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Llorar hasta quedar ciega y otras manifestaciones de estrés postraumático tras la guerra

De la Batalla de Maratón en el 490 antes de Cristo a la invasión de Ucrania en 2022, pasando por Hiroshima, Vietnam, Camboya o Irak, así han cambiado las ideas sobre los daños en salud mental infligidos por las guerras.

Civiles vietnamitas en custodia de milicianos del Khmer en Prasaut, el 7 de abril de 1970.
Civiles vietnamitas en custodia de milicianos del Khmer en Prasaut, el 7 de abril de 1970. MICHEL GARIN / AFP

La señora Long Eang lloró durante meses después de que los jemeres rojos se llevaran a su marido y a sus hijos en 1975. A mediados de los 80, refugiada en California, se lo contó a su oftalmóloga. Le dijo que había llorado a diario durante cuatro años. Y que, al parar, había perdido la visión.

Otras mujeres refugiadas contaban historias similares. Todas creían no poder ver. Pero sus ojos estaban bien. Sus cerebros, también. Buscando una explicación, la doctora Gretchen Van Boemel llamó a la psicóloga Patricia Rozée, y, después de cinco años de investigación, esta declaró a Los Ángeles Times: "El 70% de estas mujeres vieron cómo mataban a sus familias delante de sus ojos. Así que sus mentes simplemente se cerraron y se negaron a ver más. Se negaron a ver más muerte, más tortura, más violación, más hambre". Algunos lo llamaron ceguera histérica. Otros, psicosomática.

Cuando Rozée y Van Boemel empezaron su investigación, hacía solo cinco años que lo que extraoficialmente se conocía como "síndrome post-Vietnam" había sido oficialmente reconocido y bautizado como TEPT o estrés postraumático a insistencia de los propios afectados, que demandaban ayudas y reconocimiento. La Asociación de Psiquiatría de Estados Unidos habló de él por primera vez en 1980.

Pero antes de los manuales de psiquiatría y las doctoras californianas, estuvo Herodoto. En el Museo Británico de Londres, una escultura de mármol representa la Batalla de Maratón entre soldados griegos y persas. Sobre ella, el historiador griego dejó escrito que el ateniense Epizelus "estaba en el fragor de la refriega comportándose como un hombre valiente, cuando de repente fue golpeado por la ceguera sin golpe de espada o dardo; y esta ceguera continuó a partir de entonces durante toda su vida posterior". Algunos lo llamaron ceguera de los héroes y dioses, que se habrían manifestado en la batalla para marcar el destino de Epizelius. Hoy se le presupone ser el primer caso registrado de estrés postraumático de la historia.

Durante la Guerra de los Treinta Años, al menos seis soldados españoles fueron despedidos del ejército de Flandes por "mal de corazón", que poco después empezó a asociarse con soldados suizos, a quienes llegaron a prohibir el canto de una canción tradicional que según sus superiores les volvía inútiles. Fue el médico suizo Johannes Hofer quien, estudiando a esos soldados en 1688, acuñó la palabra nostalgia del griego nostos (vuelta a casa) y algos (dolor) y patologizó lo que hoy es un sentimiento común. Su colega francés Jourdan Le Cointe sugirió que debería tratar a los soldados "incitándoles dolor y terror".

Primera Guerra Mundial

Algo así se hizo con los combatientes británicos de la Primera Guerra Mundial, que pasaron de ver su sufrimiento reconocido con numerosas investigaciones sobre el shell-shock, llamada "neurosis de guerra" en español, a ser considerados desertores. Durante los primeros años de guerra, los médicos ingleses investigaron a conciencia los posibles daños cerebrales en sus filas, pero cuando vieron que no todos los soldados que sufrían tenían daños físicos, encontraron una explicación alternativa: "Una moral pobre y un entrenamiento defectuoso son algunos de los factores etiológicos más importantes, si no los más importantes. El shell-shock se ha convertido en una queja, una excusa, "contagiosa"" (Del British Medical Journal de 1922).

Así, en un jardín botánico del pequeño pueblo de Alrewas, en medio de Inglaterra, el Memorial de los Disparados al Amanecer recuerda a 306 soldados que fueron ejecutados por su propio país por supuesta deserción y cobardía durante la Primera Guerra Mundial. El 7 de noviembre de 2006, el gobierno les dio a todos un perdón condicional póstumo. Al revés, no puede suceder.

La comprensión sobre los efectos de las guerras en quienes las luchan tardaría mucho en mejorar. Por no hablar de quienes las padecen sin empuñar un arma. Pero la Segunda Guerra Mundial y los ataques masivos a civiles lo cambiarían todo.

La japonesa Tomiko Shoji es una hibakusha, lo que en japonés significa "persona afectada por la explosión". El 6 de agosto de 1945 acababa de llegar a su trabajo como secretaria en una fábrica de tabaco en Hiroshima cuando una luz blanca brillante la golpeó y lanzó por los aires. Había sobrevivido a la primera bomba nuclear de la historia, aunque con heridas de por vida. Después, resultaría que ser una hibakusha no era fuente de orgullo, sino un secreto que podía perjudicar a sus descendientes. Cuando su nieta Keni Sabath, de padre estadounidense, conoció el drama, empezó a experimentar ataques de pánico cada vez que veía aviones en el cielo. Historias como la suya comenzaron a extender la noción de "trauma trans-generacional", del que se habla también en el caso de las víctimas del Holocausto y de cientos de personas que sufren por proximidad.

Por esa época, en España, otra víctima de proximidad llamada Dolores Hernández escribía una carta al psiquiatra franquista Juan Antonio Vallejo-Nájera en la que aseguraba que después de luchar en la Guerra Civil, su marido se había convertido en un "auténtico psicópata" que la agredía. Su historia se recoge en el libro Spanish Civil War Veterans, Mental Illness and the Francoist Regime de la historiadora Stephanie Wright.

Según la Organización Mundial de la Salud, el 10% de la población actual de Bosnia, unas 400.000 personas, han sido diagnosticadas con TEPT desde que la guerra terminó en 1995. Pero las asociaciones dicen que el número real de víctimas se acerca a los dos millones, casi la mitad de la población. Por datos así, el fotoperiodista Gervasio Sánchez repite que las guerras no terminan cuando lo dice la Wikipedia.

Kosovo e Irak

En Kosovo, pasaron dieciséis años desde el acuerdo de paz de Kumanovo hasta que una mujer contó en público por primera vez su experiencia como víctima de violación durante la guerra. Fue Vasfije Krasniqi, y a su caso, además del trauma, se le unía el problema del estigma. No solo lo superó, sino que en 2021, se convirtió en diputada. Por historias así, el filósofo Viktor Frankl repetía que el sufrimiento termina cuando encuentra un significado.

Si las guerras nos fuerzan a encontrar respuestas sobre la naturaleza humana, en los últimos 40 años hemos entendido que el trauma no es debilidad, ni cobardía, sino instinto de supervivencia. Que pensar en él como una disfunción puede ser una idea destructiva. Y que es, en realidad, el impulso definitivo para sobrevivir. La definición que se le da hoy es más amplia que nunca y permite entender manifestaciones del sufrimiento muy dispares.

Por ejemplo, en EEUU, hoy no solo se habla de estrés postraumático de los soldados que han estado en combate fuera del país, sino también, entre otros, de quienes han dirigido operaciones con drones sin salir de su ciudad. Incluso cuando al terminar su turno pasaban por el supermercado antes de volver a la tranquilidad de sus hogares.

Al otro lado del Atlántico, cerca de donde caían esos misiles, el psicólogo de origen kurdo Jan Kizilhan atendió a víctimas de guerra en los campos de desplazados yazidíes. Allí, una mujer le dijo que tenía "el hígado ardiendo". Porque en el estudio del trauma también entran en juego las diferencias culturales. Si los españoles del siglo XVI hablaban de "mal de corazón"; los suizos, de "nostalgia", y los ingleses, de "choque", así se refieren los yazidíes al dolor, porque, para ellos, el hígado es el centro emocional del cuerpo. Y si las mujeres camboyanas perdieron la visión después de la guerra, algunas mujeres de la minoría kurda pierden el conocimiento; a veces, incluso 20 veces al día. Según Kizilhan, se trata de disociaciones provocadas por olores o conversaciones que les recuerdan al origen del trauma. Se desmayan para no revivirlo. Tratan de irse a otro lugar.

Algo similar ocurre con las víctimas de lo que se conoce como "síndrome de la resignación", retratadas en 2018 por el fotógrafo sueco Magnus Wennman. Cientos de niños refugiados cuyas solicitudes de asilo no avanzan se quedan en un estado catatónico por el que no hablan, ni comen, ni se mueven. Como en el caso de las mujeres camboyanas, a estos jóvenes también se les acusa de fingir su condición para obtener beneficios. Pero, después de todo, de algo así también se culpó a los soldados británicos que hoy yacen en el Memorial de los Disparados al Amanecer.

En Irak, al igual que en Sri Lanka y en partes del este de África, los psicólogos han utilizado una forma de terapia basada en la narración autobiográfica cuyo origen se dio tras la guerra de los Balcanes. Dicen que el trauma reorganiza la memoria y el sentido de la identidad propia, y que una manera de generar distancia con el dolor es reconstruir la vida a través de la narración biográfica. Como decía Frankl, encontrar significados. Pero en las sesiones que Kizilhan llevó a cabo en Irak con esta técnica, se encontró a un grupo con el que esa construcción del relato era particularmente difícil. Eran los niños, que preguntaban: "¿Por qué el ISIS nos ha hecho esto?".

Esta semana, en Kiev, el periodista británico Nick Fagge contaba que a una niña de nueve años llamada Sasha le ocurría lo mismo. Después de un ataque en el que su padre perdió la vida, le tuvieron que amputar el brazo izquierdo. Y, según Fagge, los sanitarios que la atendieron contaban que al salir del quirófano se preguntó por qué le habían disparado los rusos. "Espero que haya sido un accidente y que no tuvieran intención de hacerme daño".

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