Opinión
Una profesora moderna

Por Leila Nachawati
Doctora en comunicación y conflicto, profesora en el departamento de Comunicación de la Universidad Carlos III. Autora de 'Cuando la revolución termine'.
-Actualizado a
Empecé a impartir clases de Periodismo y Comunicación a finales de 2011. Era el año de la Primavera Árabe, del 15 M, de Occupy Wall Street… una enorme onda expansiva que sacudió gobiernos autoritarios y estructuras de poder estancadas durante décadas. Una onda que, a los cambios en las calles, sumaba un auge de tecnologías emergentes que permitían contar las protestas en tiempo real. También organizarlas, coordinarse, diseñar estrategias que, sumando lo online y offline, mejorarían la vida del 99%. Eran tiempos del tecnoptimismo de Clay Shirky, que con obras como Here Comes Everybody (2008) y Cognitive Surplus (2010) exploraba cómo internet permitiría que las personas pudieran organizarse sin necesidad de grandes instituciones, generando un conocimiento que podría usarse para el bien común. El tecnoptimismo tenía su contraparte en autores como Evgeny Morozov, muy crítico del "solucionismo tecnológico" o de la creencia ingenua de que todos los problemas pueden resolverse con la tecnología. En Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom (2011), Morozov advertía ya sobre cómo los gobiernos autoritarios podrían usar internet para la represión y la vigilancia, y cómo la participación en línea no necesariamente se traduciría en cambios políticos significativos.
En ese contexto, a medio camino entre la euforia de cambios innegables a los que internet contribuía y la evidencia de que esa misma tecnología tenía el potencial de ser la gran herramienta de represión y control del futuro cercano, comencé a impartir clases a varios grupos de estudiantes universitarios. Unos 150 cada cuatrimestre, compuestos por una mezcla de españoles e internacionales, en los que volqué el conocimiento de las nuevas herramientas, con sus posibilidades y riesgos asociados. Compartí en clase mi experiencia en medios a la vez locales y globales como Global Voices, en campañas de liberación de activistas de países como Egipto o Bahréin, o en la fundación de proyectos como SyriaUntold.
Nada más llegar, les hacía encender el ordenador y nos poníamos manos a la obra. Buscábamos los hashtags de la semana, leíamos los términos de uso de las principales plataformas digitales, ahondábamos en la diferencia entre proyectos privativos y de software libre o código abierto. Aprendíamos a restringir las opciones de configuración para maximizar la privacidad, jugábamos con herramientas como Tor o redes privadas virtuales. Creábamos hilos en (el difunto) Twitter con los temas destacados, mencionando a referentes periodísticos de cada ámbito, que a menudo no solo nos leían sin intermediarios, sino que incluso nos respondían. A ratos dejábamos a un lado los dispositivos para concentrarnos en un debate o en el visionado de algún vídeo, pero en aquel entonces no recuerdo que los portátiles interfiriesen demasiado. Eran una herramienta útil para el propósito que perseguían esas clases. Nos sentíamos muy modernos abriéndolos y cerrándolos. Una profesora moderna en tiempos modernos.
Fast forward a 2025 y lo primero que hago al llegar a clase es pedirles que cierren los portátiles. "Vamos a debatir con la persona que tenemos al lado", "pensemos sin asistentes en respuestas a estas preguntas, y veamos qué otras preguntas surgen en el proceso". Trato de que esta medida forme parte de un consenso con los estudiantes, que no se perciba como una imposición ni algo coercitivo para que no resulte contraproducente. En este 2025 lectivo, este es el primer consenso al que se requiere llegar, el más importante. ¿Qué hacemos con los dispositivos? Los cerramos, los abrimos puntualmente para tomar algunas notas. Los apartamos, que no interfieran en la clase. No significa que no estemos ante infinidad de herramientas útiles, que no debamos conocer sus distintas aplicaciones, emplearlas en clase, acompañar a los estudiantes en su uso para el acceso al conocimiento. Pero resulta cada más evidente la necesidad de espacios de aprendizaje y reflexión sin asistencia.
Esta necesidad no se ha manifestado de forma repentina, sino como parte de una progresión que llegó a un punto álgido hace dos años, cuando se consolidó el uso masivo de asistentes de IA para tareas formativas o académicas. Quedó patente que hay muchas cosas que cambiar, mucho que repensar y rediseñar para que las clases sigan cumpliendo su función. Hay procesos abiertos, formación del profesorado, diseños de programas y asignaturas, nuevos acercamientos a la teoría y a la práctica de las materias que impartimos, pero lo cierto es que muchos (¿la mayoría?) del profesorado navegamos en la incertidumbre. ¿Qué enseñamos, cómo lo enseñamos, para qué lo enseñamos? O, dicho de otro modo, ¿cómo acompañar del mejor modo a estudiantes que están en un momento crítico en el desarrollo de sus habilidades de redacción, de escritura, de análisis, de capacidad crítica y creativa cuando hay tantos atajos que no permiten que esos procesos se desarrollen tal como los conocemos, o como los hemos conocido hasta hace muy poco?
El último día de clase, varios de los estudiantes se acercan a compartir sus impresiones del curso. Valoran particularmente que "les hagamos pensar", hacerse preguntas, intercambiar ideas con sus compañeros/as. Una de ellas me confiesa que ha "disfrutado del examen escrito" porque ha podido pensar las respuestas a solas, sin asistencia ni interferencias. Supongo que ese es el camino. Pienso en que el próximo curso el consenso que deberemos alcanzar incluirá cuaderno y bolígrafo. Así tomaremos notas, sin rastro de dispositivos. Un compañero bromea con aparecer en el aula con pluma y tintero. "Hay que convertir las clases en monasterios", dice. Monasterios, ágoras, debates, reflexiones con papel y bolígrafo, aprender a pensar mientras hablamos y escribimos, sin atajos, sin asistentes. Me siento, de nuevo, muy moderna.
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