Opinión
Mi notificación más temida es la del tiempo de uso del móvil

Por Leonor Cervantes
Graduada en Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares
-Actualizado a
Desde hace unos meses mi mesilla de noche la preside un despertador. Es feo, compacto y analógico. Me he comprado un despertador raquítico y aburrido con un único propósito: que mi móvil no sea lo último que miro al acostarme y lo primero que veo al despertar. Ahora, cuando cae el día, mando un mensaje de buenas noches a mi madre y apago el teléfono. Ni lo dejo boca abajo, ni en otra habitación. Lo apago. En realidad, lo intento. Todavía no ha habido una semana en la que haya conseguido hacer este ritual más de tres días seguidos. Siempre surge algo y si no me lo invento. Hércules pudo matar al león y a la hidra, es cierto, ¿pero acaso habría sido capaz de conciliar el sueño sin empacharse a reels? ¿O sin ponerse algún vídeo de fondo? Antes se habría ido, insomne, a limpiar otro establo.
Me siento más orgullosa por lograr disminuir mi scroll que por haberme sacado un título universitario. Lo cual es, a todas luces, bastante lamentable. Si Jose Luis Cuerda viviera nos filmaría a mis amigos y a mí comparando nuestro tiempo de uso del móvil como colegiales que comentan sus álbumes de cromos. No hay colega que no se ponga una medallita si un finde se va de escapada al monte y las estadísticas de su teléfono le indican que, por fin, le ha dado el aire en la cara. Solo hay dos temas en los que encuentro consenso en afters, conversaciones con taxistas y cenas familiares: la situación de la vivienda es insostenible y estamos hartos de tanto móvil.
Reconocer que tienes un problema con las horas que pasas en tu teléfono es parecido a admitir que, al final, ese tío que te gustaba sí que era imbécil. Las dos cosas tu madre las sabía desde el principio. Pero, además, suena casposo y alarmista. También deja una sensación incómoda, como si estuviéramos haciendo una concesión injusta precisamente a la generación de nuestros padres. Puede que en un inicio no fuera con ellos la cosa, pero ahora nos regañan por vivir pegados al móvil mientras ellos sujetan el suyo con las dos manos. Comerte bulos y pasarte una hora en Tiktok al llegar del trabajo ya es algo intergeneracional.
A mí siempre me han dado miedo las montañas rusas. Con mi adicción a la pantalla me siento como cuando de niña, sin tener muy claro qué iba a encontrar al otro lado, me subía en una atracción cubierta del parque. Una de esas en la que, por no estar a la vista, no puedes hacerte una idea de su intensidad hasta que te montas en ella. Siempre me pasaba lo mismo, para cuando quería bajarme ya estaba boca abajo y con una barra de hierro apretando mi estómago. Algo así me ha sucedido con el teléfono. Su adrenalina se me ha ido de las manos y ya no sé cómo librarme de este mal rato. Tenía expectativas de disfrute, no me esperaba quedarme atrapada.
Usar el móvil ya no me divierte. Cuando era una adolescente los zumbidos de messenger eran una forma más de conectar con mi gente. Ahora, la conversación digital es La Forma de estar en contacto con los míos. Mantengo relaciones epistolares con gente que vive en mi misma ciudad. Estamos todos muy liados, lo sé. Pero va más allá de eso. Ya no chateo, cuido. Los domingos me convierto en la secretaria flácida de mi propia vida personal. Abro el ordenador y me pongo a responder todos los WhatsApp de la semana, fría y funcional en mi mesa de escritorio. Paradójicamente, lo peor que me puede pasar cuando mando un mensaje es que me respondan. Me río de lo que sintió Sísifo con la piedrecita. En mi agenda aparece “contestar whatsapps” junto a poner una lavadora y mandar una factura. Estoy ausentemente presente en la vida de la gente a la que amo.
Mi móvil también se ha convertido en una extensión de mi trabajo. Quizás esto no sea una experiencia compartida en otras profesiones; pero todos los que nos dedicamos al cajón de sastre que es el mundo de la cultura intuimos que dejarnos ver por las redes sociales es más importante que sacarnos de una vez el maldito Cambridge. Por si no era suficiente con convertir nuestros sueños en proyectos empresariales, ahora también tenemos que volvernos el community managers de nosotros mismos.
Hay que aparecer, hay que tener visibilidad, hay que crear comunidad. Cualquier cosa antes de que se olviden de ti. Ojalá esto fuera algún tipo de delirio de grandeza y no una descripción de cómo funciona este entramado laboral. Cuando en verano me quedé en el paro, lo primero que pensé fue en aprovechar ese tiempo para crear contenido en redes sociales. Ni en apuntarme a un máster ni en ponerme a vender hierba en mi barrio. Sabía que los reels eran un camino medianamente rápido para poder pagar el alquiler y, de paso, para conseguir un contrato en algo de mi sector.
“Me salió en un reel”, así comienza la reformulación de la teoría de la generación espontánea. Todo, al mismo tiempo y en todas partes es susceptible de convertirse un reel, un tiktok, un short o cualquier vídeo en vertical de menos de un minuto de duración. A lo largo de una semana escucho menos canciones que reels y veo muchos más reels que páginas de un libro. El vídeo de sesenta segundos es la unidad de medida de mi día a día.
Esto no me preocupa ni siquiera por el contenido (aunque la lupita de Instagram esté plagada de discursos de la manosfera o consejos de gurús neoliberales) sino porque el propio formato es problemático. Ningún fenómeno puede explicarse, verdaderamente, a tanta velocidad y con tan poco contexto. Por mucho que las mentes más brillantes de mi generación se estén rebanando lo sesos para que una teoría física quepa, también, en un vídeo con efectos de sonido e imágenes superpuestas. No nos hará más libres saber de todo un poco si, por el camino, renunciamos a la complejidad y esfuerzo que supone aprender algo nuevo.
No quiero pasarme de cínica. Sé de primera mano que, en ocasiones, las redes sociales democratizan tanto conocimientos como oportunidades. Tampoco creo que hace unos años Internet fuera un espacio necesariamente más sano (todas las que estuvimos en Tumblr por la época de Ana y Mia podemos dar fe de ello). Sin embargo, sí que extraño las redes de hace una década o, quizás, nuestro uso de las mismas. Echo de menos cuando Instagram no se parecía a LinkedIn, y revoloteábamos ingenuos y genuinos entre el mannequin challenge y el filtro de perro de Snapchat. Teníamos muchas ganas de contarnos cosas y muy pocas de sacar tajada.
No sé cuánta gente se está haciendo millonaria a medida que yo pierdo mi capacidad de atención. Los influencers no son la nueva aristocracia, son peores. Sin ser ricos de cuna se han olvidado de todas las causas que afectan al común de los mortales. Un grupo al que, hasta no hace mucho, ellos también pertenecían. Poderoso caballero Don Dinero. Cuando enlazan cinco colaboraciones con más de tres ceros todos contraen la misma enfermedad: una alergia a pronunciarse sobre cualquier tema que les pueda hacer bajar su engagement.
Nos han hecho creer su propia mentira. Se amparan en que sus vídeos tratan sobre moda, humor o viajes, y así esquivan cualquier tema mínimamente social. Como si, de verdad, se pudiera vivir en la pura abstracción. ¿Cuánto tiempo puedo pasar viendo este contenido sin perder, yo también, la noción de la realidad? Porque en mi cotidianidad sí existen las guerras o las crisis económicas. La burbuja en la que se desenvuelven los influencers es una aldea de los pitufos sin coyuntura política. Y mientras su poder económico e influencia social crece, ellos nos siguen hablando de tú a tú. Ni siquiera molesta tanto que se compren casas. Lo que me jode es que me lo cuenten como si pertenecieran a la misma clase social que su audiencia.
Aunque mantengan ese tono maquiavélicamente cercano, lo cierto es que en muchas ocasiones no sabemos ni desde qué país se graban (y tributan). Mucho menos por qué precio. Ni tampoco bajo qué condiciones. Hace unos años si tenías el desparpajo y la valentía suficientes podías ponerte delante de una webcam y lanzar, sin más intermediarios, tus vídeos al mundo. Hoy, aunque deliberadamente hagan por ocultarlo, todo está monitoreado. Editores, guionistas, publicistas… Y nosotros nos hemos acostumbrado. Ya no aguantamos un minuto en un vídeo de YouTube si no está bien iluminado y quien habla lleva un micrófono de corbata. Pero ser capaces de tolerar contenidos que se escuchan como si los hubieran grabado desde una tetera es relevante. Porque abre la posibilidad de que creadores con presupuestos y conocimientos diversos puedan entrar en el circuito público.
Los influencers, los mails, los vídeos sobre curiosidades y las notas de voz se han infiltrado en mi día a día con una omnipresencia que sólo se le reconoce a Dios. Me acompañan en el metro y cuando estoy sentada en el water. No los escojo. No hay un momento de mi día dedicado a mi teléfono: mi día a día es junto al móvil. Desbloquear la pantalla se ha convertido en un acto reflejo, y no hay nada tan peligroso como la inercia.
El fin de semana pasado fui al cumpleaños de mi amigo Samuel. Cuando llegué al bar donde nos había citado vi que, encima de la barra, había puesto una caja con cerrojo para que todos los invitados guardáramos los móviles durante de la celebración. “Así estamos”, pensé. Dejé mi teléfono y observé la caja como hace años miré a un novio la tarde en la que, al salir juntos del cine, supe que ya no le quería. Con la certeza de tenía que hacer algo y sin tener ni idea de por dónde empezar.
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