Opinión
Chorreando sidra bajo el Celedón

Por Javier Salas
-Actualizado a
Sí, hay crisis, pero hay un hombre en Vitoria que cada año cambia de piso: "Celedón ha hecho una casa nueva, Celedón con ventana y balcón". Es lo que canta la multitud en la plaza de la Virgen Blanca mientras celebran que, ese muñeco que da paso a las fiestas locales, ha vuelto a bajar con su paraguas y blusón. La muchachada lo celebra derramándose sin descanso todo tipo de brebajes y bebedizos por sus cabezas; a las chicas en el pecho, claro, no seamos obvios. Y es que aquí la gente no consume el alcohol bebiéndolo: se absorbe por vía cutánea.
En este caso, como en la matanza del cerdo, se aprovecha todo. Los más cabrones usan los corchos de las sidras y champanes para jugar al tiro al blanco con quien se asoma por los balcones. Otros –es mi caso– usan las botellas desperdigadas por el suelo para jugar a aquella mítica prueba de Humor amarillo: los Rollitos de Primavera. No me caí cien veces porque soy abstemio y pude mantener el equilibrio.
Pero la mejor seña de identidad de estas fiestas es la que representa el genio comercial del jefe de márketing de Euskaltel, la teleco de aquí. Lo mismo que en San Fermín hay que ir de blanco y con pañuelico rojo, el que en esta efeméride no luce uno de los miles de sombreros naranjas que reparte gratis esta empresa está fuera de lugar.
Para disfrutar de esta locura heredo la sapiencia demostrada por Objetivo Birmania: "Los amigos de mis amigos, son mis amigos". Es decir, que me acoplé a un grupo de semidesconocidos con los que espero volver a "liarla parda", como ellos me anuncian.
En el autobús que me trajo pude dormir una siesta para reponerme de la resaca estellesa. Creo que aún me dura: el rastro de un tatuaje desaparecería antes. Los viajes interurbanos en bus son una gran oportunidad para entablar amistades provechosas. Pero todo el mundo sabe que una siesta resacosa no es la mejor carta de presentación en sociedad: poros exhalando alcohol, babas sobre el hombro y cabezazos contra la ventana crean en torno a mí un razonable cordón sanitario.
Mi primera comida en la capital alavesa sale gratis. Nada más y nada menos que el redactor jefe de la sección Mundo de este su periódico, vitoriano de pro, se ofrece a convidarme. A cambio, yo le había invitado a una Coca Cola: parece justo. De la suculenta carta opto por una delicia local: solomillo de canguro (con el RH en regla).
En el albergue he vuelto a tener suerte: llevo ya cinco noches fuera y todavía no he tenido que compartir habitación, a pesar de que siempre que he dejado claro que no suponía ningún problema. O no hay tanta crisis y la gente se puede permitir un hotel o es tan galopante que ni se pueden regalar unos hongos alberguistas en las duchas comunes.


