Opinión
¿Realmente nos veremos en Auschwitz?

Por Pablo Batalla
Periodista
-Actualizado a
Cuando las personas de izquierdas nos imaginamos viviendo en una dictadura fascista, siempre nos colocamos en el papel de víctimas. Conjeturamos si soportaríamos el campo de concentración; si sabríamos navegar la clandestinidad de la resistencia, si nos pillarían, si nos matarían, si delataríamos a nuestros compañeros cuando nos torturaran. Nos gusta pensar que, como aquel tipo en aquella foto, no alzaríamos el brazo cuando todos los demás a nuestro alrededor lo alzasen, y lo pensamos. Nos gusta pensar, y lo pensamos que el totalitarismo nos odiaría y nos perseguiría, rojos que somos. Y a veces, al discutir con otras personas de izquierdas sobre este desacuerdo o aquel —desacordamos en tantas cosas, de los derechos trans a los molinos eólicos—, les espetamos eso de: "¡Nos veremos en el campo de concentración!". Nos veremos en Auschwitz, nos veremos en Albatera, nos veremos en Argelès, nos veremos en Cuelgamuros, arrastrando bloques de piedra como esclavos egipcios.
Pero ¿realmente nos veremos?
Los fascistas triunfantes no siempre matan a todos sus enemigos. A veces, los compran. A Miguel Hernández —un enemigo formidable, notorio, un símbolo de todo lo que odiaban, pobre y comunista, poeta de la República y la Revolución— intentaron comprarlo. Lo cuenta Miguel Ángel del Arco Blanco en La hambruna española, un libro espléndido, recién publicado. El poeta tuvo en su mano la posibilidad de ser liberado, o al menos de ver considerablemente reducida su condena, o mejorada la asistencia médica que su tuberculosis no tuvo. El régimen no quería matarlo —porque no quería otro García Lorca; otro bardo mártir que recrudeciese la hostilidad del mundo hacia el franquismo—, y le ofreció la liberación. Tenía, claro, que pagar un precio: retractarse por escrito de sus ideas y publicar poemas o escritos a favor de la dictadura. Por su celda pasaron numerosos intelectuales católicos y falangistas, que trataron de convencerlo. Luis Almarcha, antiguo amigo suyo y vicario general de la catedral de Orihuela, que luego se convertiría en obispo de León y sempiterno procurador en Cortes, fue el más insistente, en persona y a través de delegados eclesiásticos que visitaron a Hernández cuando ya estaba gravemente enfermo, ofreciéndole trasladarlo a un hospital de tuberculosos. Pero el autor de Vientos del pueblo nunca dio su brazo a torcer, y prefirió morir como un perro en el penal de Alicante a traicionar sus ideas.
En el hambre de Miguel Hernández mandaba Miguel Hernández, y por eso es un héroe, nuestro héroe. Pero el heroísmo es una gema escasa, preciosa por eso. ¿Tú también, lector, mandarás en tu hambre? ¿Mandaré yo en la mía? ¿Es imposible que nos veamos, no en Auschwitz, sino en la Braunes Haus, la sede del NSDAP?
Nos gusta imaginarnos como mártires, igual que imaginamos con angustia que violen a nuestra hija y nunca que nuestro hijo pueda convertirse en violador. Al cerebro no le gusta autolesionarse. Pero poca gente tiene madera de héroe o de mártir, y no poca gente tiene madera de cómplice; madera débil, madera acomodaticia, cobarde. Siempre existirán excusas para procurarnos una autoprotección egoísta: la "obediencia debida", la ignorancia, la protección de los nuestros, que todos lo hacían. Czesław Miłosz escribió un célebre ensayo, La mente cautiva, sobre las excusas que muchos intelectuales polacos no comunistas e incluso anticomunistas se dieron a sí mismos para aceptar servir al régimen comunista. Sabía de lo que hablaba, porque él fue uno de ellos. Lo que cuenta allí vale para el fascismo.
Si el fascismo regresa, habrá muchos izquierdistas, e incluso muchos izquierdistas que hayan sido radicales cuando era fácil serlo, que paguen el precio del hospital de tuberculosos, cuando les digan: pon tu talento a tu servicio y la gélida celda en la que te hemos metido o te podemos meter se convertirá en poltrona, aprecio, fama, agradecimiento. El fascismo no es rencoroso; no siempre lo es. El nazismo sí quiso matar a todos los judíos, a todos los gitanos y a todos los discapacitados; quizá a todos los homosexuales. Casi todo lo demás pudo comprar su libertad, y si no la compró fue porque, en aquella era de acero, había organizaciones de izquierda sólidas, credos rocosos y mucha gente dispuesta a morir de pie antes que a vivir arrodillada. Nosotros no vivimos en una época así. Nosotros bien podríamos vendernos por un iPhone. Así que nos veremos, pero ¿dónde? A mí me encantaría tener claro desde dónde vería a los demás. Pero no lo tengo. Y por eso no le digo nunca a nadie que lo veré en el campo de concentración.
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