Opinión
La Patrulla Canina

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
Siempre digo que me hubiera encantado tener diez hijos y veinte perros. Y quien dice perros dice también gatos, cobayas, caballos, cerdos, hámsters, conejos, mapaches y hasta monos, si no fuera esto último tan ilegal como inmoral. Afortunadamente, vivo rodeada de gente con sentido común, así que al final he criado y sigo educando a una hija maravillosa, a la vez que he tenido el privilegio de convivir con dos perros, uno de los cuales está ahora mismo roncando pacíficamente a mi lado. En principio, no tengo, por tanto, especial predilección por ninguno de los dos bandos de la recurrente guerra que suele estallar cada verano en redes sociales. Sea porque el calor nos vuelve más susceptibles o porque son fechas en las que estamos todos más apretujados —a mi ciudad, Xixón, si llega un turista más, le va a reventar la cinturilla de un pantalón que ya le queda muy pequeño—, lo cierto es que desde hace un tiempo no hay agosto sin que se recrudezca la contienda que mantiene a cientos de tuiteros y tiktokeros velando sus escudos hasta el amanecer, una pugna épica que enfrenta a dos bandos que nos quieren hacer creer que son tan irreconciliables como incompatibles: niños versus perros.
En esta guerra ni se cogen prisioneros ni se ahorran los calificativos de trazo grueso. Uno y otro bando se acusan mutuamente de romper la convivencia, de provocar todo tipo de molestias, suciedades, ruidos e incomodidades, mientras piden sin rubor que se excluya y se vete la presencia de lo que les molesta de los espacios públicos: playas, hoteles, aviones, plazas, parques, bares... sin niños, sin perros. Pero lo que realmente están pidiendo es que el mundo se diseñe a su conveniencia personal y subjetiva. A sus manías. A su egoísmo. Lo importante, por tanto, es no ceder nunca ni empatizar tampoco con nada que no coincida con sus preferencias o sus elecciones vitales, en un mundo parcelado, hecho a su medida y convertido en una burbuja. Su burbuja.
Tengo un amigo que está convencido de que parte del tremendo lío político y social en el que estamos inmersos en estos momentos se explica porque llevamos dos décadas explicando la célula en las escuelas e institutos como si fuera un organismo aislado e independiente y no como la parte de un todo complejo y diverso que no puede prescindir del resto de las células para tener sentido. Me explicó esto, además, recién salidos del AVE y mientras veíamos cómo discutían unos taxistas a la puerta de Chamartín. Permitidme entonces que tome prestada su hipótesis —ya que se vio validada en la práctica ante nuestros ojos— para intentar dar un poco de sentido al porqué de las constantes y ridículas guerras en torno a la convivencia y la distribución del espacio público en las que nos metemos de cabeza y sin pensar, que no hacen más que alimentar la mecha de la reacción.
Tanto los niños como los perros son seres dependientes que no pueden sobrevivir sin ayuda y cuidados altruistas. Desde el punto de vista del capital, son, por tanto, una pérdida de tiempo, una rémora, una molestia. La niñofobia y la perrofobia son, así, el síntoma de una enfermedad que se extiende entre todos los sectores y capas de la sociedad: el amimemolestanismo. Porque la excusa del "a mí me molesta" es la herramienta perfecta que ha encontrado la extrema derecha para reorganizar la sociedad. Esta ingeniería social necesita apelar a los sentimientos y la subjetividad para enmascarar los discursos de odio y el rechazo hacia toda forma de resistencia —consciente o no— a los principios del neoliberalismo y la moral tradicional. Así los fracasos colectivos y políticos quedarán reducidos a meros problemas de conducta cuya solución solo puede hallarse mediante la disciplina. Con ello se pretende el retorno de la autoridad y la jerarquización —el bofetón, la prohibición— como los únicos ejes de la organización social, parcelando nuestras experiencias, aislándolas del resto y subjetivizándolas.
Por eso cuando apelamos a las molestias que nos provoca la mera coexistencia con otros seres —los niños o los perros—, lo que realmente estamos expresando es nuestra disconformidad e incomodidad para compartir espacios y convivir con aquello sobre lo que no podemos ejercer un control y una autoridad absoluta. Este es un malestar que además se extiende rápidamente hacia otros colectivos —los jubilados, los adolescentes, las personas musulmanas— pues estamos utilizando nuestros gustos, prejuicios, valores morales y religiosos, así como nuestras elecciones y circunstancias vitales, como la única herramienta con la que ordenar la distribución y el uso del espacio público, pero también de las normas de convivencia.
Apelar a la subjetividad como forma de organizar el espacio de la polis nos lleva a la defensa de la exclusión social de todo aquello que "a mí me molesta". De esta manera, cuando abrimos la posibilidad de que algunos hoteles permitan que se excluya a la infancia simplemente porque nos parece molesta, estamos abriendo el camino para que se haga lo mismo con todo aquel que posea un cuerpo, una sexualidad, una expresión de género, una religión o un color de piel que se salga del marco heteronormativo. De esta manera, convertimos los espacios no en lugares de convivencia, sino en guetos hechos a medida de nuestros gustos, manías y valores, que además tenemos que declarar como superiores para darles legitimidad.
Para que se haga realidad este sueño reaccionario y neoliberal —que identifica el bienestar con la conquista de espacios individuales de disfrute personal y de exclusión de lo diferente—, hay que romper primero la idea de lo colectivo. Por eso se alientan desde los algoritmos de las redes sociales y desde los atriles de los mítines políticos discusiones bizantinas y bulos que solo buscan generar ruido para quebrar y enfrentar a la ciudadanía. Un discurso efectivo que desde los posicionamientos progresistas no se ha sabido —o no se ha querido— contrarrestar. Esta propaganda de la subjetividad y el egoísmo está ya redibujando y reestructurando la manera en que nos relacionamos socialmente, pero también la forma en la que entendemos el espacio que ocupamos, visto casi exclusivamente en términos de posesión, mercantilización y utilidad.
Sin embargo, no podemos olvidar que lo que busca la reacción es demoler el Estado de bienestar para repartir los suculentos trozos del pastel solo entre los suyos. Para conseguirlo, tienen primero que construir una ficción social donde nos sintamos enajenados del resto y compitamos entre nosotros por las sobras y las limosnas. Sin embargo, nada de esto se puede hacer sin desmantelar también el Estado de derecho que garantiza que nuestro bienestar es un bien colectivo, común y solidario. Ocupados en guerras tontas y en subjetividades, les estamos dejando libre todo el terreno de juego para ellos solos.
Necesitamos, por tanto, volver a tejer redes, pero sobre todo volver a aprender a tener paciencia. Vivir en sociedad es entender que tenemos también que aguantar al prójimo. Y quizás este sea el ejercicio de reconstrucción social más complicado e importante que debemos reasimilar como sociedad para superar la ola reaccionaria. Pues sin esto no seremos otra cosa que pequeñas y tristes células, tan inútiles y solitarias como las dibujadas en un desfasado libro de texto.
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