Opinión
La soledad de los aeropuertos

Periodista
En 1988, el refugiado iraní Mehran Karimi Nasseri llegó al aeropuerto Charles de Gaulle con el propósito de volar a Londres. Su idea era razonable. El problema es que carecía de documentación y no tenía modo de demostrar quién era. Contaba que los esbirros del Sah lo habían deportado y alguien le había robado la cartera con todos sus papeles en una estación de trenes de París. Atrapado en un purgatorio burocrático, Nasseri se acostumbró a los rincones de la Terminal 1. Vivía como un indigente, asentado en una suerte de campamento nómada que había armado en un banco de escay granate, junto a una mesita y una ventana. Iba a pasar allí dieciocho años de su vida.
La historia de Nasseri ganó tanta notoriedad que terminó inspirando La terminal de Steven Spielberg. Sin embargo, han existido otros náufragos aeroportuarios en proporciones más discretas o abreviadas. En 2009, la activista saharaui Aminatou Haidar cumplió treinta y dos días de huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote después de haber sido expulsada de El Aaiún. En 2013, Edward Snowden estuvo atrapado más de un mes en el aeropuerto moscovita de Sheremétievo escapando de las represalias estadounidenses. En 2018, el refugiado sirio Hassan Al Kontar pasó siete meses en el aeropuerto de Kuala Lumpur mientras las autoridades internacionales sopesaban su petición de asilo.
Un aeropuerto es todas las ciudades y ninguna al mismo tiempo. En todas las terminales del mundo se multiplican los mismos paneles luminosos, los mismos negocios de postales y souvenirs made in China, las mismas franquicias de comida rápida, máquinas de vending con sándwiches insípidos a precios desorbitados, estanterías de bestsellers y libros de liderazgo para aprendices de CEO. Por todas partes hay turistas con ojeras, guardas jurados aturdidos por el zumbido de las maletas rodantes, zombis de vuelos retrasados que vagan sin dirección por los pasillos y hacen llamadas urgentes que nadie responde.
El aire huele a desinfectante. Un retrete de blancura cegadora me recibe a traición con la tormenta de su cisterna automática. Acudo a uno de esos grifos de sensor infrarrojo que detectan todas las manos menos las mías, hago gestos de mimo desquiciado pero no sale agua y por un momento siento que me vuelvo invisible como Michael J. Fox en Regreso al futuro. Al salir de los aseos, un letrero me invita a valorar la limpieza de las instalaciones con un rango emocional de caritas circulares, desde la más pulcra y sonriente hasta la más triste e insalubre. Son los mismos emojis con que nos piden calificar a un repartidor o a una camarera. Control patronal disfrazado de democracia.
Hay cámaras de seguridad que nos acechan, vigilantes de uniforme que nos quitan el cinturón, la chaqueta y las botas en el estriptís menestral del detector de metales. Mientras tanto, los pasajeros zigzaguean entre cintas de balizamiento como competidores de un cross infinito. Tienen siempre un ojo en el teléfono móvil y otro ojo en una cola que avanza con lentitud de circunvalación en hora punta. Pero el aeropuerto no está pensado para permanecer sino para transitar. Con torpeza o con celeridad, el flujo nunca se detiene y todos tenemos aquí algo de mercancía, de paquete embalado disponible ya para la entrega.
El aeropuerto es un no lugar, dice el antropólogo Marc Augé, una de esas infraestructuras dedicadas a la circulación acelerada de personas y bienes. Se parece mucho a un gaseoducto o a una autopista, pero también a uno de esos campos de tránsito donde se estacionan los refugiados del planeta. La idea de Augé es seductora porque define una nueva geografía de espacios gélidos e impersonales, en frontal antagonismo con la vieja tradición etnológica de la plaza pública, el lugar donde arraigamos y entablamos vínculos sociales. El antiguo ágora de Atenas es ahora el vestíbulo de un centro comercial. Indistinguible, de hecho, de cualquier vestíbulo aeroportuario.
Son arquitecturas anodinas que prescinden de la memoria colectiva y se presentan con el espíritu anónimo y repetitivo de una cadena de montaje. Hasta los complementos se repiten: flechas, ideogramas, plantas tropicales de plástico, un desfibrilador patrocinado por una compañía telefónica, lemas publicitarios que nos exhortan al éxito individual y a una autoexplotación feliz e incesante. El símbolo del no lugar es la cinta transportadora, la escalera mecánica que desplaza viajeros o equipajes, da lo mismo, lo importante es mantener el dinamismo y el consumo, estar siempre de paso y sin opción de construir comunidad, relaciones vinculantes o sentido de pertenencia.
Hace casi quince años aprendimos por la fuerza que una huelga de controladores no es una huelga cualquiera, y que el tráfico aéreo jamás debe interrumpirse, así haya que meter militares en las torres de control. Ahora que la guerra arancelaria amenaza con entorpecer el torrente de capitales, los gobernantes han empezado a movilizar recursos, nuestros recursos, para paliar el golpe a mayor gloria del comercio libre e ilimitado. Accedo a un rastreador de vuelos en tiempo real y el barullo de conexiones internacionales no parece haberse resentido ante los temblores de la geopolítica. Todo marcha, nada se ha estancado.
Yo también vago por la terminal como un náufrago aeroportuario, abrumado por la voz metálica de la megafonía, por el babel de lenguas, por la señalización de puertas de embarques con códigos de hundir la flota, A4, F2, tocado y hundido. De pronto, temo quedar encallado para siempre en ese laberinto, náufrago en un limbo trepidante y kafkiano donde no es posible el amor, ni la amistad porque todo el mundo se está yendo a ningún lugar o volviendo de ninguna parte. La soledad de los aeropuertos es la soledad del mundo contemporáneo: cada vez hay menos lugares para la permanencia, las ciudades nos expulsan, el espacio común es precario y todo huye o se diluye o se derrumba.
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