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Georg Michael WelzelGeorg Michael Welzel, el desconocido al que el franquismo ejecutó el mismo día que Puig Antich
Hace menos de medio siglo la pena de muerte todavía existía en España. Las últimas dos ejecuciones las ordenó el régimen de Franco y acabaron con la vida de Salvador Puig Antich y Georg Michael Welzel. La historia del primero es conocida por todos. No así la del segundo, al que mataron tras un ajusticiamiento espantoso para despolitizar el caso del anarquista y sin que se supieran su identidad y nacionalidad verdaderas.
Barcelona-
El 2 de marzo de 1974 tuvieron lugar las dos últimas ejecuciones con garrote vil de la historia de España. Hace solo 47 años. Con el franquismo ya agonizando, ETA mató al presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, y el régimen, con un último coletazo macabro, quiso poner sobre aviso a sus opositores con el ajusticiamiento de dos presos recluidos en cárceles catalanas. A las 9.30, en la prisión de Tarragona, se certificó la muerte de Georg Michael Welzel. A las 9.40, en la Modelo de Barcelona, la de Salvador Puig Antich. La historia del segundo, militante anarquista y antifascista, es conocida por todos. Su caso levantó una ola de indignación enorme y llevó incluso a que políticos y colectivos de derechos humanos del extranjero se sumaran a reclamar un indulto que nunca llegaría. El cuerpo del joven fue enterrado en el cementerio de Montjuïc. Del segundo, en cambio, vagabundo indocumentado, se saben muchas menos cosas. Fue sacado del penal en la furgoneta de una frutería y sepultado sin lápida en una fosa común. Su nombre no dejó ni una sola marca. Se evaporó.
Por no saberse, de Georg Michael Welzel no se sabía ni cómo se llamaba -fue conocido como Heinz Ches hasta años después de su ejecución-, ni dónde había nacido -se creyó que era polaco cuando en realidad era alemán-, ni qué le había traído hasta España. Lo único que quiso saberse entonces es que el 19 de diciembre de 1972 había matado de un disparo a Antonio Torralbo, un suboficial de la Guardia Civil, en el bar del camping Cala d'Oques de L'Hospitalet de l'Infant. Y que el consejo de guerra militar que lo juzgó lo condenó por esos hechos a la pena capital.
Silencio, errores, un crimen. Nada más.
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—Que nadie cuente lo que ha ocurrido aquí, o se atenga a las consecuencias.
La frase la pronuncia la autoridad competente en la sala de ejecuciones. La sala en la que se ha acabado con la vida de Georg Michael Welzel. Porque el final de Welzel, además de anónimo y mudo, también es grotesco. Inexplicable.
Horas antes, el verdugo, que ha sido designado por la Audiencia de Sevilla, se planta en la cárcel de Tarragona. Su nombre es José Monero Renomo. No ha ejecutado a nadie antes. Quedó una plaza vacante hace algunos años y, quizá pensando que ya no llegaría a actuar, postuló y se la dieron. Su familia desconoce a qué se dedica. No tiene experiencia ni nociones sobre el uso del garrote. De hecho, antes de subirse al coche y emprender el trayecto, ha tenido que preguntar a sus superiores por su funcionamiento.
Según recoge Juan Eslava Galán en el libro Verdugos y torturadores, en el que reconstruye la escena entrevistándose con varios testimonios, el verdugo llega sobre las tres y media de la madrugada en un Dodge que aparca en la acera de enfrente del penal. Lo escoltan dos agentes de paisano. Al entrar, se presenta y pide ayuda a algunos funcionarios para hacer los preparativos. Se meten en el locutorio que improvisadamente se ha dispuesto como patíbulo. El artilugio, que Monero carga en un saco de arpillera, es "antiguo" y está "desengrasado". Ha quedado obsoleto. Probablemente se haya elegido por falta de conocimiento.
Mientras, en otra dependencia, Welzel juega al parchís con dos curas y varios trabajadores de la prisión. Al reo lo invitan a moscatel y a cigarrillos. La angustia de las últimas horas la acompañan el chasqueo de las piezas en la mesa y el humo espeso del tabaco. Hasta que vienen a buscarle.
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Georg Michael Welzel medía 1,80 metros. De constitución fuerte, tenía la tez morena y el pelo y los ojos castaños. Nariz regular, boca pequeña, barba poco poblada. Murió a la edad de 30 años.
"Un hombre eminentemente introvertido, poco comunicativo, con una gran y misteriosa vida interior", resumiría su abogado.
Gran parte de lo que hoy conocemos de Welzel, las sombras y los interrogantes que nublaban su figura y que no se despejaron hasta el cabo del tiempo, se lo debemos al periodista Raúl Riebenbauer, que investigó la vida del personaje durante una década y plasmó sus hallazgos en el libro El silencio de Georg. "Empecé la búsqueda en 1995 con la necesidad de luchar por lo menos para acceder a la documentación oficial del caso, y la historia me agarró con un cepo", relató recientemente el escritor en la presentación de la reedición del volumen, que acaba de lanzar la editorial La Vorágine. Riebenbauer fue quien dio con la identidad y la nacionalidad verdaderas del tipo a quien la Historia estuvo punto de encarpetar con los datos equivocados.
Pese a que la versión oficial sostuvo hasta el último momento que era polaco y no tenía familia, Welzel nació en Cottbus en 1944, dentro de la zona sobre la que más tarde se erigiría la República Democrática Alemana, y tenía madre, hermanos, una pareja y tres hijos. Mecánico de profesión, fue apresado por la Stasi en diversas ocasiones durante su juventud por intentar escapar del país. Logró cruzar a la Berlín Occidental finalmente en mayo de 1972, y unos meses después daría el salto a España entrando por la frontera de Portbou con un pasaporte falso. Cuando lo detuvieron en nuestro país, aseguró haber nacido en Stettin (Polonia) y llamarse Heinz Ches, un nombre que compuso combinando los de sus progenitores. Lo más seguro es que mintiera para evitar que lo devolvieran a la RDA.
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En el patíbulo, además del reo y el verdugo, se apiñan un puñado de cargos y testigos que tienen que estar ahí por ley. Monero sienta a Welzel en la silla del despacho y lo ata a ella de pies y manos. No reparan, ni él ni nadie, que falta el poste en el que debe ir apoyado el garrote. Como tampoco poseen la preceptiva capucha para cubrirle la cabeza al condenado, deciden tapársela con la funda de un cojín. La imagen es dura y deplorable.
Nadie abre la boca. Todos esperan una llamada que a última hora frene la ejecución. Un llamada del dictador con la conmutación del castigo.
También Jordi Salvà Cortés, el joven abogado que se hace cargo de la defensa, que hasta el momento no ha llevado demasiados más casos. Se sospecha que no ha hecho mucho para que Welzel esquivara la pena de muerte. Nunca pensó que lo llegarían a ejecutar, dirá más tarde, y quizá por eso se desentendió del proceso. No ha aparecido en la cárcel hasta horas después de que al condenado le leyeran la sentencia y lo sacaran de la celda 44; se comenta que se fue a cenar con su mujer a una marisquería. Tampoco figurará en el sumario que el abogado presentase alegaciones a la pena capital, aunque él sostendrá que sí que las preparó.
De ser así, de nada sirven. A las nueve en punto el teléfono no ha sonado. El director de la prisión rompe el silencio de la peor manera: ordena al verdugo que proceda.
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El fatídico día del asesinato en el bar del camping Cala d'Oques, Welzel llevaba colgada del hombro una escopeta que días atrás había robado a un viticultor. "Una de las dos camareras holandesas que trabajaban allí, de sólo 21 años, charló con él, y le invitó a entrar para tomar un café", describe la investigación. "No le sorprendió el arma porque era época de caza. A los pocos minutos, apareció el guardia Antonio Torralbo, como cada día. En cuanto puso un pie en el local, Ches le disparó".
Riebenbauer nunca ha podido saber qué ocurrió exactamente en ese bar, por qué Welzel disparó al policía, qué le pasó por la cabeza al apretar el gatillo. Es uno de los nudos que su investigación no ha logrado desenredar. Se ha especulado mucho con el móvil de aquel homicidio, se llegó a decir que en aquel negocio se movía dinero ilícito y se ejercía la prostitución, pero todas las hipótesis se han acabado desmontado. Lo único sólido que hay es que Welzel confesó el crimen. Lo detuvieron al día siguiente, en la estación de ferrocarril de L'Ametlla de Mar.
Todo lo que vino después de la detención tampoco fue fácil de esclarecer. El encarcelamiento, el juicio, la sentencia. El autor de El silencio de Georg trató de acceder a la documentación del caso varias veces, pero las distintas escalas de militares se lo impidieron. "Yo creía que un periodista que ejercía el derecho a la información en nombre del resto de los ciudadanos podía acceder a los documentos originales de un caso, pero eso no era posible", explica Riebenbauer, que tuvo que presentar una demanda civil para poder leer el sumario. Fue un proceso complejo, le pusieron trabas desde todas las administraciones, y, cuando conseguía sortear alguna, chocaba con nuevos escollos. Cuando obtuvo el permiso del jurado de vigilancia penitenciaria y pudo revisar el expediente carcelario de Welzel, por ejemplo, se encontró que este estaba tapado con celos opacos.
"La tesis que siempre circuló es que la ejecución de Heinz Ches había sido un relleno de la de Salvador Puig Antich", expone el investigador. La dictadura, para vengar a Carrero Blanco, ordenó ejecutar a Puig Antich, pero como le interesaba despolitizar el asunto y hacer ver que también se mostraba igual de implacable con un preso común, introdujo a Welzel en la ecuación. Uno de los ministros de Franco así se lo confirmó al propio Riebenbauer: "Era mejor llevar al Consejo de Ministros las dos condenas juntas". El perfil del extranjero encajaba como un guante en la trama, pues supuestamente era de Polonia, un país con el que España todavía no tenía relaciones diplomáticas. Unos años después se supo que el régimen había mentido. La Policía, antes del juicio, recibió un informe de la Interpol que confirmaba que las huellas del detenido correspondían a las de Georg Michael Welzel y que contenía una dirección para contactar con su familia. Magistrados, fiscales, dirigentes; muchos supieron de esa información. Ninguno hizo nada al respecto.
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El verdugo cree que el garrote se pone alrededor del cuello del reo y luego se gira la manivela. Pero como falta el poste y el manubrio debe voltearse con las dos manos, pide a dos funcionarios que se sitúen a ambos lados de la silla y sostengan a la altura pertinente las guías del artilugio. Cada error nuevo se sobrepone a un error anterior. Evidentemente, la ejecución es un espanto. El garrote desgarra la piel pero no aprieta lo suficiente. Uno de los ayudantes, en medio del caos, sufre un ataque de histeria y tiene que ser sustituido. Monero desmonta el corbatín y lo estrecha añadiéndole un taco de madera. El comandante que hay en la sala le da una bofetada cuando este insinúa que el problema es que el cuello del preso, que está desangrándose, es muy pequeño. Las maniobras se alargan durante muchos, demasiados minutos. Hasta que el cuerpo machacado de Welzel deja de moverse y el doctor certifica la muerte. Fin de la abominación.
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La última vez que se había producido una ejecución por garrote vil en una prisión española había sido en 1966. Hasta ese día, en el que dos verdugos volvieron a desenfundar un objeto que, pese a ser de origen medieval, forma parte de las entrañas más oscuras de nuestra historia reciente. Welzel y Puig Antich fueron los últimos en padecerlo.
El destino trágico del primero, de hecho, estuvo a punto de no dejar constancia en su país de origen. Los familiares trataron de descubrir su paradero durante años, pero no sacaron nada, y el hecho de que el nombre que acabó trascendiendo en la prensa fuera el de Heinz Ches todavía complicó más las cosas. Lo daban por desaparecido. Hasta que Riebenbauer logró contactar con ellos, los fue a visitar y les contó la historia. Pasado un tiempo, se los llevaría a València, donde les preparó un encuentro muy emotivo con los allegados de Puig Antich. "En aquel espacio de tragedia, montamos una paella", recuerda el periodista. "Fue un momento alucinante", añade Carme, una de las hermanas de Salvador, que también intervino en la presentación de La Vorágine. "En el fondo, estaban contentos de conocernos".
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