Otras miradas

La Jiménez lo que merece es ser recordada como artista

Silvia Grijalba

Escritora y periodista

Familiares y amigos despiden a la artista María Jiménez. -EDUARDO BRIONES / Europa Press
Familiares y amigos despiden a la artista María Jiménez. -EDUARDO BRIONES / Europa Press

Tiene narices que, tras cincuenta años de una carrera artística rompedora, inteligente y más que brillante, te mueras y el nombre de tu exmarido, el que fue condenado por maltratarte, sea trending topic y muchos titulares de tus obituarios se centren en esa etapa de tu vida. María Jiménez, efectivamente, fue pionera en la denuncia por malos tratos, su canción "Se acabó" (de 1978 y recordemos que se casó con Pepe Sancho en 1980) abordaba el tema y sí, se ha convertido en un acertadísimo himno.

Pero parece un buen momento el de su fallecimiento para reivindicar, aquí y ahora, que María Jiménez deberá pasar a la Historia por su carrera musical. Por logros como acercarse al flamenco (especialmente a la rumba) desde un punto de vista absolutamente personal, ecléctico, rockero (en el más amplio sentido de la palabra) y por, en 1976, tener la sabiduría y la intuición de dejarse guiar por el genial productor Gonzalo García Pelayo y el arreglista Paco Cepero, entre otros, para grabar María Jiménez. Ese fue un disco que abrió la puerta a un estilo irreverente, heterodoxo, desacomplejado, como ella. El álbum, publicado en el sello Gong, donde estarían también otros rara avis históricos como Smash, tuvo un doble mérito: por una parte, esa manera de "meter mano" (no se me ocurre mejor término tratándose de la Jiménez) a estilos que parecían intocables y, por otra parte, hacerlo con una serie de aditivos que la convirtieron en una estrella de un éxito masivo.

María Jiménez declaró en alguna entrevista que ella era la versión femenina de Bambino, bueno, por ser exactos, que era "un Bambino con tetas" y sí, su actitud escénica, su manera de saltarse las reglas, su arrebato interpretativo tenía mucho que ver con el genial y controvertido músico de Utrera. Pero uno de los grandes logros de Jiménez, María Jiménez, fue el de saber cómo comunicarse con una audiencia amplia que la acogió pese a romper las reglas y explorar terrenos casi vírgenes. Ella, a la que García Pelayo la comparó muy acertadamente con Little Richard, fue más allá del ámbito del músico del culto, supo cómo hacer para arrasar en las listas de éxitos. En ello tuvo mucho que ver la pasión que ponía al subirse a un escenario y su desinhibición en todos los sentidos. Si era capaz de desestructurar la bulería, no iba a serlo de bailar levantándose la falda hasta enseñar un tanga; de cantar susurrando En la oscuridad de una manera que haría sonrojar a Gainsbourg y Birkin o de hacer declaraciones donde la palabra "coño" como expresión y como parte del cuerpo a la que eludir sin tapujos estaba casi omnipresente en un momento en el que la gente iba a Perpignan para verlos en el cine. María Jiménez fue la revolución musical, pero también fue la revolución sexual. Se acabó (en plena transición que, por cierto, podría interpretarse como una metáfora del cambio político) la posicionó como una mujer libre, pero ella ya lo había sido de antes en su música y en su vida.

En el escenario y fuera de él fue la bendita antítesis de la cantante "mosquita muerta" tan en boga entonces. Lo suyo no eran la caída de ojos, era más de soltar un taco para presentar una canción o así misma y así eran sus discos. No olvidemos que fue madre soltera en 1968 y jamás reclamó nada al bodeguero de alcurnia que fue padre de su hija. Quizá esa posición de la que no tenía nada que perder le hizo ir así por la vida: mostrando su sexualidad descaradamente porque le apetecía; vendiendo exclusivas de sus sucesivas bodas a lo Elisabeth Taylor y Richard Burton con Pepe Sancho y llevando su carrera con una inteligencia que pocos artistas han sabido demostrar.


Su vuelta a los escenarios con ese "La lista de la compra", a dúo con Lichis, debería estar en los manuales de eso que ahora está de moda y que llaman máster de gestión cultural (permítanme que desconfíe de la gente que se cree que con un máster se gestiona la cultura) ella tenía, como Julio Iglesias o Rafael, un don natural para saber por dónde ir en esto del show business. Era su mejor manager posible, de hecho, tuvo la sabiduría de deshacerse de alguno que se creía demasiado listo. Y eso lo demostró en su regreso, cosa que no es fácil de gestionar. Después de esa genial letra cumbre con Lichis, donde quedaba claro lo guapa y lo lista que era, volvió a ser imparable. Regresó al regazo del maestro García Pelayo para hacer aquel disco en el que cantaba por Sabina y adoptar esa imagen libre, irónica y tan certera de diva al borde del precipicio. Una carambola perfecta. Nos quedan sus canciones, sus revoloteos de faldas a compás con su melena, sus fotos con esos dientes tan adorablemente imperfectos como ella y la lección de en qué consiste ser artista y de arriesgarse en la vida. Mariajiménez convertida en adjetivo.

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