hacia el precipicio; entre vídeos de TikTok donde influencers sin escrúpulos promueven el individualismo más feroz; entre los agujeros negros de poblaciones cada vez más atomizadas, faltas de concentración y memoria, y del espejo que les muestre qué punto del espacio social habitan, casi siempre uno muy vulnerable.
Supongo que resulta complicado no identificarse con el poderoso, el acaudalado, con la noción consumista del éxito y sus acumulaciones excesivas. Proyectarse hacia los demás desde las carencias –aunque éstas sean evidentes– y anhelar erradicarlas implica una visión amplia del mundo y su iniquidad estructural, dentro de la cual tú te insertas. Eso, mientras las lógicas neoliberales culpan a la persona por sus fracasos y publicitan los esfuerzos del hombre solo, hecho a sí mismo, supone desgajarse del ideario hegemónico, que ahora, además, cargamos protésicamente en forma de teléfono. Si seremos capaces de despertar o no conforma una pregunta crucial para la que no tengo respuesta.
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