Opinión
Cuando la violencia ya no hace ruido

Por Itxaso Domínguez
Analista especializada en Oriente Próximo y Norte de África
-Actualizado a
Cuando del genocidio en Palestina se trata, durante semanas se ha instalado una sensación difusa de alivio. El volumen informativo ha bajado, las imágenes son menos constantes, el lenguaje político vuelve a hablar de ‘estabilización’, de ‘pausas’, incluso de ‘normalización’. ¡Por lo menos nadie se atreve a hablar de paz! No es que la violencia haya terminado. Es que ha dejado de interrumpir. Y cuando la violencia deja de interrumpir, se vuelve más fácil convivir con ella.
Ese es el momento más peligroso.
No cuando caen las bombas, sino cuando ya no ocupan portadas. No cuando el daño es inmediato, sino cuando se aplaza. No cuando la muerte irrumpe, sino cuando avanza despacio, sin ruido, sin urgencia, sin exigir respuesta. Esa forma de violencia no se limita a un territorio. Viaja bien. Se adapta. Se reproduce.
El daño que llega cuando todo parece haber pasado
En Gaza, el invierno ha llegado como llegan siempre los inviernos. Con lluvia, frío, viento. Nada extraordinario. Lo extraordinario es que esas condiciones básicas se hayan convertido en letales. Tiendas inundadas, edificios debilitados que colapsan, personas que sobreviven a los bombardeos pero mueren después, aplastadas por una infraestructura que ya no existe.
No se trata de una catástrofe natural. Tampoco de un fallo logístico. Es la consecuencia previsible de una destrucción sistemática y de un bloqueo que no se ha levantado. La violencia no terminó cuando disminuyó la intensidad militar. Cambió de forma. Pasó de ser espectacular a ser administrativa. De visible a estructural.
La muerte no llega aquí como explosión, sino como secuela. No irrumpe, se acumula. Y precisamente por eso resulta más tolerable para quienes observan desde fuera. No exige decisiones inmediatas. No obliga a tomar partido. Puede explicarse como ‘contexto’, como ‘crisis humanitaria’, como ‘consecuencia no deseada’.
La violencia aplazada es la forma más eficiente de despolitizar el daño. Y una vez que ese desplazamiento se normaliza, deja de ser una excepción geográfica. Se convierte en método. También alcanza a quienes, en Europa, intentan interrumpir esa normalización.
La violencia por omisión también gobierna
Ese mismo modo de gobierno del daño reaparece mucho más cerca, dentro de Europa, bajo marcos jurídicos que se presentan como excepcionales, pero que operan con una normalidad inquietante. No hace falta mirar a Gaza para encontrar cuerpos sometidos a una asfixia lenta, regulada, legal. En cárceles europeas, personas privadas de libertad permanecen en prisión preventiva durante meses, incluso años, sin juicio. Los procedimientos se dilatan. Las comunicaciones se restringen. Las vías jurídicas se estrechan hasta desaparecer.
Este es el caso, de forma especialmente clara, de varias personas vinculadas a Palestine Action, un grupo de acción directa que ha centrado su actividad en sabotear infraestructuras de empresas armamentísticas israelíes en el Reino Unido. Sus acciones, deliberadamente confrontacionales y orientadas al daño material, han sido políticamente controvertidas y han generado un fuerte rechazo institucional, pese a no dirigirse contra personas. Esa controversia culminó en su reciente proscripción bajo legislación antiterrorista, una decisión que permite tratar protestas y sabotajes materiales como amenazas a la seguridad nacional.
En ese marco, personas acusadas de delitos no violentos permanecen en prisión preventiva durante largos periodos, convertidas en sujetos de un régimen de excepción donde la espera funciona como castigo anticipado. Como en Gaza, la violencia no adopta aquí la forma del golpe inmediato, sino de la vida mantenida en suspensión, del desgaste administrado, del tiempo convertido en herramienta de gobierno.
Cuando todas las salidas institucionales se cierran, el cuerpo se convierte en el último espacio de intervención política. La huelga de hambre no aparece entonces como gesto heroico ni como decisión individual aislada, sino como síntoma extremo de un sistema que ha suspendido toda otra forma de interlocución.
No se trata de glorificarla. Tampoco de romantizarla. Se trata de entender qué tipo de orden político produce situaciones en las que dejar de comer se convierte en la única forma de ser escuchado. Y, sobre todo, qué dice del Estado la decisión de no escuchar.
Aquí la violencia tampoco es inmediata. Nadie ejecuta. Nadie dispara. Nadie firma una orden de muerte. Lo que hay es tiempo. Espera. Silencio. La apuesta implícita de que el cuerpo cederá antes que la estructura. De que el desgaste hará el trabajo que la fuerza directa ya no necesita hacer.
Aplazar la muerte como técnica política
Desde una perspectiva de relaciones internacionales críticas, este no es un fallo del sistema liberal, sino una de sus formas de funcionamiento más características. La violencia contemporánea no se ejerce solo a través del daño directo, sino mediante la producción de vulnerabilidad sostenida.
Se destruyen las condiciones materiales de la vida y luego se retira la responsabilidad. Se suspende la protección, se ralentiza la respuesta, se desplaza el problema en el tiempo. La muerte no es el objetivo inmediato, pero tampoco es un accidente. Es un resultado aceptable, siempre que llegue después.
Este tipo de violencia tiene varias ventajas políticas. No genera imágenes difíciles de gestionar. No produce escándalos instantáneos. No exige declaraciones contundentes. Permite mantener intacto el lenguaje de los derechos humanos mientras se vacía su contenido material.
La clave no está en negar la violencia, sino en administrarla. En convertirla en proceso. En hacer que ocurra cuando la atención ya se ha desplazado, cuando el público está cansado, cuando la urgencia se ha diluido.
Así, el orden internacional puede seguir presentándose como normativo, racional, basado en reglas, mientras deja morir a quienes ya no encajan en su marco de preocupación inmediata.
El alivio como coartada
El alto el fuego, real o ficticio, cumple aquí una función política central. No porque ponga fin al daño, sino porque lo normaliza. Reduce la presión. Reinstala la ilusión de cierre. Permite pasar página sin haber leído el final.
En ese contexto, tanto las muertes por frío y colapso en Gaza como el deterioro físico de personas en prisión preventiva en Europa, incluidas aquellas perseguidas por intentar bloquear materialmente la maquinaria de la guerra, aparecen como daños secundarios, administrables, asumibles. No alteran agendas. No generan movilización. No interpelan a los gobiernos que, semanas antes, se declaraban ‘preocupados’.
El alivio opera como coartada moral. Hace posible que la violencia continúe sin ser nombrada como tal. Que el hambre, el frío, la enfermedad o el desgaste corporal se interpreten como efectos colaterales y no como consecuencias políticas.
Desde el Estado español, esta distancia resulta especialmente cómoda. Permite condenar retóricamente el horror pasado mientras se guarda silencio sobre el presente administrado. Permite hablar de paz sin hablar de responsabilidad. Permite empatizar sin incomodarse.
Lo que queda cuando el ruido se apaga
El problema no es solo lo que ocurre en Gaza o en las cárceles europeas. El problema es lo que estas situaciones revelan sobre el umbral de violencia que estamos dispuestos a aceptar una vez que deja de ser escandalosa.
Que quienes intentan impedir la producción de armas acaben tratados como amenazas excepcionales, mientras las consecuencias de esas armas se gestionan como daños inevitables, dice mucho del tipo de orden que se está defendiendo.
Cuando la muerte se aplaza, cuando no hace ruido, cuando no exige reacción inmediata, se vuelve gobernable. Y eso dice más sobre quienes gobiernan que sobre quienes la sufren.
No estamos ante una excepción ni ante un exceso. Estamos ante una estructura. Una forma de gestionar el daño sin asumirlo. De producir sufrimiento sin nombrarlo. De dejar morir sin matar.
La pregunta incómoda no es por qué ocurre esto allí o en otros países europeos. La pregunta es por qué, una vez que deja de interrumpir, deja también de importarnos.


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