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Pasiegos CantabriaLos pasiegos: el pueblo maldito que acabó criando a los nobles de España
Enclavadas en la montaña de Cantabria, las villas pasiegas encierran silencio y misterios. Allí viven los pasiegos, un antiguo pueblo maldito que exportó mujeres a la Corte para que amamantasen a reyes de España y, hasta hace muy poco tiempo, practicaba una vida seminómada mediantes las mudas.
Vega De Pas (Cantabria)-
Una lengua de color gris que serpentea entre las sombras, bailando (ahora más cerca, ahora me alejo, ahora vuelvo a rozarte) con los rumores balbucientes del río Pas. La hoz se abre, el valle cada vez más amplio, manchurrón de verde ante nuestros ojos. Casas con tejados de lastra. Bajas, poco ostentosas, sin blasón en los muros. Hemos llegado a Vega de Pas, allí donde habita el silencio.
La Vega de Pas es una de las tres villas pasiegas. No se dejen engañar, el resto son valles limítrofes, construcciones parecidas, etnias que rozan pero no son. La Vega, San Roque de Riomiera, San Pedro del Romeral. Enclavadas al sur de Cantabria (algo hay también por el norte de Burgos), entre las montañas y las cabeceras altas del Pas, del Yera, del Miera, el Pandillo o el Aldano. Lugares antaño aislados, aun hoy sitios de esos por los que no se transita, sino a los que uno va. El Pas es un paisaje y un aroma, petricor dulce y terroso humeando en los prados justo después de la lluvia. Aquí también lo llaman Lámpara de Jerusalén, y dicen que todo lo cura.
A los habitantes del Pas, de la Pasieguería, se les llama pasiegos. Tipos peculiares, con genotipo muy marcado (al menos hasta no hace tanto). Fuertes, altos, pelo pajizo, nariz tirando a grande. Espacio aislado, características etnográficas y económicas diferentes a las del resto de Cantabria. Una quincena, a lo mejor veinte, apellidos que se repiten sin cesar, me cuenta Víctor, historiador en la Vega, amante de su tierra, de sus ancestros, de ver, escuchar y luego contarlo. Cobo, Abascal, Ortiz, Gómez, Sainz, Sañudo, Setién, Mantecón, Lavín… ¿Tópicos? Los que ustedes quieran. Que sin son recelosos. Que si solo se fían de su propia ley. Que hacen del silencio lenguaje. Que resultan inteligentes, astutos, taimados. También ahorradores, mucho. Aun se escuchan en la zona historias sobre créditos concedidos así, al contado, por habitantes del Pas que firmaban hipotecas con un apretón de manos y sacaban fajos enormes de piedras ahuecadas. Escarben, escarben, que las hay muy jugosas.
José Javier Gómez es un pasiego que dedica buena parte de su tiempo a estudiar y difundir la vida de quienes habitaron estas tierras antes que él. Preguntado sobre los tópicos, sonríe. Algo de eso habrá, sin duda. Me da una razón económica. Eran austeros, muy austeros, podían cerrar tratos en menos perras que quienes provenían de otros sitios. Eso molestaba, claro. Y continúa. Aquí siempre hubo costumbres diferentes. Mucho individualismo. No se pedía nada al Estado, pero tampoco se deseaba que el Estado viniera a exigir. Cuenta cierta anécdota bien reveladora: "En la Vega de Pas había una escuela donde te enseñaban a fingir ataques epilépticos. Para eludir la llamada a armas, claro. Otros directamente se tiraban en el verde y comían hierba. Cómo confiar un fúsil a esas personas, ¿no?".
Pero los misterios, la desconfianza, vienen de mucho antes. Su mismo origen. ¿De dónde llegan estos pasiegos, cómo arribaron hasta rincones casi inaccesibles en los que la niebla enseñorea cada mañana y las piedras se amusgan jugando a ser erizos? Se les sabe distintos, se les ve diferentes. No son cristianos, decían en la Edad Media, no son cristianos, así que algo diabólico serán. Teorías para todos los gustos, claro. Judíos, musulmanes, reductos de paganismos antiguos, emigrantes de la lejana Helvecia, los últimos celtas, los primeros nómadas. Elucubraciones vacías.
Hace unos años, los doctores Pablo Sánchez Velasco, Juan Escribano de Diego y Francisco Leyba Cobián publicaron un estudio (La población pasiega como modelo genético) en el cual intentaban rastrear el origen de estos pueblos en base a las patologías más frecuentes marcadas en su código humano. No nos vamos a extender demasiado, pero arroja resultados fascinantes. Que los pasiegos sean genéticamente mucho más afines a cántabros que a castellanos puede no sorprender. Que lo de judíos quede en patraña tampoco. Pero prepárense para lo mejor. Los dos grupos con los que mayor coincidencia reúnen son polacos y daneses. Polacos y daneses… ya ven, ahí al ladito. Les dejo un momento para que su imaginación vuele hasta vikingos, invasiones, indoeuropeos que migran y demás cosas casi de novela histórica.
Entre eso y lo de las creencias no es extraño que pasiegos y pasiegas formasen parte de los llamados pueblos malditos, junto a otros desheredados de la Diosa Fortuna como agotes, vaqueiros de alzada, maragatos o chuetas. ¿Cómo? ¿Qué no saben lo de la religión? Pues bien, digamos que nuestros protagonistas eran, por decirlo de forma suave, un pelín paganos. ¿Han visto la película La Misión? Sí, hombre, seguro que se acuerdan, Robert de Niro con barbita, una flauta insistente sonando todo el rato.... Pues bien, aquí también hubo. Misiones, digo. En el Pas. Allá por 1594, que ya es bastante moderna la cosa, treinta añucos después de clausurado Trento. El caso es que los jesuitas mandaron padres misioneros a este sitio de helechos y bardas para corregir malas costumbres en sus habitantes, diversas supersticiones con que el demonio los engañava (sic). Fruslerías, oigan, cosas como adorar a los árboles, celebrar el culto bajo un roble (allí los de la Compañía pusieron altar de piedra, que todo sincretismo es cosa muy de la Iglesia) y, en general, ver señales y divinidades en aquello que les rodeaba.
Luego a los pasiegos ya les entró el fervor del catolicismo. Un poco a su manera, no se crean (como con las plañideras, que aquí lloraban más alto que en ningún otro lugar), pero se hicieron buenos y temerosos de Dios.
Con todos estos condicionantes, ¿cómo pudieron ponerse de moda en el siglo XIX? Pues por ellas, por ellos.
Las mujeres, fuertes, robustas, aguas frescas del río, aire puro en la montaña, acostumbradas al trabajo intenso, a los inviernos de titileo por velas y jilas. Perfectas para criar vástagos de ricas y poderosas por todo el país. Las llamaban amas de cría, y dijeron que si pasiegas eran las mejores de todas. No en vano una de ellas, María Gómez Martínez, llegó a amamantar al futuro Alfonso XII.
Nubes y claros, como siempre en esta tierra. Historias de desgracias, hijos que se quedan atrás, en el pueblo, porque la madre ha ido hasta Madrid para dar su leche al niño de otra. A veces viajaban con un pequeño cachorro. Para el camino. A escondidas, libres de miradas que no podían entender, colocaban al perrito junto a sus pechos, que mamase, que no se corte esa leche de luna. O la incertidumbre. Algunas iban con el arreglo ya hecho, otras marchaban a la aventura. En Granada hay un enorme espacio que se abre frente a la fachada de la catedral. Lo llaman Plaza de las Pasiegas, porque allí esperaban las nodrizas algún burgués requiriendo sus servicios o, como poco, que los expósitos necesitasen leche fresca.
También sonrisas, claro. Para la segunda mitad del siglo XIX, las amas de cría pasiegas se pusieron de moda, y no había pisaverde en los Madriles que no quisiera una en su casa. Espíritu de ostentación, si se quiere, como tener hoy en día un coche de gama alta (y que no se vea menosprecio en la comparación). Y, cuando uno tiene algo tan valioso, lo mima, lo cuida, lo exhibe. Por eso aparecen en tantos cuadros y fotografías de la época, posando junto a familias ajenas pero propias, sosteniendo críos que, las más de las veces, decían sus primeras palabras mirando sus mejillas grandotas y sonrosadas. Emperifolladas para la posteridad, traje pasiego de gala, colgantes de coral, enormes arracadas (unos pendientes de aro típicos en la zona). Las hubo, incluso, que hasta llegaron a tener poder político, como aquella María Gómez que nunca olvidó su pueblo y presionó para que abriesen la carretera que une Entrambasmestas y Vega de Pas.
Los varones también tuvieron su ración de tipismo, claro. Escritores costumbristas, románticos, Mesonero Romanos por ejemplo. Fijándose en lo que era casi un tipo de la época. El hombre que rechaza la autoridad, aquel cuyas leyes personales son más importantes que las leyes del Estado. La palabra dada como contrato inquebrantable. Libertad aunque sea fuera de cualquier código, un poco al estilo de los piratas de Byron o Espronceda. Los llamaban escoteros, porque escoteros son aquellos que caminan sin cargas, con paso rápido, ágiles. Aquí, en el Pas, escotero es asimismo el contrabandista, quien acarrea tabaco, o sal, o vaya usted a saber qué de un lado al otro de las montañas durante noches que no se acaban. Siempre con el palancu en las manos. El palancu es una vara larga de avellano… pero de avellano particular, que crezca por zona soleada y pindia, cortado en luna menguante, diciembre o enero, tratado posteriormente durante varios meses en las cabañas. Solo así se conseguía que tuviera la adecuada mogura (resistencia), la perfecta tiez (flexibilidad). Con el palancu se salvaban los accidentes de un terreno traicionero, cambiante. Majadas, grietas, pequeños riachuelos rumorosos que hoy existen y mañana no. El pasiego individualista, confiado solo en su palabra y sus aptitudes.
Casi un cliché literario a fines del XIX, ya les digo.
Duró poco, no se vayan a pensar. Lo de la moda, digo. Pronto volvió el gesto torvo, las desconfianzas. Allá donde fuesen a los pasiegos se les miraba raro, de lejos. Eran distintos. Teresa Gómez lo explica de forma gráfica. Actual. "¿Sabes eso de la distancia social que vivimos ahora con el coronavirus? Pues yo ya la conocía de antes, me la imponían por ser pasiega".
Realmente eran distintos. Por todo lo que vimos más arriba. Aspecto, origen, habla, ritualística. También por la manera que tenían de aprovechar el terreno, de explotar esas alfombras verdes que constituyen la mayor riqueza del norte. En el resto de Cantabria la vida depende de los comunales, montes que no pertenecen a nadie porque de todos son. Pero el Pas es diferente. En el Pas las fincas son privadas, como mucho en alquiler. Allí (en la Vega, en San Roque, en San Pedro) hay muros de piedra delimitando cada pradera. Lo que es mío no es de los otros. Aunque sean predios pequeños, aunque no den para mantener las vacas durante todo el año.
Por eso los pasiegos tenían una forma de vida casi nómada. La muda, lo llaman. Cabañas repartidas aquí y allá, algunas más cerca de las tierras bajas, otras casi haciéndole cosquillas a las nubes, cresteando los puertos. En total ocho, diez, doce, siempre cerca de un árbol de cierto tamaño. Por si en invierno viene nevada demasiado fuerte, demasiado larga, para tener leña de la que echar mano. Alrededor de cada una de ellas, la finca, el pasto tierno que nos permite engañar a la necesidad unos días. Cuando se acaba, pasamos a la siguiente. Luego a otra. Y así durante meses y vidas.
A veces había una vivienda en los pueblos, en el valle. La vividora, le dicen. Es más grande, con más comodidades, está pensada para que toda la familia pase allí los rigores del invierno. Pero otras no, hubo quien cambiaba de casa durante todo el año, en un continuo acarreo de enseres, de personas, animales y cuévanos.
Teresa vivió eso desde niña, desde que apenas levantaba un palmo del suelo. Dice que contaba las vacas aun sin haber aprendido a contar. "Es que las reconocía a todas, y sabía si alguna se nos había despistado". Teresa tiene ahora 47 años y vive en Viaña, muy cerquita de Vega de Pas. Ganadera, unas noventa cabezas entre caballar y vacuno. Mujer en mundo de hombres. La primera que hizo un curso de ganadería en Vega de Pas, confiesa con orgullo. Pero al principio fue complicado. "Imagina… ganadera, con 22 años, un par de hijos…", deja los puntos suspensivos en el aire, contando historias de esas que los labios callan. En aquel tiempo mudaba, claro. Como hizo desde que tiene memoria. "Yo es que no he conocido casa con agua corriente y luz hasta hace veinte años o así", confiesa. Antes, nada. Y ahora mira, sin electricidad no podríamos pasar. Pero te acostumbrabas. Eras feliz.
Le preguntamos cómo era aquella vida, cómo se llevaba a cabo. El cambio, la muda. Rememora. No hay periodicidad, cuando se terminaba de disfrutar la finca había que ir de una a otra. En invierno igual pasaba cada veinte o treinta días, pero en verano era semanal. Toda la hierba segada con dalle (ese sonido del filo sobre las hojas que brotan tiernas, fiiis, fiiis), atroparla con los rastrillos, subirla a belorta sobre el caballo (o, en sitios muy empinados, encima de los hombros), llevarla hasta la cabaña. Una y otra vez. Concluyes el trabajo en un prado, mudas al siguiente.
Cosa de verse, la muda. Llueva o nieve, haga frío o calor. Ya no es que toda la familia cambiase de hacienda, sino que con ellos viajaban los animales (vacas, perros, hasta gallinas), los enseres, cazos de barro, perolos de metal, la propia vida a cuestas. Cómo vas a dejar nada en las cabañas, si cuando llegabas aquello estaba hecho un desastre, recuerda Teresa. Lleno de bichos, ratones corriendo aquí y allá, telarañas comiéndose el espacio, un frío que hiela. Así que viajaban con todo. La ropa en saquitos, los cuévanos hasta arriba, telas o plásticos para que no se mojase. Y a la cambera. Una hora, una hora y media, la mañana. Buhoneros por los Montes del Pas. "En aquellos caminos, que no son los de ahora". Cuando llegaban al nuevo sitio, prepararlo. Primero aposentar a las vacas en el establo, porque las vacas son de la familia, son seres telúricos que unen al pasiego con la tierra y a su tierra con el hombre. Después adecentar la cabaña. El marido queda encendiendo el fuego, la mujer intenta dejarlo todo habitable antes de que se eche la noche encima. Teresa estuvo mudando, viviendo de cabaña en cabaña, mientras criaba a sus dos hijos.
Ella recuerda. Recuerda los nombres de todas sus vacas. Recuerda cómo en invierno no salían de la cuadra, cómo en verano las recogían por la noche, cuando apenas se podía ver nada, que "había que tener misterio aquello". Recuerda lo que se echaban al buche. Colacao con galletas para desayunar; patatas fritas y huevos en el almuerzo, también algo de matanza realizada por la propia familia, oveja o cerdo; un plato de cuchara a la hora de comer. Cocido. El cocido pasiego lleva carne de chon y carne de oveja, oveja curada al humo de la lumbre, en bolsitas de saco. También postres, quesadas y sobaos como esos que han dado renombre al Pas allende las cumbres desde hace unos años. Pero distintos. Menos finos, algo bastos. Más sabrosos, claro, ese sabor que nunca se olvida. Igual sabían a infancia, le sugiero, y ella se echa a reír. "A infancia, sí, sabían a infancia".
Nos cuenta también sobre aquella vida. Que había cabañas mejores y otras peores, más grandes y más pequeñas, más cómodas y menos cómodas. No piensen en confort como el de sus domicilios, no. A lo mejor esta tenía un portal donde seca mejor la ropa, igual aquella resulta más espaciosa en su interior. Historias, también, de vecindad. Fincas privadas, pero pegadas a otras que también lo son. Igual ciento cincuenta metros, doscientos, entre pared y pared. Tiempo de juegos con los otros niños. A las canicas, al escondite, al pillar. "Yo me he divertido mucho en mi infancia". Muchas veces los vecinos mudaban casi a la vez, ocupando viviendas cercanas durante meses. Puerta con puerta, pero cambiando el paisaje. También los mayores se reunían, no vaya usted a pensarse. Se escogía la cabaña que tuviera una cocina mayor y allí podían ir hasta ocho o diez hombres a jugar a las cartas, a beber, a contarse sus cosas. ¿Y las mujeres? "No, las mujeres no, las mujeres quedaban cada una en su casa hilando, cosiendo, remendando".
"Que también a mí me miraron raro cuando empecé con lo del ganado, y eran ya otros tiempos".
Hoy ya no se hacen mudas. O, mejor dicho, ya no se hacen las mudas de antaño. Mudarse se sigue mudando, pero solo los animales. "No son necesarias", dice Víctor, "porque ahora, con la mejora de los caminos, de las comunicaciones, de los vehículos, ya es posible llegar en poco tiempo a prácticamente todas las fincas". Una forma de existencia que se fue, que queda en el recuerdo, únicamente, de quienes la vivieron.
En la actualidad lo pasiego está de moda. Quizá es por lo de los postres (quesadas, sobaos), o por los productos artesanales. O, a lo mejor, es solo que las carreteras son más cómodas y ya resulta (bastante) sencillo llegar hasta este apartado rincón. El turismo rural es un bien en alza, uno que, además, exige la preservación de paisajes, de arquitectura tradicional. Miel sobre hojuelas. Tan de moda están los pasiegos que hasta la Pasieguería se ha extendido un montón, y donde tradicionalmente solo había tres villas y tres valles ahora a muchos kilómetros de allí hay rimbombantes carteles que nos anuncian (erróneos ellos) la llegada a aquella Arcadia feliz. El antiguo pueblo maldito se ha convertido en tierra de promisión. Paradojas del mundo moderno.
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