Benasque (Huesca)
Actualizado:Parecía que las pequeñas aldeas de los valles más remotos se hallaban más a salvo, pero el virus se ha zafado de todas las barreras. Vuelve el homo medievalis, el anarquismo natural a la manera de Thoreau, los gargarismos de vinagre y las visiones apocalípticas y conspiracionistas de la guerra contra el virus. Las concepciones libertarias de la vida social se han extendido por el campo, en parejo a la desconfianza hacia el Estado.
"Vamos a caer todos como moscas", mensajeaba Olga, una hostelera del Pirineo aragonés, a sus conocidos el jueves por la noche, tras saber por la prensa que había fallecido uno de los usuarios de la residencia de mayores de Castejón de Sos (Huesca). El primero de los caídos de los valles de la Alta Ribagorza le había puesto un rostro a la muerte de la que hablaban los periódicos un par de días después de que la UME fumigara el edificio. Y el virus que merodeaba por ahí fuera se había convertido, de alguna forma, en una amenaza más cercana, mucho más consistente que un eco lejano de ectoplasma de periódico.
Se extendió la noticia e incluso algunos de quienes se creían a salvo hasta el momento bajaban la cabeza el viernes por la mañana en la población oscense de Seira, de apenas 30 residentes, a unos seis kilómetros de Castejón de Sos. "¿Qué sé yo? Siento que cada noche me acuesto con el aliento de la muerte tras la nuca", confesaba uno de los pocos funcionarios que aún trabajan en el pueblo. "Desde que comenzó la cuarentena, he creído desarrollar ya todos los síntomas. Lo mejor que nos podría suceder es haber pasar la enfermedad sin saberlo y quedar inmunizados". Todos sueñan con ello.
¿Pero, cómo saberlo? No llegan los test ni al municipio de Laspaúles (Huesca), donde existen más de una docena de casos confirmados, y se asume que el número real de contagiados es muchas veces superior al de quienes han desarrollado síntomas. El virus se introdujo día atrás, durante las celebraciones de carnavales. Como la muerte roja, se burló de las defensas del castillo y se coló en la fiesta durante una mascarada de la aristocracia local. Existen casos confirmados en las localidades de Suils, Neril, Abella y Laspaúles. Gente que podría haber estado en contacto con el virus sigue haciendo las compras o interactuando con su círculo de confianza, porque el alcalde aún no ha conseguido que se practiquen test a la totalidad de los vecinos.
No hay nada, en realidad, que descarte su presencia; cualquier síntoma podría estar presente en uno de sus cuadros leves o servir de antesala al estacazo que ha obligado esta semana a trasladar varias personas de los Pirineos orientales de Aragón al hospital de Barbastro, capital del Somontano, noventa kilómetros río abajo. Alguien tuvo que trasladar a su familia en su vehículo porque la ambulancia no llegaba.
En cada tos seca o con flema; en cada estornudo y malestar de estómago; en cada mareo y dolor muscular han creído ver algunos a un heraldo del virus. "He tenido que convencer dos veces a un amigo esta semana de que no había desarrollado la enfermedad y no estaba a punto de morir", nos dice un fisioterapeuta, de 30 años.
El problema, a menudo, es que la gente se creía más a salvo en algunos de estos pueblos aislados, y el virus se las ha ingeniado de algún modo para sortear los cortafuegos y ensañarse también incluso con aldeas como Abella, donde apenas hay 20 censados y se contabilizan ya tres afectados. Nadie, en realidad, salvo raras excepciones, se halla verdaderamente aislado ni de un modo estrictamente físico. Hasta las pedanías más modestas están conectadas por caminos vecinales a la carretera principal que conduce a Benasque (Huesca) y las pistas de esquí o, del lado catalán, con la N 230 que se precipita hasta Baqueira (Lleida), dos arterias perfectas para el asesino microscópico por las que hasta hace poco circulaban millares de viajeros procedentes de toda España. Con ellos llegaron los males, y este amago del Apocalipsis.
Incluso después de la aprobación del decreto que establecía la cuarentena seguían los turistas subiendo hasta Cerler. No se terminaban de creer aún que todo esto iba en serio, lo que empujó a la Guardia Civil a establecer controles en el desvío de la carretera que serpentea hasta las pistas hace dos fines de semana. Eran auténticos check-points, semejantes a los que menudean en las dictaduras o los países sacudidos por las inestabilidades de una guerra.
A mediados de semana, había aún avispados circulando sin coartada por el tramo aragonés de la N-230, la carretera que conecta Lleida y Vielha. "¿Y ahora qué?", le pregunta a un agente tras los cristales ahumados de un Mercedes de clase A un madrileño de alta gama en un control policial situado en Puente de Montanyana a principios de semana. Baja la ventanilla tres centímetros con un aire muy molesto que parece insinuar que se ha dejado cociendo a fuego lento una transacción de tres millones. En premio a su arrogancia, se vuelve para Madrid con la papela.
Trazar los vericuetos por los que el virus se ha extendido es imposible, pero ha alcanzado las zonas más remotas desde hace tres semanas
Trazar los vericuetos por los que el virus se ha extendido es imposible, pero lo cierto es que ha alcanzado ya las zonas más remotas desde hace al menos tres semanas. Al principio, latente; y ahora ya de un modo manifiesto. lo que alimenta aún más el recelo al forastero, la mirada furtiva y el chivateo de ventana con cortina. En una visita a Torre de Obato, una pequeña población situada a unos pocos kilómetros de Graus, capital de la Baja Ribagorza, algún vecino a la Guardia Civil de la presencia de dos extraños.
Uno de ellos es el periodista, y otra, su entrevistada. Hay un temor irracional a que el forastero deje tras de sí una estela de pequeñas criaturas asesinas que impregnen la corteza de sus acacias, o contaminen de forma permanente la atmósfera del pueblo. Sobre el de la ciudad pesa la sospecha insidiosa de acarrear males desconocidos.
"Este no es el momento de venir a buscar recuerdos de infancia, ni de venir a matar a nuestros abuelos", le espeta ahora un fontanero al periodista en la aldea de Sagarras, en las proximidades de la población aragonesa de Benabarre, en la Ribagorza Oriental. Será mejor marcharse. Es mejor no incomodar a los locales en estos tiempos revueltos. Ni aunque la conversación entre ambos se produzca a veinte metros de distancia. "Esto es un sinvivir", dice el pastor de Seira Valentino Fiavet, de 30 años. "Vas a comprar, y la gente te mira, y tú al final adoptas también esas actitudes de recelo, y evitas acercarte a nadie, porque estás a dos metros y aún te parece poco".
Valentino –padre de dos niños y concejal por la lista del PP, en la población de Seira– no ha dejado de trabajar desde que comenzó la cuarentena, aunque la crisis sanitaria ahora amenaza seriamente su negocio ganadero. Es un recién llegado y porta las pesadas cargas de las deudas del autónomo. Ahora, con la crisis, el cordero ya no cotiza en lonja. "O dejo de pagar mis deudas, o arruino a mi familia".
Cada vez son más gente quienes, como Valentino, creen que alguna especie de villano de la Marvel atrincherado en las catacumbas del poder ha fabricado este virus para sacarse a unos millones de personas de por medio. Sobran abuelos y falta dinero para las pensiones. Esa es la idea de raíz malthusianista que ha cobrado fuerza en estos pueblos. Darwinismo social de nuevo cuño para explicar el hecho de que el virus respete a los bebés y se ensañe con los viejos. Las debilidades del propio asesino han descartado que sea algún producto de laboratorio, pero la idea ha cobrado gran raigambre en las zonas rurales, y muy especialmente, entre los pastores, cuyo sentido libertario y salvaje de la vida les hace desconfiar por sistema del Estado y sus tentáculos perversos.
El padre de Valentino –Eric Fiavet, francés, sesenta años– es anarquista "hasta la última célula del cuerpo". No cree en la propiedad "ni en las patrañas del capitalismo". Llegó a España a pie con cien ovejas, su pareja y un bebé de meses, tras desertar del Ejército francés. Resiste solo la pandemia en la aldea de Abi. Solo él y su pareja viven de manera estable en la pedanía, y lo hacen en casas separadas. Su vida no ha cambiado. Estos pueblos pequeños viven en un estado sempiterno de cuarentena. Nos invitá un café y nos lee un par de párrafos de un libro de algún culto sin Dios, relacionado con los ángeles. "Rezo mucho por mis hijos, aunque soy ateo. En cuanto a mí, si he de morir, es que ya no tengo nada más que hacer aquí".
"Miedo", dice. "Todo esto va de miedo". "De miedo, y de control", decía días antes otro pastor de Cornudella, Francisco Pascual. También él teme que la ley marcial se quede de algún modo, y que la tormenta de la cuarentena deje tras de sí algún lodo autoritario. Son pastores con el corazón salvaje, y un ADN antisistema. "Lo siento –dice Eric– pero todo lo que está sucediendo es claramente fascista. Mi madre me contaba cómo era el toque de queda durante la Segunda Guerra Mundial y esto se parece mucho".
No todo es paranoia. "¿Por qué algunos envíos de correos han llegado abiertos?", le preguntamos al cartero de Seira. Desde que empezó la crisis, solo pasa en días alternos. Carteros que reparten el correo con guantes de quirófano y albañiles construyendo un merendero familiar a algunos metros del cuartel de la Benemérita provistos de unas mascarillas. Son tiempos extraños, el momento propicio para que Joaquín, un empleado municipal de 42 años, reenvíe por WhatsApp el último descubrimiento contra el virus. Todo el mundo se intercambia estos remedios: "Gargarismos de vinagre para arrancarlo de la garganta y empujarlo al estómago, donde los jugos gástricos harán el resto". "Gracias –le responde su amigo-. Te mando por mensajería un bono Premium del Pornhub para aliviar tu soledad".
Ha vuelto el miedo y los potingues de chamán. Ha vuelto, también, la hermandad entre los lugareños, y las vecinas que, como Irene, reparten con mascarilla de fabricación casera y guantes guisos de fideos con alubias. Eso sí, en conserva, y perfectamente descontaminados. Cabalgan los jinetes del Apocalipsis. Que nos pille el "fin des temps" bien alimentados.
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