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Malaspina: Una odisea enterrada por un borbón

Aniversario. El CSIC revive la epopeya del marino, muerto hace dos siglos

MANUEL ANSEDE

Dos semanas antes, el pueblo de París, tras tomar la fortaleza de la Bastilla, había cortado la cabeza al preboste de los mercaderes de la ciudad, Jacques de Flesselles, una especie de alcalde, y la había paseado clavada en una pica por las calles de la capital gala. Acababa de estallar la Revolución Francesa y con ella la reivindicación de un Estado de derecho a través del paseíllo por la guillotina de Luis XVI y el resto de la carcunda del Antiguo Régimen. En este contexto internacional, el jueves 30 de julio de 1789, zarparon del puerto de Cádiz las corbetas Descubierta y Atrevida con una insólita tripulación compuesta por buscavidas, militares, naturalistas, pintores, astrónomos y cartógrafos. Eran dos ciudades flotantes, habitadas por gente del norte porque los oficiales temían que los andaluces, más flojos y alegres, a su juicio, desertaran a la primera de cambio.

El jefe de la expedición, el capitán de fragata Alejandro Malaspina (Mulazzo, 1754-Pontremoli, 1810), se había propuesto completar la vuelta al mundo para 'dar una idea más completa del globo en general y del hombre que lo habita'. Era la mayor aventura científica de la historia de España. Hoy ignorada fuera de los despachos de los estudiosos, la conocida como expedición Malaspina tuvo todos los ingredientes de una buena novela: aventura, hambre, espionaje, intrigas, destierros, muertes, ideales y, finalmente, tras cinco años de viaje por América, Asia y Oceanía, el olvido.

La ciencia española se ha propuesto rescatar este año, dos siglos después de la muerte de Malaspina, la gran aventura de la Ilustración. El próximo mes de noviembre, el buque Hespérides abandonará Cádiz cargado de científicos con el mismo propósito que el marinero de origen italiano: circunnavegar el globo para estudiar la biodiversidad del planeta.

La nueva expedición, coordinada por el CSIC, será similar a la original, pero sin la épica del siglo XVIII. Frente a la imagen actual de un marinero de la Armada dando cuenta de un jamón serrano en las bodegas del Hespérides, tomada hace unas semanas durante los preparativos del viaje, chocan las penurias de la tripulación de Malaspina. Pocos días después de zarpar de Cádiz, la marinería descubrió una especie de oruga nunca vista en las reservas de pan. Los oficiales, tras comprobar que no eran tóxicas, dieron la orden de comer pan con orugas. Buena parte de los 51 días que tardaron en llegar a América pasaron entre náuseas y arcadas.

Todo había empezado el 10 de septiembre de 1788, cuando Malaspina hizo llegar al rey Carlos III un puñado de folios con un programa destinado al análisis político de los territorios de ultramar para reformar de manera radical el modelo colonial español, como explica el investigador del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, Andrés Galera, responsable de revisar el legado de Malaspina en la reedición de su expedición. Carlos III, el rey narigón que expulsó a los jesuitas, incrustó la ciencia en las universidades españolas y se volcó en la construcción de hospitales y hospicios, siempre desde el despotismo, dijo que sí. Tres meses después, estiró la pata.

A su regreso, Malaspina se encontró con un Borbón muy diferente en el trono. Cuando llegó con su discurso revolucionario, contrario al 'sistema de conquistas lejanas y de ultramar, sistema que ha acarreado consigo la multiplicación del lujo y ha confundido todos los codigos de gobierno en el solo código mercantil', Carlos IV casi le corta la cabeza.

Pero eso fue a su regreso a España. Cuando las corbetas zarparon en 1789, con unas tres decenas de cañones y el mejor instrumental científico de la época a bordo, la Corona confiaba en Malaspina. 'La monarquía acudía a la ciencia para remediar su desastrosa economía y no para gastar dinero', matiza Galera. Ciencia y política, en el siglo XVIII, eran inseparables. 'Entonces, como ocurre este año con la expedición que saldrá en noviembre, la Corona atravesaba una crisis económica', subraya. El trono enviaba científicos a dar la vuelta al mundo, a cambio de que volvieran con algo convertible en reales de plata.

En cierto modo, las corbetas Atrevida y Descubierta eran como los aviones espía del ejército de EEUU que hoy reconocen Afganistán. Una de las grandes misiones de Malaspina era encontrar el paso apócrifo de Ferrer Maldonado, que supuestamente comunicaba el Pacífico y el Atlántico en la costa noroeste de América. La Corona soñaba con dominarlo y controlar el tráfico naval. Millones y millones de reales de plata estaban en juego. Pero el canal no existía, como comprobó con estupor Malaspina.

No fue la única empresa política de la expedición. En medio del secreto, los dos barcos cartografiaron la costa de la actual Alaska, dominada por el Imperio Ruso, con el objetivo final de hacerse un hueco en el esplendoroso comercio peletero. El rey Carlos III, incluso, rechazó el fichaje de uno de los mejores naturalistas de la época, el alemán Karl Christian Gmelin, porque temía que fuera un espía ruso.

Y la monarquía encargó una tercera misión estratégica a los expedicionarios. Las embarcaciones también atracaron en la región minera de Coquimbo, en el actual Chile, visitada dos siglos antes por el pirata inglés Francis Drake. La zona era conocida por sus reservas de oro, plata y cobre, pero la Corona no buscaba esos metales preciosos. Quería mercurio, fundamental para amalgamar la plata y entonces una brutal carga económica para el país. En Coquimbo había mercurio suficiente para cesar las costosísimas importaciones desde Alemania.

Galera, sin embargo, destaca el botín científico de la expedición. Pocos meses antes de volver a España, Malaspina confesaba en su diario que estaba deseando 'concluir una empresa de la que debería estar, y realmente estoy, hastiado'. En sus bodegas, las corbetas guardaban un herbario de casi 16.000 ejemplares, manuscritos con descripciones de más de 500 especies animales de América y Filipinas, una colección de fósiles y una impresionante cartografía. Pero España no aprovechó nada.

Malaspina llegó ante Carlos IV con su discurso revolucionario. En cada parada había sufrido deserciones. Se vio obligado a reclutar vagabundos. Había visto la miseria de la población en las colonias españolas. Y propuso una 'regeneración de la monarquía' en un momento en el que las intrigas y el servilismo palaciego sustituían al despotismo ilustrado. 'Malaspina apoyaba la independencia de los territorios de ultramar. Era un liberal. Estaba a favor de la libertad individual y del comercio. Y prefería mantener vínculos económicos y religiosos, no políticos, con los enclaves españoles', argumenta Galera. La receta del capitán era la misma que la de los revolucionarios franceses que estaban guillotinando nobles, pero respetando a la Iglesia y al rey. Libertad, igualdad y Dios.

En seguida, el primer ministro de Carlos IV, Manuel Godoy, choca con Malaspina. 'Todo parecía estar a mi favor; me encontraba vinculado a todo lo que de más virtuoso y más sabio hay en este país; se estaba infinitamente dispuesto a escucharme; yo estaba, en fin, seguro de la rectitud de mi corazón y su completa entrega al bien general, sin egoísmos y sin prejuicios; pero es tan difícil ser recibido por el Sultán; todo lo que le rodea está sumido en la confusión y el no hacer nada, que es imposible hacerse oír y poder actuar', dejó escrito el marino. El Sultán era Godoy.

El primer ministro, de 28 años, convocó al Consejo de Estado de manera urgente para acusar a Malaspina de revolucionario y conspirador. El impulsor de la mayor aventura de la ciencia española fue expulsado de la Armada y condenado a 10 años de prisión en el castillo de San Antón, en A Coruña. En 1803, le cambiaron la cárcel por el destierro a Italia, donde moriría siete años más tarde, solo, pobre y olvidado.

El legado científico de la expedición acabó desperdigado en almacenes o fuera de España. El francés Louis Née, el único botánico que volvió en las corbetas, intentó vender por su cuenta el herbario, pero fracasó. La British Library sí compró la valiosa cartografía, y allí sigue. En España, el tesoro de Malaspina, guardado e ignorado durante más de dos siglos en el Real Jardín Botánico de Madrid, el Museo Nacional de Ciencias Naturales y el Museo Naval, se ha comenzado a abrir en los últimos años.

'Cuando defenestraron a Malaspina, se tiraron por la borda cinco años de trabajo científico', dice Galera. Las especies descubiertas por la expedición se guardaron y tuvieron que ser redescubiertas en el siglo XIX. La pregunta del capitán de fragata, '¿cómo se puede gobernar América sin conocerla?', quedó sin respuesta.

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