Opinión
¿Recuerdan los desahucios?

Abogada del Centro de Asesoría y Estudios Sociales, CAES
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Hace unos años que las imágenes de varios furgones de policía, activistas antidesahucios, cajas de mudanza y rostros rotos no inundan nuestros televisores. Pareciera que, de la noche a la mañana, los desahucios se hubieran evaporado y frente a esa realidad que no ha dejado de ser cierta para muchas familias trabajadoras en este país, hubiese emergido una realidad paralela en la que, en vez de hablar de desahucios, se ha decidido poner el foco en la criminalización de la pobreza y en la proliferación de todo tipo de empresas de desokupación que se jactan de cometer delitos de forma impune.
Sin embargo, los desahucios no han desaparecido. Siguen ahí, han seguido estándolo todos estos años y si no que le pregunten a cualquier plataforma o colectivo de barrio que semana tras semana han tenido que seguir parando desahucios ante la inacción de las Administraciones Públicas.
Sin embargo, es cierto que en los últimos cinco años la ejecución de los desahucios se ha reducido y la causa de dicha reducción no es que la especulación se haya reducido a su vez (más bien todo lo contrario), sino que hace cinco años en plena pandemia y tras la presión sostenida durante años por organizaciones de la sociedad civil comprometidas con el derecho a la vivienda, el Gobierno aprobó una normativa -"la moratoria antidesahucios"- que ha impedido que se ejecuten cerca de 60.000 según un informe del Observatori Desca.
El próximo 31 de diciembre finaliza la moratoria y volvemos a avanzar hacia esa fecha con una inquietante sensación de déjà vu: otra vez la cuenta atrás, otra vez la ausencia de planes alternativos, otra vez la amenaza de que miles de personas puedan ser expulsadas de sus hogares sin que las administraciones ofrezcan una respuesta adecuada.
Resulta inquietante el silencio político generalizado, salvo honrosas excepciones, en torno a esa fecha que para la mayoría de diputados será simplemente Nochevieja pero que, para muchas personas en este país, supondrá la reactivación de su pesadilla, su procedimiento de desahucio. Y resulta todavía más inquietante que tras quince años de crisis habitacional continuada, todavía sigamos actuando como si cada desahucio fuera una excepción y no el síntoma evidente de un problema estructural y que tengamos que estar prácticamente cada año recordando los motivos que justifican la necesidad de legislación protectora que los impida. Los datos están ahí y son tozudos: 763.127 lanzamientos desde 2008, lo que ha afectado a casi dos millones de personas en nuestro país. Una cifra que debería avergonzar a cualquier Estado que se pretenda socialmente avanzado.
La moratoria aprobada durante la pandemia —parte fundamental del llamado "escudo social"— ha demostrado algo decisivo: sí es posible frenar desahucios cuando existe voluntad política. En apenas cuatro años, se evitaron cerca de 58.000 desalojos. No estamos hablando, por tanto, de una quimera jurídica ni de un privilegio arbitrario, sino de una herramienta real que ha protegido a familias que, sin ella, se habrían quedado directamente en la calle.
Aun así, la moratoria ha sido una red llena de agujeros. La aplicación desigual en los juzgados, las interpretaciones restrictivas señaladas incluso por el Tribunal Constitucional y la exclusión de situaciones muy comunes —como familias vulnerables que viven en viviendas vacías de grandes tenedores tras la pandemia o inquilinas con contratos de renta antigua— explican por qué solo uno de cada cuatro desahucios se ha suspendido.
La consecuencia es evidente: 24.306 desahucios ejecutados en 2024 y 14.673 más solo en los dos primeros trimestres de 2025 según datos del CGPJ. Y lo que está por venir si la moratoria decae puede ser mucho peor: un efecto dominó que duplicaría o incluso triplicaría los desahucios de vivienda habitual en cuestión de semanas.
Frente a este panorama, seguir improvisando es irresponsable. Estamos en una situación de emergencia habitacional que debería ser decretada mañana mismo en el Consejo de Ministros, nuestro país necesita convertir la moratoria en una medida estructural, ampliando su cobertura a todos los hogares en situación de vulnerabilidad y eliminar la arbitrariedad judicial que hoy decide, casi por azar, quién merece protección y quién no.
Pero no basta con suspender. Hay que regularizar a todas esas familias mediante contratos de alquiler respaldados por la administración o, cuando no sea posible, mediante contratos de alquiler social en el mismo municipio o distrito, priorizando siempre el arraigo comunitario y evitando los "exilios habitacionales".
Y aún hay más: con miles de contratos de alquiler a punto de finalizar, entre 300.000 y 500.000 y precios disparados, sin una prórroga extraordinaria de los contratos de arrendamiento en vigor estaremos abocados a otra oleada de desahucios por finalización de contrato. No se puede seguir legislando como si el mercado fuese a autorregularse mágicamente. Ya sabemos que no ocurre y que, de hecho, lo que ocurre es todo lo contrario: el mercado inmobiliario se sofistica cada vez más y la especulación encuentra nuevas herramientas para su reproducción.
El Estado español tiene obligaciones internacionales claras: ninguna persona puede ser desalojada sin que se hayan agotado previamente todas las alternativas. No durante una ola de frío, no en mitad del curso escolar, no sin soluciones adecuadas, no dejando atrás a quienes no tienen recursos para otra vivienda. Cumplir estos estándares no es opcional; es una cuestión de derechos humanos.
Si el Gobierno no llega a tiempo a aprobar una medida estructural que deje atrás la improvisación y la inseguridad (ya no sólo jurídica si no vital) de miles de personas, al menos debe prorrogar la moratoria actual mientras se diseña un plan estratégico urgente para todas aquellas personas que están sujetas a la medida a las que habrá que sumar a todas las personas acogidas a la moratoria hipotecaria (pero de esa hablamos otro día).
Estamos, una vez más, ante un umbral crítico. No es una alerta retórica ni un recurso dramático: es la realidad de miles de familias que podrían perder su hogar mientras sus señorías se comen las uvas.

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