Opinión
King Kong
Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
-Actualizado a
Se llama Amaru y procede de la selva amazónica de Perú. Su padre es Illayuk, que significa "afortunado, tocado por los dioses" en la lengua tikuna de las orillas del río Amazonas. Su madre es Tonkiri o colibrí. ¿Existe más hermosura?
Por supuesto que no me refiero al gorila. Ya que, salvo en un zoológico o enjaulado y encadenado en un circo, los gorilas de este planeta son siempre africanos. De Uganda, Ruanda, Nigeria o Gabón. Nunca americanos, excepto algún monstruo humano del Norte, que se le asemeja una barbaridad, a pesar de su pelo anaranjado. El ostentoso medallón dorado, el grito horripilante y el corazón desalmado son totalmente suyos: el patético ogro del siglo XXI.
Amaru es el tipo que está dentro de ese gorila. En las tripas de un gigantesco gorila de trapo. En las entrañas de King Kong. Nuestro querido Amaru, guerrero tikuna de alma limpia, procedente del Amazonas. Paradójicamente, los miembros de su pueblo fueron así llamados por el término “taco-una”, que significa "hombres pintados de negro", por su afición a pintarse todo el cuerpo desnudo con el zumo del fruto del árbol de huito o jagua. De un azul muy oscuro e intenso. Hoy, en la Gran Vía madrileña, en su corazón, en la arteria también azulada de España, Amaru ya no necesita pintarse de negro. Le basta embutirse en su traje de gorila para lucir su pelaje azabache. Más negro que el carbón.
Que el joven Amaru tuviera que emigrar, marchándose de su paradisiaco poblado tikuna, donde las canoas se deslizan en silencio acariciando el espejo de las aguas, fue una pena para su comunidad. Una desgracia y una contrariedad. Porque, con seguridad, se les iba el mejor pescador y cazador de la selva: gambitanas, pirarucús, palometas del río, que luego su madre ahumaba y secaba para venderlas en el mercado. Igual que era un maestro, a pesar de su edad, rastreando y cazando dantas, pecaríes, venados y monos. Monos churucos que, aunque tienen buen tamaño, pesando entre 6 y 10 kg, nada que ver con este gorila ciclópeo que en Uganda pesaría 200 y en este Madrid de los excesos y la distopía unos 500. Más alto que un autobús y con unos brazos hercúleos que bien podrían lanzarlo por el aire si quisiera, dejándolo colgado, allá en lo alto, de la cornisa del Palacio de la Prensa.
Amaru vivía feliz en su selva, pero con la llegada de las mafias de las talas ilegales, los abusos extractivos de la minería y las eléctricas, las bandas de narcotraficantes, las empresas buscadoras de oro - la Pan American Silver Corporation, la china Zijin Mining Group -, y el cambio climático que destroza su ecosistema y modo de vida, no quedó más remedio que largarse. A la fuerza. Obligado a dejar su tierra. Expulsado de su tierra, antes de morir de hambre y de tristeza. Porque nadie emigra por placer.
Eso sí, con la ayuda y la bendición resignada de la comunidad, que le entregó parte de sus ahorros para el viaje y celebró los rituales encomendando el futuro de su mejor joven a Ta'e, dios creador de la tierra. Según la religión tikuna, los primeros peces que se pescaron en el Amazonas y sus afluentes se convirtieron en seres humanos. ¡Qué bella antropogénesis! Venir del agua y de los peces. El ritual de despedida de Amaru fue una mágica celebración en la que sus vecinos se transformaban en animales. Hermanarse con la naturaleza mutándose por seres del bosque.
Y en principio no pintaba mal, la verdad, pues ahí le tenéis a él también, convertido en un mastodóntico simio. Metamorfosis al peso. Un final de viaje prometedor, tras navegar primero hasta la ciudad de Iquitos, volar después en una avioneta en dirección a Lima, capital de Perú, y de ahí un vuelo transoceánico como turista hasta Barajas. Volar como un cóndor que atraviesa continentes igual que montañas. Y al llegar, un contacto, un papel arrugado con una dirección por el sucio y deprimente barrio de Entrevías, un zulo, pues llamarlo piso sería una mentira. En un semi sótano de 25 metros, sin luz ni ventilación, podrido de cucarachas y humedad, donde se hacinan seis compatriotas del mismo oficio, durmiendo en literas y en colchonetas.
Cuando Amaru termina su jornada laboral, a las tantas de la noche, y tumbado ya en esa litera superior que roza el techo, le entran ganas de llorar por esa negrura, ese infierno que le asfixia su noble corazón, cierra los ojos, los aprieta fuerte y viaja de regreso a su amado Amazonas. Vuela como los guacamayos verdes, azules y escarlatas, como los tucanes de pico arcoíris y los ibis rojo brillante. Entre las hojas de las ceibas, altas como rascacielos, picoteando las flores amarillas del guayacán, tomando el sol en los gigantes nenúfares. Y oliendo el aroma narcótico del copoazú, una mezcla dulce de cacao, guanábana y piña, se queda anestesiado y profundamente dormido.
A la mañana, revisa su equipo. Que es su pan y su vida. El pobre King Kong desinflado, arrugado y comprimido, que reposa en una enorme bolsa de deporte debajo de la litera. Debajo de la otra, revueltos entre mochilas y maletas, duermen los animales de los compañeros que en unas horas deambularán sin descanso por la Puerta del Sol: un oso polar, un pingüino, un Mickey Mouse descolorido, un canguro saltarín y el diabólico Chucky ensangrentado, amenazando con un cuchillo.
Un simple equipo el de Amaru: la piel de su gorila y un potente inflador para hincharlo y convertirlo en una especie de muñeco Michelin. Turgente. Otra metamorfosis heroica, de un trapo arrugado y peludo metido en un saco, a un Hércules de la jungla. También el bote de los dineros, que ha forrado y decorado primorosamente, donde los viandantes que se hacen fotos con él, le echan unas monedas. Una lata con una raja que determina su vida en esta otra jungla inhumana de la gran ciudad. Unos céntimos, algún euro, que tintinean en el metal y que Amaru ve desde la diminuta y escondida rejilla abierta en la piel de un gorila. Abierta al mundo como una herida.
Amaru se lo compró al viejo Gael, peruano como él, que abandonó el oficio a los 75 años porque, comido por la artrosis, ya no tenía fuerzas para sostener a King Kong. Ni el peso, ni el calor y la falta de oxígeno dentro de ese monstruo. Opresivo y asfixiante, casi mortal en verano. Entonces a Amaru le cumplía su visado de tres meses y tenía que decidir: o regresar al poblado con su fracaso cosido a la espalda o quedarse y arriesgar para conseguir los papeles y poder trabajar "legalmente". Dignamente. Y decidió quedarse, con miedo, siempre recelando de la policía, de los paseantes que se burlan, de la mirada humillante y racista, del segurata del metro que al verte trajinar con ese enorme macuto empuña sin disimulo la pistola. Escondido permanentemente en sus dos guaridas: el zulo a la noche, el gorila de día.
Pagó a Gael la mitad del precio acordado, el resto lo pagaría a plazos, empleando en esta inversión vitalicia todo el dinero que le quedaba, que incluía a King Kong y la autorización municipal para su uso y exhibición, aunque hubo que "alterar" el nombre y la fotografía. Pero para eso había buenos especialistas. Aunque a Amaru, se le había enquistado en el cuerpo y en la mente, una angustia constante, un temor permanente, un vivir al borde del abismo. En el filo de la navaja, por culpa de unos papeles. Unos papeles inalcanzables, casi imposibles de conseguir. ¿Por qué les harán sufrir tanto, expresamente, con esos plazos tan largos? ¿A cuento de qué provocáis tanto daño?
Te expulsan de tu pueblo las empresas petroleras, gasísticas, madereras, las buscadoras de tierras raras, las más contaminadoras del planeta. Pero a sus países, que son los grandes beneficiarios, no te dejan entrar. O entras por un tiempo muy limitado y con billete de ida y vuelta. Esquilman tus riquezas, tus materias primas, envenenan el agua y el aire, obligándote a huir. Pero cuando llamas a su puerta, cuando suplicas que te abran… siempre te la cierran.
Una noche que Amaru, empapado en sudor, exhausto por el esfuerzo de vivir metido ahí dentro, había desinflado su gorila y lo estaba guardando en la bolsa para regresar a Entrevías, unos tipos, cinco, bien vestidos, musculados, con el pelo rapado y botas militares, se le acercaron y comenzaron a increparle: - ¡Pero si es un panchito! ¡Un panchito convertido en gorila! ¡Sí, un monito! ¡Uh, uh, uh, uh! Mira qué buen bote ha hecho el cabrón. Robando y sin pagar impuestos. A eso vienen: a robar. Seguro que con su paguita del puto gobierno y viviendo del cuento. ¡Qué bien nos vendría este King Kong para una noche de cachondeo!
Entonces uno de ellos, que llevaba tatuada en el brazo una bandera de España con un águila negra, dio una fuerte patada al bote, que rodó por el asfalto desperdigando las monedas por la Gran Vía. Y cuando Amaru corrió tras ellas, recogiéndolas una a una a cuatro patas igual que un perro, aprovecharon para coger la bolsa donde ya dormía el gorila y salir corriendo.
Desde esa noche, Amaru, que recorre buscándolo como un fantasma las calles y plazas de Madrid, no ha vuelto a verlo. King Kong, su gorila. Su muerte y su vida.
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