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El ‘síndrome de los jarrones chinos’

GONZALO LÓPEZ ALBA

'Aunque haya ganado las elecciones, jamás olvide que al final va a perder el poder. Prepárese usted.La victoria de ser Presidente desemboca fatalmente en la derrota de ser ex presidente.Prepárese usted.Hay que tener más imaginación para ser ex presidente que para ser Presidente.                                                                                                                                                                          Porque fatalmente dejará detrás de sí un problema con nombre: el suyo'.La silla del ÁguilaCarlos Fuentes 


Por dos veces en esta semana, y otras más con anterioridad, ha dicho Zapatero que se 'entrena' para no ser víctima del síndrome de los jarrones chinos, que aqueja a los ex presidentes del Gobierno en España cuando bajan, o son bajados, de La Silla del Águila.

'También en esto debemos entrar en la normalidad', argumenta con una voluntad encomiable. El ahora presidente explica que una de las medidas preventivas que se ha impuesto es desayunar y cenar todos los días con su mujer y sus dos hijas, lo que justifica su aversión a los viajes largos. Y asegura que ya tiene decidido lo que hará cuando se convierta en un ex: instalarse en León, cumplir su función en el Consejo de Estado y dedicarse a la docencia universitaria. Pero la eficacia de la vacuna está por demostrar, si se tiene en cuenta que ninguno de sus predecesores salió indemne.

El síndrome de los jarrones chinos, que parece secuela inevitable del más famoso síndrome de La Moncloa -descrito como un estado de irrealidad, consecuencia del aislamiento que se adueña de los inquilinos del palacio presidencial al cabo de un tiempo-, debe su nombre a la descripción que de su patología hizo Felipe González: 'Somos como grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños. No se retiran del mobiliario porque se supone que son valiosos, pero están todo el rato estorbando'.

La descripción de González es más certera para conocer cómo somatizan el síndrome los afectados que para establecer su auténtica patología, si se atiende a los síntomas observados por quienes han tenido trato cercano con ellos antes y después del contagio. Como los antiguos héroes, los ex presidentes se resisten a dejar de ser reconocidos y tratados como tales cuando las sombras del atardecer los envuelven en el ocaso. Las causas pueden ser múltiples y concurrentes, pero en todos los casos parece haber un profundo sentimiento de pérdida que les aboca a la búsqueda de un tiempo perdido, sin rumbo ni destino claro.

La confesión íntima de uno de los cuatro ex presidentes, hecha tiempo después de su salida del Olimpo, arroja un gran haz de luz: 'Es que no sé hacer otra cosa que no sea política'. Hay pues un problema de reconversión profesional en el desandar el camino del ciudadano que se convirtió en presidente para volver a ser ciudadano, con la misma intensa 'pasión por la política'. Pero no sólo esto.

La Presidencia conlleva un mundo de relaciones y un estatus social que, para poder ser mantenido por el ciudadano, requiere de un alto nivel de ingresos imposible de alcanzar con el sueldo atribuido al ejercicio del cargo. Eso explica, según sus próximos, las relaciones de González con Carlos Slim o las de José María Aznar con Murdoch o los directivos del gigante ruso del gas Gazprom.

La confesión del ex presidente decía en esta exploración: 'Se lo debo a mi familia'. El tiempo que no le dedicaron, especialmente a los hijos, resulta irrecuperable, igual que el poder. A la postre, queda el estatus socio-económico, las relaciones, el último peluco ...

Y luego están los amigos. No están.

'¿Imagina lo que significa para un hombre como yo, un ex presidente rodeado un día de toda la adulación del mundo sólo para amanecer, otro aciago día, habiendo dejado el poder, preguntándose dolorosamente:
-¿Adónde se fueron todos mis amigos?' (op. cit.)

Los compañeros de pupitre o de travesía política fueron en su mayoría, cuando no todos, sacrificados en la pira del poder. González arrastró en su caída a Alfonso Guerra, aunque su amistad fue siempre más política que personal. Aznar hizo lo propio con Rodrigo Rato.

Aznar no sólo no eligió a Rato como sucesor, sino que cuando éste le anticipó que dejaba el FMI para regresar a España, le espetó en Washington: 'Tú no vuelves, Rodri'. Y, acto seguido, para segarle la hierba política bajo los pies, filtró en España: 'Rodrigo vuelve para hacer política'.

Es como si el jefe no pudiera tolerar que ninguno de los que fueron sus pares, y luego sus subalternos, se siente en ese sillón 'un poco singular, un poco más alto' que ocupa el presidente en el Consejo de Ministros, peculiaridad revelada el jueves por Zapatero a Buenafuente en La Sexta.

'La oportunidad o virtud que nos queda es la muy difícil de ser 'el mejor ex presidente' -no dejar que se nos escape una sola queja, pasar por alto que hirieron a los nuestros, borrar todas las afrentas, ser leal al nuevo Jefe del Estado-. Se lo advierto: es la parte más difícil(...). Señor Presidente: mi consejo más serio es que, aunque se sienta perseguido, finja que no pasa nada' (op. cit.).

Dice Zapatero que, cuando llegue su turno, emulará a los ex presidentes de 'democracias con solera', que 'suelen pronunciarse muy poco sobre las cuestiones políticas de su país y siempre en tono muy constructivo y poco partidario'.

Pero este patrón, que alcanza la ejemplaridad en EEUU, choca en el modelo político español. Allí llevan 43 presidentes, con un liderazgo partidario que se extingue prácticamente al término de sus dos mandatos improrrogables. Aquí vamos por el quinto y los ex presidentes son cuerpo y sangre de sus partidos, sin los que, paradójicamente, seguramente no serían más que ex.

Lo comprobó en carne propia Adolfo Suárez cuando, tras perder el poder, intentó mantener activa su pasión política con un nuevo partido, el CDS, y se quedó solo con su particular Sancho Panza -Agustín Rodríguez Sahagún-.

Hasta la fecha, el único que, quizás, logró sortear el síndrome ha sido Leopoldo Calvo-Sotelo, enterrado por los ciudadanos en un manto de olvido de forma casi automática. Pero él nunca ganó unas elecciones, ya tenía un elevado estatus socio-económico antes de llegar a la
presidencia y se quedó sin partido.

Puede que el antídoto ya lo descubriera, en el siglo XVIII, el mundano abate Dinouart: 'El primer grado de la sabiduría es saber callar' (El arte de callar).

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