Opinión
Mentir no es ilegal

Periodista
-Actualizado a
Se llamaba John Augustus Larson, era doctor en fisiología y trabajaba para el Departamento de Policía de Berkeley, una radiante ciudad de California que en aquel entonces peleaba contra los contrabandistas de alcohol bajo el imperio de la Ley Seca. Las destilerías domésticas, sin embargo, no fueron el primer gran objetivo de Larson. El caso es que alguien andaba revolviendo en los dormitorios femeninos del College Hall. Primero desaparecieron libros, ropa, correspondencia, enseres menores cuya ausencia bien podía atribuirse al descuido de las inquilinas. Después desaparecieron joyas y sumas preocupantes de dinero. Había llegado la hora de actuar.
Mediaba la primavera de 1921 cuando Larson instaló su aparato de medición cardioneumopsicográfica en los laboratorios de la Universidad de California. El plan era simple. Bastaría interrogar a unas cuantas residentes y observar sus constantes vitales ante cada pregunta: si se aceleraba el ritmo cardíaco, si la respiración se precipitaba, si aparecían síntomas mensurables de tensión y de ansiedad. La máquina de Larson, que pasaría a la historia con el nombre de polígrafo, era apenas un revoltijo de tubos de goma conectados a un rollo de papel donde dos agujas imprimían los valores registrados. Se suponía que las emociones delatarían a la culpable.
Larson interrogó a varias muchachas hasta que le tocó el turno a Helen Graham. Su nerviosismo la incriminó. Fuera de sí, la estudiante se levantó para liarse a golpes contra el artilugio de medición mientras Larson intentaba a duras penas sujetarla. Aunque insistió una y otra vez en su inocencia, Graham terminó admitiendo que padecía tendencias sonámbulas y que tal vez había robado durante el sueño a sus compañeras. El caso saltó a los periódicos como un éxito incontestable de la ciencia. La mentira tenía los días contados gracias a un cachivache de apariencia rudimentaria pero de eficacia sin parangón.
La euforia inicial degeneró en un progresivo desengaño. Alejada ya de la universidad, Graham se desdijo de su propia confesión y alimentó la hipótesis de que los sobresaltos arteriales no desvelan necesariamente la mentira sino que emergen ante emociones de distinta naturaleza. Larson volvió a convocar en el laboratorio a Margaret Taylor, una de las estudiantes que había interrogado durante las investigaciones, y la sometió a una pregunta inesperada: “¿Me amas?”. Dicen los registros de prensa que ella respondió con una negativa pero la máquina advirtió los alborotos del corazón. Taylor y Larson se casaron al cabo de dieciséis meses.
Por una endiablada paradoja, el detector de mentiras era en sí mismo una mentira con vocación de perdurar. Hoy sabemos que el propio estrés de un interrogatorio puede ser condición suficiente para que todos los pulsos vitales se disparen incluso en una persona inocente. Este pasado verano, The New York Times denunciaba una caza de brujas entre los empleados del FBI. Las cifras de la reestructuración eran ya entonces más o menos conocidas. Lo que aún no se sabía es que el director de la agencia, Kash Patel, había utilizado el polígrafo para descubrir si sus subordinados manifestaban discrepancias contra su gestión.
Mientras Patel buscaba caminos científicos de acceso a la verdad, tres altos cargos del FBI que habían investigado a Trump denunciaban haber sido puestos de patitas en la calle por motivos ideológicos. En última instancia, la mentira política es la condición de posibilidad del trumpismo. El ex asesor de Trump, Steve Bannon, explicaba sin ambages cómo neutralizar la verdad publicada: “el camino para lidiar con eso es inundar la zona de mierda”. Una vez anegado el debate público de ruido y falsedades, la sociedad es más propensa a desconfiar incluso de los consensos más elementales. El neopopulismo conservador ha medrado sobre la impugnación de las evidencias.
En 2021, los verificadores de The Washington Post contabilizaron un total de 30.573 afirmaciones falsas o engañosas en boca de Trump durante cuatro años de mandato. El resultado arroja una media de 21 trolas por día. Digamos que Donald Trump miente más que habla. La estrategia del fango aterrizó directamente en España de la mano de Rafael Bardají, que absorbió en persona las enseñanzas de Steve Bannon, primero a las órdenes del PP y finalmente en beneficio de Vox. Cuando Bannon cayó en desgracia, Iván Espinosa de los Monteros llegó a jurar que nadie de su partido se había visto nunca con él. También eso era mentira.
El PP corteja ahora a Espinosa de los Monteros. Su vicesecretaria, Alma Ezcurra, lanzaba el mes pasado el envite: “Vox se le quedó pequeño”. Los datos del último CIS, al contrario, sugieren que el PP sufre una progresión menguante y queda casi a la altura de Vox. Fue en 2018 cuando Pablo Casado y Moreno Bonilla optaron por legitimar a la extrema derecha como socio preferente. El discurso y los métodos de Génova también se han decantado por endurecer el tono y embarrar el debate público al más puro estilo de Bannon. Siete años después, es difícil distinguir al original de la copia.
La DANA de València nos mostró que ni siquiera las mentiras más estrepitosas son motivo suficiente para cesar a un presidente. Las últimas encuestas revelan que la imagen de Carlos Mazón se ha resentido pero la suma de PP y Vox volvería a conquistar la mayoría de las Corts. En el eco de la historia resuenan otras mentiras de marca mayor: el Prestige, el Yak-42, la Guerra de Iraq, el 11-M, la contabilidad paralela del PP en los papeles de Bárcenas. Todo desemboca en el lodazal reciente de Miguel Ángel Rodríguez y Alberto González Amador. “Mentir no es ilegal”, alega la portavoz genovesa Alma Ezcurra.
En 2022, un concejal del PP llamado José María Escribano se sometió a la prueba del polígrafo en el programa Viernes Deluxe de Telecinco. No había en juego grandes incógnitas gubernamentales sino los pormenores de un amorío con Anabel Pantoja. Muchos años antes, otros políticos habían pasado por un trámite semejante en los platós de La máquina de la verdad. Desprovisto de valor probatorio en los tribunales españoles, el polígrafo pasó a ser una pieza de entretenimiento. La mentira es apenas un objeto de consumo. La verdad política tampoco parece importante. A veces las mayorías no votan a quienes dicen las mayores verdades sino a quienes nos reconfortan con las mentiras más populares.
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