Opinión
Jian Seng
Por Espido Freire
Para que una obra de teatro produzca la brusca comprensión de emociones que conlleva la catarsis son necesarios buenos actores, un buen texto y un público capaz de manejarse con la ficción. No esperaba yo tanto cuando ayer acudí a ver la obra Carnaval, en el Teatro de Bellas Artes de Madrid, aunque me constaba que los actores, la directora y el autor de la obra no eran nada ordinario.
Mi reserva tenía que ver con lo inusual que resulta el que una historia policíaca, trepidante en algunas ocasiones, mantenga el nivel de tensión suficiente como para olvidarnos de que vemos y concentrarnos en que sentimos. Malacostumbrados a mil tramas televisivas, bien educados en prever el siguiente paso, ¿cómo sería esa reacción en el teatro?
Fue, ante todo, unánime. Era cierto, la obra se aleja ampliamente de lo ordinario. No resulta común el valor con el que se abordan temas terribles que tratamos con las puntas de los dedos y los pensamientos en los últimos tiempos. Cuando un escritor habla con naturalidad del terrorismo, los islamistas, las sectas y el maltrato a niños, y sobre un escenario los actores lo dicen con tanto oficio que descubren al espectador cómo se escandaliza, y por lo tanto, lo profundo que esos temas se ocultan, se produce algo fascinante.
El teatro, como el barco fantasma Jian Seng, oculta el conocimiento bajo el misterio y la atracción. El Jian Seng apareció hace un par de años en las costas australianas perdido, a la deriva, con huellas que nada decían de su origen. Despertaba el mismo miedo que otros barcos fantasmas muy antiguos. Otro fantasma, el de la niñita Mari Luz, sobrevolaba ayer el teatro. Ayer Carnaval dijo para mí lo que casi nadie se atreve a explicar en un entorno de no ficción: que el juego de las verdades y las mentiras resulta infinito, que el número de locos supera al de cuerdos, que ni madres, ni niños, ni vida privada, ni las relaciones merecen ya el menor respeto, que el dolor puede compartirse, y que es misión del arte recordarlo.