Opinión
¿Que si nos vuelve locas ir de compras?

Por Oti Corona
Maestra y escritora
-Actualizado a
Cuando una mujer (una mujer trabajadora, se entiende, no una Chabeli de la vida) salía a comprarse ropa, procedía de la siguiente manera: abría su armario por enésima vez para asegurarse de que su ropa de diario —lavada en agua fría y con Perlán, tendida siempre a la sombra— no admitía más zurzidos, parches o remiendos. Entonces, reunía al consejo familiar y emitía sentencia: “Necesito ropa”. Convertía la prenda inservible en trapos o en un gracioso delantal y, a continuación, iba a la tienda de su barrio, explicaba qué quería y con qué tenía que combinar y la vendedora le sacaba dos o tres modelos porque más no había. Una vez decidida la prenda que ocuparía la vacante que acababa de quedar en el armario, el amable personal de la boutique tomaba medidas si había que ajustar mangas o perneras y conminaba a la clienta a recoger su ropa pasados unos días. Transcurrido el plazo acordado, la compradora se presentaba de nuevo y en la tienda se esmeraban en doblar la ropa antes de guardarla con gran cuidado en una bolsa. Y, a grandes rasgos, así era como compraban las mujeres antes de que las franquicias de moda okupasen nuestras calles.
Era fácil conservar la cordura en un mundo en el que las novedades del vestir iban con las estaciones del año, había lo que había y cuando tenías un jersey, aquel era tu jersey, como quien tiene un gato con el que espera compartir grandes momentos y muchos años de vida. Hoy las colecciones se suceden a un ritmo tan rápido que ni las dependientas, esas que van con el pinganillo en la oreja y el móvil atado al pescuezo con una cinta de la marca, pueden saber lo que tienen en stock.
Casi de un día para otro, la ropa se ha convertido en una baratija que dura, con suerte, medio año, y las dependientas —seguramente hartas de trabajar como burras a cambio de salarios de miseria y de no poderse marchar a casa hasta que cuadra la caja y cada pieza está bien dobladita en su estante— cambian a la misma velocidad que las colecciones. No ajustan dobladillos, ni tienen tiempo de aconsejar sobre combinaciones de tejidos y colores, claro que tampoco importa porque son tantas las prendas que se hacinan en los armarios que siempre habrá algo que conjunte. Lo único que quieren es que la gente se aparte para seguir doblando las montañas de ropa que la amable clientela ha tenido a bien desdoblar, despachurrar y tirar en cualquier montón o al suelo. Total, solo es ropa.
Si eres mujer, más allá de las formas, está el contenido. Me explico, y empiezo por la edad adulta porque lo de la moda infantil y la adolescencia por géneros da para artículo aparte, peli de terror y denuncia en el juzgado de guardia.
Para empezar, está el dichoso cuento de las tallas. El sábado pasado me compré un vestido de la talla S que me quedaba holgadito y descarté otro de esa talla porque no me pasaba de la cintura. Mis prendas de ropa oscilan, en una sola tarde de compras, entre la XS y la L, la 38 y la 42. Por más que nos juren que hay normativas sobre el tallaje, en la práctica esto es un sindiós. Un sindiós que no tendría la menor importancia si subir una talla no supusiese una especie de castigo, si niñas y mujeres no sufriesen nueve de cada diez casos de trastornos de la alimentación en España.
Pero no nos pongamos dramáticas porque nosotras contamos con una gran ventaja con la que no cuentan los hombres: las tiendas de talla única. Imagino que la idea se le ocurriría a un señor sentado en uno de esos despachos desde los que se deciden los modelitos que coserán por cuatro perras las costureras africanas, asiáticas y latinoamericanas, y que su séquito de consejeros aplaudirían con entusiasmo pues, como es bien sabido, todas las mujeres medimos uno setenta y pesamos sesenta quilos. Ah, ¿tú no? Pues espabila, que algo estás haciendo mal.
Y en ese caso, tranquila, que la industria de la moda también ha pensado en ti: puedes efectuar tus compras en las tiendas de ropa curvy, una categoría en la que, visto el pitorreo de las tallas, podemos entrar a partir de la 40 y a la que se ponen nombres coquetos para disimular lo insultante que resulta que te manden a comprar a otra tienda por gorda.
Existe la creencia de que a las mujeres nos encanta ir de compras, que, como suele decirse, nos vuelve locas. Y lo cierto es que no. Que comprar es una necesidad, una tarea doméstica como barrer o quitar el polvo, porque el menaje del hogar, igual que la ropa propia o la de los hijos, no cae del cielo. Y no, no nos vuelve locas. Que, visto lo visto, ya tiene mérito.
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