Opinión
Las palabras enfermas

Por Marta Nebot
Periodista
Era viernes. Había salido del trabajo después de una semana con mucho y me había encontrado en un descampado con una rueda pinchada bajo un sol de justicia. Llamé al seguro, como hacemos desde que somos un país rico, me compré una botella de agua fría y busqué una sombra, aunque fuera raquítica, en la que esperar al joven latinoamericano amable y eficiente que me la cambió en unos minutos, después de enseñarme el alambre clavado, desde no sabíamos cuándo, que finalmente había hecho que ese neumático fuera irrecuperable.
Yo había inflado las ruedas varias veces en los últimos meses. Llegué a llevar el coche al mecánico porque no era normal tanta pérdida de aire. En el taller no encontraron la falla, me las inflaron otra vez y me devolvieron a la carretera deseándome suerte.
Con la rueda de repuesto puesta, me zambullí en el atasco de operación salida para volver a casa y me dejé llevar por la corriente. Para amenizar la travesía busqué entre los podcasts pendientes y me encontré con una entrevista de esa mañana al defensor del pueblo, Ángel Gabilondo, en RNE.
"Hay palabras que están enfermas", dijo y me quedé colgada de su idea. Gabilondeando venía a filosofar sobre que los términos "justicia social", "concordia", "acuerdo" suenan a moribundo en estos tiempos, cuando alguien se atreve a pronunciarlas, y que lo grave no es tanto eso como que con su enfermedad perdemos instrumentos para defender los intereses de la mayoría. Lo que no se nombra no existe.
Sí, seguimos perdiendo, pensé, y ahora perdemos más fuerte.
Me acordé de las declaraciones de Warren Buffet, el empresario multimillonario oráculo de Wall Street, sobre otro concepto presuntamente caducado: "Claro que hay una lucha de clases y los ricos la estamos ganando".
Entonces imaginé los think tanks de los que salió esta enfermedad mortal como los laboratorios donde se creó artificialmente este virus, el más contagioso de todos los populismos.
Y después vi a Joseph Goebbels, el ministro de propaganda nazi, bailando en su tumba, disfrutando del porvenir y del que ya ha venido, celebrando los instrumentos infinitos de la propaganda posmoderna. Sí, como él nombró y aplicó, las mentiras solo necesitan ser repetidas las suficientes veces para convertirse en verdades; y ahora las mentiras tienen los altavoces más grandes, la capacidad de multiplicarse en bucle, el gran hermano de Orwell en cada bolsillo, las democracias vencidas por la confusión entre la libertad de expresión y el libertinaje.
El virus y su instrumento de propagación ahora mismo parecen imparables. Le susurran al oído, le gritan, le transmiten sin descanso, por tierra, mar y aire, a la juventud y a los no tan jóvenes que lo único que hay que querer es ser ricos, como si la felicidad residiera en los objetos, como si eso fuera posible, como si el planeta también fuera infinito, como si no fuera mejor repartir los recursos, distribuirlos de manera razonable, creer en algo más que en el consumo, hacernos conscientes de que la especie humana disfruta más de cuidarse que de devorarse.
Y entonces me acordé del informe de Oxfam de este año, publicado hace unos días. La riqueza del 1% más rico del mundo ha crecido cerca de 34.000.000.000.000 dólares en la última década, 22 veces lo que se considera necesario para acabar con la pobreza mundial. 3.700 millones de personas, casi la mitad de la humanidad sigue viviendo en pobreza, a pesar de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que ya no se sostienen ni a sí mismos. Los nuevos recortes en cooperación internacional van a causar millones de muertes adicionales en los próximos cinco años. La única esperanza que sale de este informe es que 9 de cada 10 encuestados, en encuestas internacionales, se declara a favor de la financiación de los servicios públicos subiendo los impuestos a los que más tienen, demostrando que la lógica matemática puede ser imbatible, que la realidad siempre supera a los cuentos de hadas, incluso el de todos millonarios.
Quizá lo único que haga falta sea conseguir que las verdades se digan, al menos, tantas veces como las mentiras. Quizá solo estemos necesitando más matemáticas y más igualdad ante la ley. Si los medios de comunicación son responsables de lo que publican, ¿por qué las tecnológicas no? ¿Por qué se les permite preservar el anonimato de los que delinquen, de los que están provocando que las democracias pierdan aire?
Nos estamos desinflando. Tenemos que sacar el alambre que nos ha pinchado un neumático. Necesitamos un buen parche en ese roto por el que se pierden palabras y las verdades que contienen o se terminará rajando, como mi rueda. Y hay que hacerlo con el coche en marcha y con nuestras propias manos porque la vida no para y no hay nadie que venga con un repuesto para las piezas rotas de la democracia. O conseguimos arreglarla o el accidente está garantizado.
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