Opinión
La liposucción de Playboy
Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
En uno de los relatos de Sin plumas, Woody Allen cuenta la historia de un detective privado, Kaiser Lupowitz, que recibe en su oficina la visita de un cliente cuya mujer, a pesar de ser una leona en la cama y un auténtico bombón, no le satisface en el plano intelectual. Necesitado de conversaciones estimulantes, el pobre hombre recurre a los servicios de un burdel especializado en chicas con estudios. Después de varios encuentros clandestinos discutiendo sobre filosofía y poesía, el hombre descubre que han grabado sus conversaciones íntimas sobre T. S. Eliot. O entrega diez de los grandes o amenazan con contárselo a su esposa. "Así que era uno de esos tipos cuya flaqueza son las mujeres con cerebro" piensa Kaiser. "Sentí lástima del pobre imbécil. Imaginé que habría muchos individuos en su situación, hambrientos de unas migajas de comunicación intelectual con el sexo opuesto y por las que pagarían un precio exorbitante".
Hugh Hefner, que anda ya cerca de los noventa años, ha decidido hacer realidad esta aberrante fantasía masculina y, para colmo, en la revista Playboy, el buque insignia del erotismo fotográfico. Por una sugerencia de su editor Cory Jones, y ante la imposibilidad de competir con la avalancha pornográfica de internet, la revista dejará de publicar desnudos integrales y los sustituirá por sesudos artículos científicos, literarios, artísticos y psicológicos, muchos de ellos publicados por autoras feministas. No se veía un trauma igual desde aquel día aciago en que Pamela Anderson anunció que iba a someterse a una reducción de pecho. Recuerdo que mi amigo Antonio, completamente desolado, intentó promover una manifestación en contra a la que pensaba acudir en primera fila con una pancarta de Los vigilantes de la playa, un par de flotadores en los brazos y el lema: "Pamela, tú no los necesitas".
Lo de la competencia desleal de internet suena a excusa barata y además con décadas de retraso. Playboy la lleva soportando sin mermas aparentes desde el momento en que Larry Flint convenció a un fotógrafo para que retratara un primer plano ginecológico. "¿Tú crees en Dios?" le preguntó al fotógrafo. "¿Y cómo hizo Dios a esta mujer: con coño o sin coño? ¿Y quiénes somos nosotros para corregir la obra de Dios?" Flint pensó que el exhibicionismo obsceno de Hustler pronto arrinconaría a Playboy a la biblioteca, pero no fue así; la criatura de Hefner siguió reinando en kioscos, gasolineras y otros antros culturales. En 1975 llegó a rebasar los cinco millones de ejemplares mensuales y luego, aunque en constante declive, aguantó bastante bien la rivalidad del cine porno, los canales de televisión y el desembarco de internet.
Desde un principio, la gran astucia de Hefner fue revestir el desnudo femenino de un aura de distinción, clase y glamour. La revista combinaba firmas de primera clase -Capote, Nabokov, Joyce Carol Oates, Mailer, el propio Woody Allen- con deslumbrantes desplegables de jovencísimas modelos en palpitante lencería. La alta literatura se codeaba con la lectura a una sola mano. La luz, el encuadre, las poses denotaban un erotismo algodonoso, tenue, casi inocente, donde el magnate millonario camuflaba la venta y exposición de carne humana. En La mujer de tu prójimo, su magno estudio sobre la sexualidad en la sociedad estadounidense, Gay Talese no podía ocultar su admiración por un hombre que ha hecho realidad una suprema fantasía masculina: crear y dirigir una ganadería de conejitas perfectas, mimadas, adiestradas y seleccionadas para su propio placer. Sin embargo, en un artículo publicado en Observer en 1985, Martin Amis relataba con no poca alarma una visita a la mansión de Playboy en la que reveló algunos de los trapos sucios de ese ensueño masturbatorio: suicidios, depresiones, drogas, esclavitud consentida, banalidad, imbecilidad. El brutal asesinato de Dorothy Stratten, playmate de 1980, una dulce y hermosa valkyria, a manos de su novio, era sólo una más de las muchas líneas censuradas en la publicación. Por aquel entonces, al borde de los sesenta, Hefner se pasaba en la cama prácticamente el día entero, comiendo, viendo películas y fornicando a la carta. Se ve que, a los noventa, ni siquiera él puede seguir a ese ritmo. Necesita un poco de conversación.
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