Este artículo se publicó hace 4 años.
Guerra civilMes y medio de confinamiento, la otra defensa de Madrid
Los madrileños sufrieron el asedio de las tropas franquistas y los bombardeos, cuyo objetivo era minar la moral de los leales a la Segunda República. Sin embargo, se hicieron fuertes y acogieron a los desplazados, confinados en pisos y en el metro.
Madrid-Actualizado a
En la casa, por no llamarla ratonera, llegó a dormir una quincena de personas. "Apenas tenía treinta y pico metros cuadrados, pero allí se juntaban todos durante la guerra: mis abuelos, sus cinco hijos, los novios de las hermanas mayores y quienes regresaban del frente", relata la activista vecinal Isabel Martínez, albacea del testimonio oral del asedio a la capital de las tropas franquistas.
Su familia vivía en el Rastro y no lejos de allí podía leerse el lema No pasarán, estampado en una pancarta colgada cerca de la plaza Mayor que advertía: El fascismo quiere conquistar Madrid. A continuación, otra frase lapidaria que pasó a la imaginería de la causa republicana: Madrid será la tumba del fascismo. Luego pasaron, Franco murió encamado y su mausoleo del Valle de los Caídos, construido por presos políticos, soterró a miles de republicanos víctimas de la contienda y de la represión.
"En la habitación de mi abuela cayó un obús que no llegó a explotar, la misma suerte que corrió la madre de Juan Antonio García Acero, quien vivía en la misma calle". Exiliado en Francia, fue hecho prisionero por los nazis cuando reforzaba la línea Maginot. Terminó en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen, adonde también sería deportado un niño de seis años llamado Eufemio García, el del convoy de los 927, el tren de refugiados que partió de Francia en 1940 camino de la muerte. A su padre lo mataron un año después —justo dos días antes que a Juan Antonio— y él sobrevivió al templo del exterminio para contarlo.
En Madrid, los bombardeos indiscriminados sobre la población civil buscaban minar el ánimo de los fieles a la Segunda República, pero según Martínez no lograron su objetivo. "Tenían muy claro cuál era su ideología y las bombas no produjeron un efecto desmoralizador". Bien al contrario, la estampa desoladora que dejaban a su paso los Junkers Ju 52 llevaron a posicionarse a favor del Gobierno legítimo a muchos equidistantes que no comprendían cómo un salvador de la patria ordenaba lanzar bombas incendiarias sobre las gentes.
La tempestad de explosivos provocó que los habitantes buscasen refugios antiaéreos, donde se resguardaban para tratar de salvarse. Sin embargo, la llegada de desplazados de los barrios del sur y de otras provincias, quienes huían horrorizados ante el avance de las tropas franquistas, motivó que algunos abrigos dejasen de ser un cobijo temporal y se convirtiesen en lugares de confinamiento permanente. Es el caso de la red de metro, aunque durante largo tiempo también convivieron varias familias juntas en un único piso.
Pese a que no cabe la comparación, madrileños y españoles que están sufriendo la cuarentena causada por el coronavirus ya saben lo que es un dilatado encierro domiciliario. Pocos viven para contarlo y algunos han tapiado ese recuerdo en su memoria y prefieren callar. Es el caso de la madre de Isabel Martínez, criada en el Rastro y hoy residente en Carabanchel, cuyos vecinos trataron de buscar amparo aquel otoño de 1936 en el centro de la ciudad ante el acoso de los fascistas.
Noviembre negro, una infausta hoja del calendario que parecía que nunca iba a desprenderse del almanaque. El barrio de Argüelles fue duramente castigado, así como el centro de la capital y las zonas próximas a los puentes de Segovia y de Toledo. Si bien en el primer caso influyó la proximidad al frente de la Ciudad Universitaria, las embestidas desde el cielo fueron inmisericordes e hicieron blanco en las casas de inocentes y en los hospitales donde se curaban los heridos. El fin era sembrar el pánico, que en la noche era llama. La urbe ardía como una tea que alumbraba el dolor.
El silencio calla bajo tierra
"Mi madre prohibía a mi abuela que nos contase todo aquello. Pertenece a esa generación del silencio. No hablaba por miedo, porque fue una época nefasta que prefirió olvidar. Y como ella, tantas otras", recuerda la nieta de la mudez, quien pese a la mordaza materna mantiene viva la memoria de los muertos. Sabe, por ejemplo, que llegó a dormir en el metro, mas no sufrió la cuarentena bélica. Las fotografías de la época, con la gente arremolinada en los andenes, mirando a la cámara o durmiendo bajo el edredón del frío, son estremecedoras.
Los túneles del transporte suburbano fueron el paraguas temporal de los asediados, aunque quienes no tenían casa se vieron obligados a habitar las madrigueras de azulejo, hasta que las autoridades los realojaron en viviendas. Allí volvieron cada vez que sonaban las sirenas durante los primeros meses de la guerra, cuando Franco prefería un Madrid roto a un Madrid rojo, antes arrasado que republicano.
"A medida que avanzaba la columna de la muerte, miles de refugiados iban llegando a la ciudad desde los pueblos de Toledo y otras zonas limítrofes. Cuando oían lo que le hacían los legionarios indígenas y los despiadados áscaris a los habitantes de las localidades tomadas por los franquistas, salían escopetados hacia Madrid. Mejor estar en la calle o hacinados en el metro que sufrir las tropelías de los facciosos. No quedaba más remedio que vivir", afirma Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, quien recuerda que los vecinos de Quismondo se instalaron en un edificio de Alonso Martínez. Una réplica de su pueblo, incluido el alcalde. Como una muñeca rusa, era una pequeña república dentro de lo que iba quedando de la otra República.
Hambre, amor y guerra
Al igual que la pandemia del coronavirus ha obligado a habilitar hospitales de campaña en recintos como Ifema, entonces el metro cedió espacio para un sanatorio. El ramal que unía Ópera con la Estación del Norte quedó inutilizado para el transporte de pasajeros y por las vías comenzaron a circular trenes que ejercían de ambulancias. También de coches fúnebres que transportaban a los muertos en combate hasta Ventas, antesala del cementerio, cuya tapia fue diana donde después caerían cientos y cientos de represaliados.
Isabel sabe estas cosas a fuerza de la necesidad. Como no había, sus padres tuvieron que vivir en la casa de su abuela, quien le hizo entender que la falta de dinero era una minucia en comparación con lo sufrido durante el cerco. Podía ver al hijo que defendía la capital desde las trincheras de la Ciudad Universitaria, pero debía conformarse con las cartas que le enviaba otro con remite de Levante, donde su cometido era avistar la bandada de aviones enemigos. "Dormía en charcos y ella le escribía: ¿Te estás cuidando, Benito? ¡No vayas a coger frío!".
Familiares que volvían exhaustos del frente y pernoctaban en la minúscula vivienda. Soldados que buscaban comida por ahí, o se la procuraban, porque el rugido del estómago también hurta. Migajas que luego repartían entre los de casa. "Mi madre tiene el recuerdo del hambre, hambre, hambre. A veces solo comía un trozo de pan por la mañana". La ración del día.
La anciana le contaba además que un novio del Toboso dormía con su tía. En aquel otoño se hacía el amor, pero también la guerra. Y que su abuelo era acomodador en el Price. Un cerco y un circo. La niña supo entonces que la contienda incivil podía ser un circo con animales. Y que cuando asoman los colmillos y amenazan las zarpas hay hijas que le tapan para siempre la boca a sus madres, nuestras abuelas, que en paz descansen pese a que muchas nunca la acariciaron en vida.
Enfermo y confinado junto al Cuartel de la Montaña
Confinado estuvo un mes Nicolás Sánchez-Albornoz. Su padre era embajador en Lisboa durante el golpe de Estado, mientras él permanecía en Madrid cuidado por sus abuelos, ya que estaba enfermo. Apenas tenía diez años y desde su habitación podía escuchar el estruendo de la artillería, pues residía en el número dos de la calle Ferraz, a un tiro del Cuartel de la Montaña. Allí se inició la sublevación en la capital el 19 de julio de 1936, aunque los cañones y las bombas de la fiel aviación republicana sofocaron la rebelión al día siguiente.
La vivienda del historiador estaba situada en un lugar estratégico para el asalto, mas la proximidad también la hacía peligrosa. "Entró metralla y vinieron a buscar colchones para trasladar a los heridos", rememora a sus noventa y cuatro años. "Desde ese día, el tono de la calle cambió completamente y estábamos muy preocupados por los acontecimientos. En cuanto pude, me reuní con mi familia en Lisboa", explica Sánchez-Albornoz, quien recuerda que en los meses siguientes moriría gente que se protegía en el metro, puesto que los túneles estaban cerca de la superficie. "El refugio en las estaciones era relativo. Si la bomba caía en el lugar preciso, era capaz de penetrar hasta los andenes y provocar muertes".
Las coplas que llamaban a la defensa de la ciudad eran más optimistas: Madrid, qué bien resistes, / mamita mía / los bombardeos; / de las bombas se ríen, / mamita mía, / los madrileños. Sin embargo, las descargas de las tres viudas —como fueron apodadas las escuadrillas de Junkers— desataron el pánico de día y de noche con sus bombas, incluidas las incendiarias. Solo del lunes 9 al domingo 15 de noviembre mataron a cientos de personas e hirieron a miles. El jueves siguiente, una bomba causaba un fallecido y dos heridos en la calle Ruda, situada en pleno Rastro, donde vivía la familia de Isabel Martínez.
Los desastres de la guerra esta vez no fueron grabados, sino revelados para alimentar el Archivo Fotográfico de la Delegación de Propaganda y Prensa de Madrid, creado por la Junta de Defensa con el fin de denunciar la destrucción de las tropas rebeldes. Algunas de las imágenes, tomadas sobre la calzada y bajo tierra, acompañan estas líneas. No obstante, infundían más temor las noticias que divulgaban los recién llegados que las propias bombas. La masacre de Badajoz, por ejemplo, provocaba pesadillas, pero también fortaleció el espíritu de resistencia: los alzados no podían dar un paso más hacia Madrid, pues las consecuencias podrían ser terribles, pensaban en la capital.
Las bombas no pudieron con la moral
"Los rumores de que se disparaba el precio del pan o de que la gente acaparaba alimentos ante la subida de precios podían ser más desmoralizadores que los bombardeos, cuyo propósito era desanimar tanto a los combatientes republicanos como a sus familias", explica Esther García, experta en la defensa de Madrid. Un chantaje emocional, pues los soldados y milicianos se imaginaban la dura situación que atravesaban los suyos, mientras que estos podrían hacer una llamada a la rendición de los destinados en el frente. La artimaña de los facciosos, en cambio, fracasó y la moral no decayó.
"Es más, provocó una respuesta en la población de tipo comunitaria: Los fascistas no van a poder con nosotros. Y eso que los bombardeos se vivieron como una tragedia, pues eran los primeros conocidos sobre la población civil, exceptuando alguno concreto que había tenido lugar en la Primera Guerra Mundial, pero no tan masivo como aquí. Fue un shock", añade García, quien insiste en que los refugios ofrecían una protección más psicológica que real, pues algunos no podían resistir el efecto devastador de las bombas.
Los trimotores nazis fueron inclementes, mas el estado de ánimo de los madrileños no flaqueó. El subidón de moral atendía a una razón de peso, tanto como el de los obuses: ser conscientes de que la capital era para ellos el último bastión. "Detrás no había nada. Si Madrid caía, sabían lo que les iba a pasar. Y eso les dio fuerzas: ¡Ya no podemos retroceder más!". El resto es historia, algo que afortunadamente no se ha vuelto a repetir.
El encierro actual podría recordar muy de lejos a aquellas familias hacinadas en pisos incautados, pero las diferencias son obvias y, aun teniendo en cuenta el drama que están sufriendo tantas personas por las consecuencias letales del coronavirus, no conviene frivolizar. "A pesar de la incertidumbre, de la ansiedad y de la preocupación que genera la enfermedad, aquello era una guerra", concluye Esther García. "Si comparásemos esta cuarentena con el confinamiento provocado por las bombas, los abuelos se nos echarían encima".
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