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El Mundial artificial

Qatar organiza un torneo de balonmano sin casi público en las gradas, con un equipo plagado de nacionalizados exprés y con lujosos y estériles estadios levantados en medio del desierto por trabajadores explotados.

Los jugadores de Qatar, durante el himno nacional antes del partido contra España. KARIM JAAFAR / AFP

EDUARDO ORTEGA

Suenan las coloridas notas del himno nacional de Qatar y 16 16 hombres forman con la mano en el pecho (algunos en el corazón) y mirada al frente. Varios tienen nombre, apellido y origen árabe mientras que otra buena parte combina apellidos montenegrinos, franceses y hasta españoles. La explicación se encuentra en las nacionalizaciones exprés y ad hoc que emprendió el emirato hace alrededor de año y medio para su Mundial de balonmano, que comenzó el 15 de enero. Una buena muestra más de la deriva que ha tomado el deporte profesional. Una plantilla nacional semi artificial, característica que comparte con gran parte de la competición.

Danijel Saric, bosnio, es uno de los ocho nacionalizados por el país del Golfo, casi la mitad del equipo. Considerado como uno de los mejores porteros del mundo, juega en el Barça y el miércoles se enfrentó a España. Es la tercera camiseta de distinta nacionalidad que (el ahora qatarí) viste en partido internacional. Jugó primero con Serbia y Montenegro y después con Bosnia hasta que, a sus 37 años, los petrodólares brotaron para hacer su cercana jubilación más confortable.

Hay también cuatro españoles en el grupo. El técnico Valero Rivera, ganador de todo con el Barça y del oro con España en el último Mundial, llamado a liderar a la selección hasta cotas jamás alcanzadas. Nunca ha llegado el combinado qatarí a los cruces y en el Mundial de España finalizó vigésimo, pero ya ha logrado ganar la última Copa Asia. Él es EL fichaje. Le acompañan Manuel Montoya y Ricard Franch, sus colaboradores habituales. Y el asturiano Borja Fernández, que es un caso peculiar. No iba a jugar con los llamados hispanos y para él resultaba una ocasión única a todos los niveles. Reside además en el emirato, donde compite con un club local, el Al Quiyadah. El mismo equipo en el que estuvo cedido un par de meses el navarro Iosu Goñi en 2013, cuando en Qatar ya se había desatado la fiebre deportiva y ya había logrado la organización del Mundial de balonmano.

“La liga es muy distinta porque cada equipo tiene un máximo de seis o siete profesionales por equipo. Entonces, fichan a jugadores europeos o africanos, que son los profesionales y los que van a llevar el peso del equipo. Tampoco tienen mucha conciencia de juego colectivo. Firman a jugadores buenos y se piensan que tienen que meter veinte goles por partido ellos solos. Tienen una mentalidad bastante distinta”, explica Goñi, que ahora juega en Francia para el Pays d’Aix.

Aficionados qataríes, en las gradas del Lusail Hall durante el partido contra España. KARIM JAAFAR / AFP

Aficionados qataríes, en las gradas del Lusail Hall durante el partido contra España. KARIM JAAFAR / AFP

Cuenta el navarro que las carencias de deporte base que tienen las suplen con esa política de nacionalizaciones, que incluso intentaron con él en un visto y no visto. "Me quedé un poco sorprendido. Quieren que el rendimiento de su selección sea bueno y está claro que con sus jugadores no lo van a conseguir". Esa exigua tradición por el balonmano se traslada al mísero seguimiento con el que cuenta este deporte. Y contrasta con los anuncios, pancartas y carteles promocionales que decoran Doha desde hace meses.

"No tiene mucha fama la verdad. A lo mejor yo también estoy un poco mal acostumbrado, porque he estado cuatro años en León y allí hay una grandísima afición, siempre va mucha gente. Cuando jugué la final de la Liga del emirato entre los dos equipos más fuertes quizás sí que habría más gente, pero no pasarían de las 2.000 personas. La media que solía venir a vernos serían unas 500. No había mucho ambiente de balonmano, no”, rememora. La situación apenas ha cambiado, ni siquiera con la organización del Mundial. Los asientos vacíos en los pabellones se cuentan por miles y es la tónica general. Ya sea en choques estelares como el Dinamarca-Alemania del martes, que llenaría cualquier instalación europea. O en los partidos de la anfitriona, cuando ni logran ocupar la mitad. Ante España, unas 8.000 de las 15.000 localidades de las que dispone el majestuoso Lusail Hall estaban desiertas.

Ni trampeando ha conseguido el país del Golfo Pérsico hacer menos funesto el aspecto de las gradas. Contrataron a decenas de españoles para que animaran al anfitrión e hicieron ofertas similares por otros países europeos. “Igual que animamos en Cuenca animamos allí. Con instrumentos de viento y percusión, con bombos y tambores”, decía a EFE Samuel Ruiz, el presidente de una de las peñas contratadas. El diario El Mundo incluso fantaseaba con que el emirato hubiera tirado de cientos de militares o presos, cortados todos por el mismo patrón, para dibujar una estampa algo más divertida.

Cierto es que tampoco ayuda haber levantado dos de los tres pabellones (el Lusail Hall y el Duhail Hall) en medio del desierto, a varios kilómetros de la capital. Dos colosales infraestructuras ultramodernas cuyos costes se elevan a cientos de millones de euros. Limosna para la economía del emirato. Se estima en 300 millones de dólares (unos 263 de euros) el precio del Luisail Hall, con remaches dorados en su techo, mientras que el Duhail Hall es algo más modesto dado su menor tamaño. Edificados gracias a unas cuestionables labores de construcción que prácticamente calcan a las que se llevan a cabo actualmente para el Mundial de fútbol de 2022, según Amnistía Internacional: “Los trabajadores han sufrido un significativo riesgo de explotación durante la construcción de los pabellones”. La incógnita sobre su futuro una vez concluya el torneo está presente. Prevé el jeque un magno proyecto urbanístico en la zona, valorado en cerca de 40.000 millones de euros, lo que esfuma el fantasma de que acaben convertidos en los temidos elefantes blancos.

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